Acción de gracias – 27 Bondad a toda prueba

Reparto mesiánico: “Al que recogía mucho no le sobraba; y al que poco, no le faltaba”.

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Se puede ir por la vida como pasajero de un avión sin destino o dando vueltas sin parar, como peonza movida por una pila de larga duración, pero que al final, incluso para los que llegan a centenarios, el primero se estrella y la segunda, agotada, se convierte en chatarra. Claro que también se puede ir por ella con la conciencia clara de que uno es obra de Dios y de que, como tal, el hecho del propio existir es cosa que incumbe mucho más a un creador, que es indefectiblemente bueno, que al creado, ineludiblemente titubeante. Lamentablemente, esta última conciencia, que debería estar fuertemente arraigada en el acontecer diario del cristiano, tiene la desgracia de permanecer despierta y activa, por lo general, solo en determinados momentos de dificultad, sufrimiento y decepción.

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Cuando el hombre se abroga el protagonismo de su propio existir, en detrimento del de su creador, propicia que se desplacen los polos de la existencia y que, como si la tierra hubiera sido lanzada al caos, uno quede reducido a la condición de la peonza aludida. Pero, cuando se permite que Dios ocupe su lugar y ejerza el protagonismo que le corresponde, las cosas discurren por su cauce y se ven claras incluso en los momentos de mayor dolor y tragedia. Conociendo entonces la solidez de la bondad divina, uno puede proclamar convencido con la sabiduría popular, incluso en los momentos más oscuros, que “no hay mal que por bien no venga”.

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La anterior perorata obedece al convencimiento de que el precioso texto de la primera lectura litúrgica de hoy se equivoca. Subrayemos primero, complacidos, el relumbre de su preciosidad: “… las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo impera en la tierra. Porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser”, para fijarnos después, descolocados, en la equivocación palmaria: “pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo; y los de su partido pasarán por ella”. La “preciosidad” salta a la vista por el realce de la bondad consustancial de todo lo creado, mientras que la “equivocación” se camufla en el rol que se asigna a la muerte, tan connatural a todo viviente, al dar razón de ella. Como acontecimiento vital, la muerte afecta a toda vida (muere el manzano y también lo hacen el tigre y el hombre), y, como acontecimiento conductual, se deterioran y por tanto se van llenando de muerte poco a poco no solo la dimensión ética del hombre (pecado corrosivo), sino también las otras siete dimensiones de las que habla el dominico fray Eladio Chávarri en su genial sistema sobre “los valores y contravalores”: la dimensión biosíquica, a cuyo ámbito apunta directamente el concepto de muerte, y las seis restantes (económica, estética, lúdica, moral, sociopolítica y religiosa), pues los contravalores también deterioran y aniquilan la vitalidad de cada una de ellas.

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¿Quién pone la pieza de la muerte en el tablero de ajedrez que es la vida humana, sea como tropa (peón), como oficial (alfil, caballo y torre) o incluso como reina o rey? Solo el jugador, el hombre. A estas alturas del pensamiento europeo, deberíamos tener muy claro que el mal causante de la muerte no procede del Oriente, como si de un estratégico coronavirus terrorista se tratara, ni desciende de las alturas siderales, como ácido corrosivo lanzado por un genio maligno, sino que se gesta en las relaciones que los seres humanos entablamos con todos los seres, hayan sido o no creados o transformados por nosotros mismos. El mal en sí no es objetivable, un ente aniquilador, sino el resultado de una relación frustrante que nos deteriora y empobrece, un contravalor.

