Acción de gracias – 46 Desesperación

La caridad, proyecto y motor

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Son muchos los seres humanos que caminan con una demoledora depresión pegada a su piel o incrustada en su alma de tal manera que muchas veces no solo no les deja respirar, sino también, lo que es peor todavía, elimina todo horizonte vital posible hasta el punto de claudicar del todo y quitarse la vida. En el mundo se producen más de ochocientos mil suicidios al año. Solo en España se da una media de más de diez cada día, aproximadamente uno cada dos horas y media. Es un dato bien conocido que debería ponernos los pelos de punta pensando en el terror que deben de sufrir quienes no encuentran más salida del laberinto circunstancial de su terrible soledad que quitarse ellos mismos de en medio.

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La viuda que socorre al profeta Elías, según se nos cuenta en el relato de la primera lectura litúrgica de hoy, tomada del libro de los Reyes, es tan pobre o más que él, pues, tras amasar la poca harina que le queda para aminorar un poco el hambre de su hijo y la suya propia, además de la del profeta, no ve más salida que abandonarse a la muerte. Reparemos de paso, al hilo de este relato, en que, si por desesperación se producen más de dos mil suicidios diarios en todo el mundo, son unos tres millones los niños que mueren cada año por desnutrición y muchísimos más los adultos famélicos a los que ni siquiera les quedan fuerzas para suicidarse. Pero el profeta tiene mucha más fuerza que la necesaria para cumplir su misión, la fuerza de obrar prodigios, y así, tras sentarse hambriento como comensal a la frugal mesa de la viuda e ingerir un mendrugo de pan, le asegura a la pobre mujer que "su orza de harina no se vaciará y la alcuza de su aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra". Suele decirse que “Dios aprieta, pero que no ahoga”, adagio de la sabiduría popular bien contrastado con el acontecer humano y que sirve para dar ánimo a quien se encuentre en apuros o incluso en situaciones extremas. Y la verdad es que Dios se comporta como un resorte que potencia nuestra propia potencialidad, valga la redundancia, o como un as en la manga que solo entra en liza cuando creemos tener la partida perdida.

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La carta a los Hebreos, utilizada estos domingos para la segunda lectura litúrgica, persiste en el complejo tema del “sumo sacerdote” que es Jesús. Hoy nos adentra un poco más en el misterio de la salvación que él obra mediante su propio sacrificio: “él se ha manifestado una sola vez, al final de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo”. Observemos de paso la conciencia que tiene el autor de ese libro de estar viviendo ya “el final de la historia” y que ese sumo sacerdote, en su ya próxima segunda manifestación, ya no guardará ninguna relación con el pecado. La salvación llevada a efecto por él habrá saciado ya todas las hambres y curado todas las depresiones humanas.

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Asombra la fiereza y la maestría con que Jesús, ese sumo sacerdote único, salvador de todos a costa de su propia vida, describe la desfachatez de muchos de los dirigentes religiosos de su tiempo, descripción que seguramente encajaría muy bien en la conducta de no pocos de los del nuestro: “Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos”. Ni que decir tiene que él, en cambio,se identifica totalmente con la viuda pobre que deposita en el canastillo solo dos reales, nada comparado con la ostentosa ofrenda de los ricos, pero de altísimo valor porque la buena mujer no dona lo que le sobra sino parte de su propia vida.

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Un tanto descolocados y decepcionados por lo que parece que es prioritario en el “clerical mundo eclesial” en que estamos inmersos, hoy deberíamos volver la mirada a lo que realmente debemos entender por Iglesia, la comunidad de seguidores de Jesús. Como no podía ser de otra manera, el mensaje de Jesús, una vez rubricado con su propia muerte, fue “culturizado”, es decir, insertado en la vida de sus seguidores: la cultura que lo asume y el mensaje asumido se han ido modulando mutuamente, poco a poco, a lo largo de los dos mil años transcurridos. No hay otra forma de proceder. De ahí que, con el tiempo, a tan hermoso y decisivo mensaje se le hayan ido añadiendo ropajes o capas que, aun siendo oportunas e incluso necesarias, no dejan de ser más que pesadas cargas meramente circunstanciales, aunque hayan sido rubricadas y consagradas por un credo dogmático y por una tradición sagrada que parecen convertirlas en inmutables e irrenunciables.

