A salto de mata – 41 Herederos de un patrimonio vivo

Las momias, en los sarcófagos

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Digamos de entrada que me encanta leer estudios históricos sobre el cristianismo y, más si cabe, descubrir cosas que lo despojan de lo infantil maravilloso para centrarlo, como levadura, en la revulsión de los más escabrosos procedimientos del desarrollo humano. En tal sentido, incluso cuando leo los libros del Nuevo Testamento me parece que, en vez de “oír la palabra de Dios”, asisto a homilías construidas sobre parábolas y metáforas muy hermosas con las que, durante los tiempos del cristianismo naciente, se explicaba a los asistentes a los actos cultuales y a sus destinatarios potenciales cómo se veía y sentía a Jesús presente en las primitivas comunidades. Partiendo de esa perspectiva, nada de lo que sea realmente histórico debería escandalizar a quien con fervor y entrega siga hoy las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Nada hay en ellas que merme su condición de supremo modelo de humanidad ni impida que incluso muchos hombres de nuestro tiempo acoplen a ese patrón el desarrollo de su propia vida.

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No me interesa traer aquí a colación vivencias escandalosas y puntos conflictivos que bien pudieran despertar un cierto morbo o esbozar sonrisitas escépticas (cadáveres o momias, en definitiva), sino poner de relieve únicamente la condición de cristiano que no nos permite comulgar con ruedas de molino y que nos regala un tesoro vivo y en plena evolución. Por ser y sentirme cristiano no soy heredero de una momia, la de un Jesús ejecutado posiblemente como “malhechor” o “sedicioso” y sepultado en algún lugar ilocalizable, sino de un potencial humano formidable para cambiar el rumbo de la vida individual y colectiva, basado en su vida y en sus enseñanzas: que el amor se imponga al odio, el perdón a la venganza, la solidaridad a la codicia, al menos en la vida de algunos, y que el resplandor de las obligaciones para con los demás deje en la penumbra los derechos propios.

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El cristianismo no clama por la defensa de los propios derechos (¿qué fue de los de Jesús en la Vía Dolorosa?), pero acentúa y subraya las obligaciones que nos impone la condición de tal. Lo he repetido hasta la saciedad y no me cansaré de seguir haciéndolo: en el ámbito de la dimensión religiosa del hombre es preciso que nuestra Iglesia actual sufra una seria purga (una travesía de su propio Purgatorio), pues no puede extasiarse contemplando un ramillete de verdades dogmáticas ni recrearse blandiendo un poder supuestamente divino, sino que ella misma debe  vivir en cuanto entidad social y enseñar a vivir a sus miembros una forma de vida, la mejor que cabe imaginar, cuyo fundamento es el Espíritu y cuyo desarrollo se circunscribe al amor mutuo incondicional. Indefectiblemente, el Espíritu es suave y el amor, dulce, aunque a veces el primero nos sitúe en escenarios dramáticos y el segundo nos arranque la piel. De ahí que todo lo que en nuestra Iglesia no sea realmente suave y dulce, es decir, todo lo que son amenazas y condenas, está de sobra, es ropaje asfixiante.

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Debo salir al paso de quienes, quizá por deformación profesional, sospechen que con lo de “guardar las momias en los sarcófagos”, que aparece en el encabezamiento de esta reflexión, me estoy refiriendo a Jesús de Nazaret para negar su resurrección. Nada más lejos de mi intención y de mi propósito. Ocurriera lo que ocurriera tras su muerte desde un enfoque meramente físico, lo cierto es que creo en un Jesús “vivo”, pero que lo está mucho más en la propia vida de sus seguidores que aprisionado en un trozo de pan (eucaristía) o habitando espacios siderales (sentado a la derecha del Padre). Los cadáveres que nuestra Iglesia debe guardar en sarcófagos son otros muy diferentes, derivados todos ellos de los contravalores que ha cultivado, es decir, de las actuaciones que ha realizado “contra el hombre” a lo largo de su historia. El listado es tan largo como sus “pecados”, contravalores densos, sobre todo en materias tan sensibles como el afán de riquezas (colectivo e individual) y la continua alianza con los poderes opresores de este mundo. En su seno sigue habiendo cadáveres que deambulan por la calle como zombis y se atrincheran en catedrales y templos. Con lo de esos cadáveres malolientes, que es preciso sepultar a toda prisa, me refiero no solo a los eclesiásticos, curas y obispos, pederastas de facto o por ocultamiento, sino también a quienes han hecho de la verdad un arma arrojadiza y se erigen a sí mismos en señores del cotarro eclesial, es decir, a todos los hipócritas y sepulcros blanqueados de nuestro tiempo.