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En otras palabras, el mal no es el triunfo de un fantasma diabólico tentador que nos engaña sagazmente, burlando incluso la vigilancia divina, sino cosa exclusivamente nuestra, un contravalor transversal que se va apoderando poco a poco, en más o en menos, de todas nuestras dimensiones vitales hasta agostarlas y eliminarlas. El libro de la “Sabiduría” se equivoca en su diagnóstico al personificar el mal y asignarle un origen externo: no pecamos contra Dios como si lo rechazáramos, cosa que conceptualmente es del todo imposible por tratarse del supremo bien, sino que, cultivando contravalores, nos vamos deteriorando poco a poco hasta destruirnos por completo a nosotros mismos. La muerte biológica es ciertamente un contravalor total en cuanto aniquila el valor básico de la vida, pero no procede adosarlo a la vida como castigo de un supuesto pecado al que, además, se le añade la más flagrante de las injusticias, la de que los hijos paguen por las culpas de sus padres. Para un cristiano convencido al menos, paradójicamente, la muerte nos redime definitivamente al estrellarse contra ella toda libertad y desvanecerse toda responsabilidad, impidiendo que tras ella pueda cultivarse ya ningún contravalor. Y, puesto que la muerte no destruye la vida sino que la transforma, podría decirse que en ella se produce el triunfo definitivo del valor sobre el contravalor.

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Si la cura de una enfermedad requiere un diagnóstico certero, conocer el terreno que se pisa ayuda a caminar seguros por la vida. San Pablo, dirigiéndose a los Corintios en la segunda lectura de hoy, lo tiene muy claro. Partiendo de la convicción sólida de que el “Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza”, es decir, que nos hace ricos regalándonos su riqueza, el desarrollo vital de cada uno dependerá de que sus propios comportamientos sean generosos o egoístas, de que cultive valores o contravalores. El quicio del razonamiento paulino es la “igualdad”, el logro de que el fiel de la balanza de la justicia permanezca en su lugar: “no se trata de aliviar a otros, pasando vosotros estrecheces; se trata de igualar. En el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá igualdad”. Por ello, recuerda a los corintios lo que la Escritura anuncia para los tiempos mesiánicos: “Al que recogía mucho no le sobraba; y al que poco, no le faltaba”. Hay en todo esto un filón de oro, ciertamente problemático y laborioso, que los cristianos no hemos descubierto todavía o no nos hemos atrevido a explotar como es debido: la fecundidad vital del “compartir”. Aun siendo muchos, en la sociedad a cuyas complacencias nos hemos plegado con suma facilidad, los cristianos no hemos sabido o no nos hemos atrevido a retar al capitalismo imperante a comportarse como debería hacerlo. Digamos sucintamente que el capitalismo es un sistema genial en cuanto a productividad por los estímulos que crea, pero que necesita fuertes correctores en lo tocante a “contaminar” y “compartir”, dos enormes déficits o contravalores de nuestra sociedad, pues la vida requiere no solo que contaminemos mucho menos, sino también que compartamos mucho más.

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El emotivo relato del evangelio de hoy, tomado de san Marcos, al narrarnos la resurrección de la hija de Jairo, redimensiona el fenómeno de la muerte librándolo de las garras del mal para someterlo por completo a la poderosa palabra del Mesías, de cuya túnica brota incluso “fuerza sanadora”. Jesús, el hijo de Dios, ha venido para predicarnos el amor, el valor supremo que dignifica toda conducta humana, como plasmación del amor irreversible que Dios, su Padre y el nuestro, nos profesa. Jesús, primogénito de Dios, que comparte con nosotros no solo su riqueza de tal, sino también su ser y su vida, se convierte en prototipo humano, cuyo seguimiento exige que compartamos nuestro tiempo y nuestros haberes. Su cruz no es patíbulo justiciero, sino altar de sacrificio amoroso. Jesús no muere en la cruz para que Dios nos perdone, sino para que nosotros aprendamos a perdonarnos unos a otros. Como seguidores suyos, estamos obligados a comportarnos como él lo hizo, obrando siempre el bien, dando de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos, curando a los enfermos e incluso resucitando a los muertos. ¿Cuántos muertos vivientes hay en nuestra sociedad? Hoy los cristianos discutimos cada una de las letras del abecedario de nuestra fe, pero son absolutamente indiscutibles los trazos del camino a seguir, el camino de cruz que Jesús recorrió. No hay vuelta de hoja, pues todo desarrollo cristiano pasa por la cruz, por la confianza absoluta en un Dios que nos conduce a la plenitud ínsita en la renuncia, a la suprema riqueza de compartir cuanto tenemos. Lo demás, como saber quién manda y quién posee la verdad, son vulgares pasatiempos, simples bagatelas.

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