Desayuna conmigo (viernes, 28.8.20) Castillos en la arena

“I have a dream”

San Agustin y el niño

¡Qué no daría yo esta mañana por ver a millones de niños españoles, y por supuesto también de todo el mundo, construyendo castillos en la arena de nuestras hermosas playas sin más preocupación que la de que el armatoste no se caiga al añadir el próximo elemento! ¡O verlos pretendiendo meter el agua del mar, cubo a cubo, en el pequeño pozo excavado en la playa! Efímeros trabajos o juegos ambos que no tienen más virtualidad que la de pasarlo bomba mientras el juego dura y uno se beneficia de la frescura de la brisa marina, de las sales del agua del mar y de las bondades del sol, tras protegerse bien, claro está, contra sus rayos nocivos. Ah, pero el coronavirus ha entrado en nuestra casa como un elefante en una cacharrería y todo anda patas arriba. ¡Qué de preocupaciones nos trae el ya próximo inicio del curso escolar, el regreso a casa de nuestras no-vacaciones y la posibilidad de cruzarse con alguien en la calle o en cualquier otra parte como si fuera un torpedo lanzado contra nuestra propia línea de flotación!

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Mirando al calendario, dos personajes de primera línea nos salen hoy al paso para sacarle jugo al momento presente: Agustín de Hipona y Martin Luther King, el primero absorto ante el inútil intento del niño que en la playa pretende meter toda el agua del mar en un hoyo y el segundo, con su famoso "I have a dream", su sueño de humanidad. Agustín viene aquí a cuento porque murió, un día como hoy del año 430, durante el asedio de los vándalos a su ciudad de Hipona, razón por la que se celebra su día, celebración de la onomástica de los casi sesenta y cinco mil españoles que llevan su mismo nombre. Enhorabuena a todos ellos y a cuantos en el resto del mundo se asomen a este blog, que se congratula con todos ellos, deseándoles que tan gran santo de la Iglesia católica contribuya con su ejemplo a que su vida sea más sosegada y fructífera.

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Llegados a este punto, me atrevo a preguntarme si este santo padre y doctor de la Iglesia católica se daría cuenta de que, a pesar de la premonición de la playa, él se pasó toda su vida llevando cubos de agua del mar al hoyo con la pretensión de agotarlo. Esa ha sido también, a mi humilde parecer, la tarea que emprendieron todos los dogmáticos, cuyas calenturas mentales cesaron en cuanto encerraron a Dios en unas fórmulas filosóficas. Y, desde luego, la pretenciosa tarea o el afán primordial de cientos de miles de “teólogos” (¿se estudia unos años de teología y ya se teólogo?) que chapotean en el magma ideológico actual para encontrar una astilla oculta para utilizarla como piedra angular de su propia construcción teológica, o alguna arista a la que nadie se haya agarrado todavía para gatear por ella hacia los cielos y trazar una senda de acceso nueva. ¿Quién da más? ¿Quién en este reino de ciegos es capaz de describir el arcoíris?

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El Agustín que hoy celebramos era un joven rebelde, intuitivo, que contaba con un buen bagaje de conceptos claros para salir airoso de cualquier encontronazo dialéctico. Dios debió de pensar que a este potro desbocado, igual que había hecho en el siglo I con Pablo de Tarso, no podía desaprovecharlo en los siglos IV y V. En vez de derribarlo de su caballo dialéctico, lo cobijó bajo las alas maternales de santa Mónica, su solícita madre, “ejemplo de mujer cristiana, de piedad y bondad probadas, madre abnegada y preocupada siempre por el bienestar de su familia, aun bajo las circunstancias más adversas”. Al primero lo cambió de perseguidor de cristianos en apóstol infatigable de la Iglesia y al segundo, de impulsivo controversista en sosegado defensor del dogma y de la austeridad de la vida cristiana.

No es este el momento para adentrarnos en una obra de riguroso desarrollo intelectual y en una vida de ejemplar ascesis, tan conocidos de todos. A partir de ese momento, el orgulloso joven se transformó en el humilde cristiano que dialoga constantemente con Dios y logra el milagro de que el Dios inabarcable se haga presente, pero no en la inmensidad del mar sino en la poquita agua que cabía en el hoyo de la playa.