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Además de los muchos cadáveres personales con que el cristianismo carga a sus espaldas, hay demasiados ropajes apolillados con los que todavía la Iglesia gusta adornarse: ornamentos litúrgicos que son engañosas metáforas del más allá; principios de conducta cuya ramplona utilidad a ras de tierra los hace intocables y costumbres que han perdido en nuestro tiempo su magnetismo original. Si las modas, el pensamiento, el lenguaje, las costumbres y la vida en general son evolutivos (¿en qué se parece nuestra vida actual a la de nuestros ancestros cazadores que todavía ayer mismo se guarecían en cuevas?), la Iglesia, que es sobre todo una forma de vida, debe acompasar esa evolución para no convertirse, ella misma, en un “cadáver cultural”, en una momia a sepultar. No estoy proponiendo que se viva para la Iglesia (entregarle los bienes) ni dentro de ella (consagrarse por completo a la consecución de sus objetivos pastorales), sino que se viva la Iglesia, es decir, que se haga realidad la comunión de los seguidores de Jesús, comunión que exige partirse en el trabajo y compartirse en el amor. Insistiré una vez más en tan luminosa idea: hay mucha más eucaristía o presencia viva de Jesús en el ser humano amado, por muy deteriorado que esté, que en el trozo de pan consagrado, por muy enjoyado que se lo presente, lo que, expresado en otros términos, me lleva a afirmar que hay mucha más materia "transubstanciable" en el ser humano que en el pan.

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Por mucho que se quiebren la cabeza quienes se dicen exégetas y teólogos, escudriñando los indescifrables designios de Dios, no es difícil saber de forma nominal cómo debe ser un cristiano. Lo realmente difícil es vivir como tal. El cristianismo no es solo cosa de una inteligencia que se doblega a la fe, como si se tratara de algo exclusivo de la dimensión vital epistémica del hombre, sino que incumbe a todo el obrar humano, a todas sus dimensiones vitales. La vida misma, la economía, el conocimiento, la belleza, la bondad, los juegos, la vida social y la relación con Dios reciben de él nueva luz y más que redoblan su propia fuerza, una luz que realmente alumbra lejos y una fuerza tan robusta que afronta cuantas heroicidades exija el amor. Por ello precisamente resulta difícil ser cristiano, porque requiere un esfuerzo permanente encaminado a fomentar todos los valores y achicar todos contravalores hasta coronar la más alta cumbre que se dibuja en nuestro horizonte: la de partirse para compartirse, acciones netamente eucarísticas que son la quintaesencia del cristianismo. Ni la recitación del Credo, ni las genuflexiones, ni el flagelo, ni los golpes de pecho sirven de nada a menos que fomenten partirse tomando la propia cruz y compartirse viviendo una auténtica comunión con los demás seres humanos

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De veras, ¡qué difícil es ser cristiano! Y lo es porque el cristianismo no es un cofre que una generación conserva para pasárselo a otra, como si del cuidado de una joya o de una reliquia sagrada se tratara, sino más bien un ascua que te abrasa y reduce a cenizas mientras se alimenta de ti. No es posible ser cristiano sin pasar por la cruz, sin sentir sobre las propias carnes una espada que las secciona y trocea para servirlas como alimento en la mesa de la humanidad. Todo lo que es despojo o está muerto debe ser sepultado en el sarcófago o echado al horno incinerador, mientras que lo auténticamente cristiano debe lanzarse de lleno a la vida. Viene muy bien aquí lo de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, sabiendo que los muertos terminan oliendo mal y que los bollos se prestan a las mil maravillas a ser partidos y compartidos en la fiesta de la vida.

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