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Pero hoy hemos llegado afortunadamente a la conclusión de que no pegaría ni con cola un Jesús que viviera en un “palacio episcopal” o que celebrara su “ultima cena” en una catedral revestido de mil ropajes ornamentales y, mucho menos, que para orar se viera precisado a utilizar una lengua que no fuera la suya propia. En este contexto, ni siquiera me atrevo a imaginar un Jesús político, tirando en sus discursos solo de sarcasmo e ironía, y sin prestar ningún servicio al pueblo. Está claro que las costumbres y las ordenanzas humanas, por asumidas que estén y por mucho que duren, no dejan de ser transitorias, circunstanciales, efímeras. Y, aunque quizá no nos parezca tan claro y nos obligue a retorcer nuestros pensamientos para abordar siquiera la cuestión, otro tanto ocurre también con los “dogmas” o las supuestas verdades eternas que nos llegan cosidas a palabras mutantes. Abundando en el tema, me encantaría ver la reacción espontánea de Jesús, el judío del siglo I que siempre fue, ante alguien que tratase de explicarle en lo posible el misterio de la Santísima Trinidad, sirviéndose de la inteligencia y del amor como bifurcación o trifurcación entitativa y de la naturaleza y la persona como argamasa, o de exponerle la complejidad de los modernos proyectos y técnicas sicológicas de una nueva evangelización.

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¿A dónde quiero llegar con estos despropósitos, solo aparentemente blasfemos? Solo a dejar meridianamente claro y afirmar con contundencia que el mensaje que nos traslucen los libros del Nuevo Testamento, visto incluso a través del caleidoscopio que ha sido la tradición eclesial de dos mil años, quedó grabado en oro en el sermón de la montaña, el de “bienaventurados los pobres…”, y en el mandamiento nuevo que Jesús dio a sus discípulos al despedirse de ellos: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. La liturgia de hoy arroja un torrente de luz sobre todo ello: a la pobre viuda que acoge al profeta, Elías le asegura la comida (primera lectura); la obra de salvación llevada a efecto por el sumo sacerdote le exige a Jesús que entregue su vida (segunda lectura), y la certeza que deberíamos tener todos los cristianos de que solo es digno de alabanza quien da no lo que le sobra sino parte de su mismo ser (evangelio).

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Estoy totalmente convencido de que, si de verdad nos atuviéramos a esos criterios de comportamiento (bienaventuranzas y amor), aunque solo lo hiciéramos los que nos decimos cristianos, la inmensa mayoría de los potenciales suicidas de este atormentado mundo nuestro jamás llegarían a sentir la desesperación que les produce una soledad aterradora, y, desde luego, el hambre, que a tantos devalúa y desespera, desaparecía del escenario de la comedia humana como por ensalmo. Más allá de estos cometidos, cuya fuerza es capaz de crear una sólida comunidad fraternal entre todos los hombres, todo es vano, inconsistente, transitorio, perecedero. Los cristianos no deberíamos dejarnos encandilar por quienes, “so pretexto de largos rezos” o vacuas retóricas, nos arrebatan las pocas alegrías que nos proporciona la vida y mostrarnos mucho más precavidos frente a quienes, pretendiendo afiliarnos a Jesús, nos atenazan con sus propias cadenas o nos alinean en sus propias filas. Quien de verdad quiera “adoctrinarnos” o “guiarnos”, primero debe despojarse de toda pompa y ofrecernos su propia vida, pues no en vano tenemos en Jesús un buen Maestro y un excelente Modelo.

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