Desayuna conmigo (lunes, 14.9.20) Crucificados

Comisiones y concilios

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Observo la curiosidad de que, en el título y subtítulo de este desayuno, nos salen al paso tres “c”, esa consonante que parece replegarse sobre sí misma, recogiendo alas y enrocándose contra ataques exteriores. Pero la verdad es que, si desde este 14 de septiembre dirigimos una mirada a nuestra vida como un conjunto de preocupaciones y ocupaciones, tendremos que admitir que la vida entera se nos muestra como una pesada “cruz”. Dicho sin ambages: vivimos crucificados. Ahora bien, la cruz, artefacto formado por dos palos que se cruzan, uno en vertical y otro en horizontal, muestra el fornido aplomo de un cuerpo con los pies clavados en el vertical o, en otras palabras, la necesidad de vivir con sentido común, y el ansia infinita de bondad y bien de unos brazos abiertos que imploran ayuda al cielo. El sentido común y el ansia de bondad, elementos básicos de todo cristianismo que se precie, gestan la crucifixión que es toda vida humana, ese arsenal de sentires y pensares que, estando llamado a ser cielo, nos empecinamos en vivir como infierno.

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Si desde esa perspectiva dirigimos la mirada a la España de nuestros días, no nos resultará difícil ver que los dos palos de nuestra cruz actual son la pandemia del coronavirus y la enorme crisis económica que esta arrastra consigo. Dos grandes retos que cuestionan seriamente que sigamos vivos y que podamos seguir comiendo. Es la nuestra una cruz que inflige atroces sufrimientos a muchas familias españolas, atenazadas por la enfermedad o por la miseria. Sin duda, España es una nación abierta y universal, alegre y divertida, con una forma de vida tan genial como envidiable, pero hoy es también, obviamente, una nación sufriente, crucificada. En este contexto, está bien que la Iglesia institucional se haga presente y, en la medida de sus haberes de voluntariado y económicos, trate de “paliar” los efectos nocivos de los clavos que nos atraviesan, pero se echa muy en falta una acción más enérgica y substancial, dirigida a reformar las conductas que dan pábulo al virus y que fabrican pobres como churros. Me refiero a, una Iglesia que, para salvar al hombre de nuestro tiempo, debería exigir mucha más seriedad en lo tocante a los comportamientos con la pandemia y muchísima más solidaridad en lo tocante a la utilización de los recursos económicos disponibles.

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Dos hechos importantes, cada uno con su proyección específica, nos empujan hoy a permanecer y ahondar en la reflexión que acabamos de hacer: la celebración de la “exaltación de la Santa Cruz” y los estigmas de la crucifixión que, como un don divino especial, recibió san Francisco de Asís. El primero se debe a que fue un día como hoy del año 335 cuando fue consagrada la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, motivo al que también se añade el hecho de que, en este mismo día del año 628, fuera rescatada la cruz donde fue crucificado Jesús de la mano de los persas que se habían apropiado de ella tras su crucifixión. La de hoy es, además, una celebración que recuerda con fuerza la invitación que hace Jesús sobre la necesidad de negarse a sí mismo y de tomar la propia cruz para seguirlo. 

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Digamos, de paso, que la cruz ha formado parte importante de mi más temprana formación religiosa. Por un lado, en mi pueblo, Mogarraz, se cuenta una hermosa leyenda sobre ella, fundada en la más despiadada y desenfocada tradición de que los judíos fueron “deicidas”, los cuales se divertían de lo lindo en el lugar profanando y mofándose de esa cruz, pero que, sacada en procesión por los mogarreños devotos como acto de reparación, obra un sorprendente milagro. Por otro, en el pueblo de al lado, Monforte de la Sierra, con el que nos unen fuertes lazos, al Cristo de la Agonía se le tributa hoy un culto solemne como fiesta patronal del lugar.

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El segundo hecho, también importante, ocurrió un día como hoy de 1224, cuando Francisco de Asís, que se había retirado al Monte de la Verna para una cuarentena de oración intensa, recibió la gracia de los estigmas de la cruz de Jesús. La tradición cuenta que el evento tuvo lugar cuando él estaba en una especie de éxtasis, tras pedirle a Jesús: “experimentar el dolor que sentiste a la hora de tu Pasión y, en la medida de los posible, aquel amor sin medida que ardía en tu pecho, cuando te ofreciste para sufrir tanto por nosotros, pecadores". Recojo el hecho como una muestra del preciosismo y la intensidad con que algunos cristianos quieren imitar la vida de Jesús, el hombre Dios que pasó por el mundo haciendo el bien.

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En esa perspectiva de sacrificio para buscar el bien es justo deberíamos colocar el nacimiento de Comisiones Obreras, si nos atenemos a su justificación estatutaria como “sindicato reivindicativo, de clase, unitario, democrático, independiente, participativo, de masas, de hombres y mujeres, sociopolítico, internacionalista, pluriétnico y multicultural”. Es decir, el sindicato se propone ser una fuerza universal de reivindicación de justicia y equidad en la siempre conflictiva armonía de intereses entre la masa obrera, explotada, y la minoría dueña del capital, explotadora. Dejemos constancia de que todavía distamos mucho de lograr esa armonización que debería ser, y más en las actuales circunstancias, un tema preferente de las inquietudes de nuestros dirigentes religiosos. CC.OO. se gesta como un movimiento titubeante en los últimos 50 y se asienta con fuerza en los primeros sesenta tras las reivindicaciones salariales y laborales llevadas a efecto cuando el franquismo había perdido ya mucha fuerza. Traer a colación este tema se debe a que muchos consideran el 14 de septiembre de 1963, tras las huelgas mineras e industriales de esos momentos, como la de la puesta de largo del sindicato, la de su formalización.

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Como reseña pertinente a este día y como la tercera “c” de nuestro encabezamiento, tenemos el hecho de que, un día como hoy de 1965, se inició la última fase, la cuarta, del Concilio Vaticano II, otro esfuerzo gigantesco de la Iglesia católica de los años sesenta para hacer creíble el mensaje evangélico a los hombres de la última mitad del s. XX. Ha pasado ya más de medio siglo desde entones y, sin embargo, los católicos distamos todavía mucho de haber exprimido como es debido ese limón, justo cuando ya no son pocos los que se plantean esperanzados la necesidad de celebrar un nuevo concilio que aborde, en serio y en profundidad, los nuevos problemas que hoy se le plantean a nuestra Iglesia. Este mismo blog, aunque se trate de un grito en el desierto, no hace más que apuntar la necesidad de hacer hoy una relectura audaz del cristianismo para que despliegue sobre los hombres de nuestro tiempo toda su fuerza.

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No hay otra forma de vivir el cristianismo más que como “crucificados”, sabiendo, eso sí, que la cruz es indefectiblemente fuente o simiente de resurrección. Los cristianos, al margen de lo ocurrido durante nuestra trayectoria secular, no debemos ser predicadores de muerte, sino de resurrección. De ahí que no procede que hablemos de castigo, sino de perdón; de que no tratemos de afianzar nuestra fe en evitar el infierno, sino en la esperanza confiada de la gloria de Dios que, sacramentalmente, ya disfrutamos en la vida presente. No importa que durante el camino tengamos que hacer reivindicaciones tan justificadas y arriesgadas como las que hacen las CC.OO. ni que tengamos quebraderos de cabeza como los de los padres conciliares del Vaticano II, pues puede que lo más preciado de la vida consista precisamente en eso, en la lucha sostenida por una justicia que sea base de misericordia, de perdón y de gracia.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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