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Y ¿qué decir del famoso sueño de Martin Luther King? ¿Acaso no fue la ilusión de, viviendo en un mundo de fieras, encontrarse en un mundo humanizado, bajo el imperio del sentido común, en el mundo mesiánico en el que el cordero y el lobo juegan y comen juntos? Lo digo porque, un día como hoy de 1963, más de doscientas mil personas oyeron enfervorizados el que sería su sermón más famoso y la expresión más fuerte e íntima de sus aspiraciones: “Tengo un sueño en el que mis cuatro hijos algún día vivirán en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter”. No era mucho lo que soñaba y, sin embargo, la realización de ese sueño estaba y sigue estando muy lejos de la realidad de la vida humana actual en todo el mundo. Somos como somos y nos diferenciamos únicamente en que algunos nos esforzamos por construir, aunque sean castillos en la arena, y otros se divierten derribando lo que otros construyen.

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Ni a pensar me atrevo siquiera, en las actuales circunstancias, en que, mientras algunos pretenden levantar barreras infranqueables al coronavirus, otros tienen las miras puestas en negocios florecientes y en otros intereses ramplones, conseguidos a costa de los zarpazos mortales de ese mal bicho. Sin embargo, esta es una ocasión pintiparada para no solo para poner de relieve la unidad de acción de todos los hombres contra un enemigo común, sino también para valorar la fragilidad de la vida humana y proceder en consecuencia. Nuestro caminar humano, sin parada ni fonda posibles, se bifurca en esta ocasión en dirección a la solidaridad o a la rapiña. Los esfuerzos de Agustín, apuntando a la oración y a la austeridad, y el sueño de King, haciéndolo hacia el sentido común y la convivencia pacífica, son dos grandes estímulos que obligan a caminar en dirección a la solidaridad. Seguramente no volveremos a tener una ocasión tan propicia como esta para encauzar debidamente nuestras conductas y dar un gran paso en la mejora substancial de nuestra forma de vida.

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Sé que debería concluir aquí este desayuno para no añadir  más preocupaciones. Pero, dejemos constancia, al menos, de que hoy se celebra el día mundial del síndrome de Turner, enfermedad genética que incapacita a unas cuatrocientas mujeres por millón para un desarrollo físico y social normal.Y recordemos también que, un día como este de 1947, España entera se conmocionó al saber que un toro había matado a Manolete en la plaza de Linares y que, otro día como hoy de 2014, el papa actual nombró arzobispo de Madrid al cardenal Osoro tras la renuncia del igualmente cardenal Rouco: un miura dejaba su lugar en la arena de la lidia española a un manso (“y humilde corazón”), sustituyendo los rejones y descabellos por los templados lances de una flexible y acomodaticia capa. Contentémonos, en suma, con que Rouco se dedique a pulir dogmas mientras Osoro vaya trayendo cubos de agua a la arena del desierto en que vivimos.

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Hermoso día este 28 de agosto en que campea san Agustín en la no-celebración de su patronazgo en muchos pueblos y ciudades de España, pero día en que los retos del coronavirus invitan a superar diferencias y unir fuerzas en una lucha común sin cuartel por la supervivencia humana. Nuestra inteligencia nos da ventaja sobre las “fuerzas infernales” del virus, pero solo a condición de que convirtamos la inteligencia en sentido común, de que sustituyamos a Rouco por Osoro, de que no nos eche para atrás la descomunal tarea de meter el mar en un hoyo, ni nos cansemos de construir castillos en la arena. A fin de cuentas, los años pasan rápido. Solo cuando se tiene la fortuna de poder mirar hacia atrás, se ve que son muy poquitas las cosas que importan, tales como hacer el amor (que es mucho más que sexo) y no la guerra y esquivar la terrible sentencia del juicio final que certifica la pérdida de tiempo. Escuece entonces, y mucho, viéndose uno tan inválido y desnudo, haber arrojado palabras como espadas en vez de haber dado muchos más besos, no haber hecho el bien posible y haber sido un redomado egoísta.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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