Desayuna conmigo (martes, 01.9.20) ¿Es la Iglesia española una secta?

Comida y comensales

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Cambiamos de mes y de panorámica. ¿Cambiaremos también de Iglesia?  Si el tiempo, el mapa y las montañas son los mismos, no hay razón para cambiar de ropajes porque, a fin de cuentas, la fe es un núcleo que se reviste de muchas formas. A veces, si miramos las ocupaciones de los teólogos, de los liturgistas y de los juristas canónicos españoles, a uno le viene a la mente aquello de que “cuando el diablo no tiene que hacer, con el rabo matamoscas” y va y monta un lío. Los lectores recordarán la polémica que se armó cuando, no hace mucho, la reforma litúrgica cambió en español el “todos” de la fórmula de la consagración del cáliz por “muchos”, lo que obviamente reducía el alcance redentor del derramamiento de sangre de Jesucristo. Se vivió entonces una polémica enconada, de contenido pretendidamente teológico e incluso dogmático, pero, en verdad, se trataba solo de una cuestión bizantina, de rizar el rizo o, como hemos dicho, “de matar moscas con el rabo”. Sé de sacerdotes que se atienen a lo hoy prescrito para no escandalizar a los fieles, pero que lo hacen a regañadientes. Pero, quiérase o no, esa reducción convierte a la Iglesia española en “secta”, en sector desprendido de un conjunto más amplio, el de la humanidad entera.

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En mis tiempos de estudiante de teología conocí a un gran teólogo, o al menos por tal lo teníamos, que celebraba la misa en menos de diez minutos, farfullando las palabras en vez de pronunciarlas como era debido. Sin embargo, cuando llegaba la consagración, el tiempo se detenía, los astros dejaban de rotar y el universo contenía su expansión, porque, del escaso tiempo que dedicaba al conjunto de la misa, a ella le dedicaba una parte importante. Transcribo su pronunciación tal como la recuerdo: “hoccccc esttttt enimmmmm corpusssss meummmmm”, subiendo incluso el tono al pronunciar la última consonante de cada palabra, no fuera a ocurrir que, si alguna de ellas quedaba amortiguada, la magia de la frase se evaporara y su fuerza se licuara de tal manera que el pan saliera del evento mondo y lirondo, indemne y con su antigua substancia a cuestas. ¡Qué cosas! ¿Sabría él que la fuerza y la significación de ese sacramento, el sacramento de la fe y de la Iglesia, no depende de ninguna magia, sino del hecho de “partir y compartir”, que no son palabras que lleva el viento, sino hechos vitales? La eucaristía engendra y alimenta una forma de vida, la cristiana. Quien no se parte como Jesús y se comparte con los hermanos, como él hizo, no se convierte en eucaristía.

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En estas cuestiones, tan vulgares como espinosas, los consejos lingüísticos son los mejores: si una cosa se puede expresar claramente con cinco palabras, no hay razón para emplear diez, ni siquiera seis. Lo digo porque, si nos cargamos el todos y el muchos de la actual forma de consagración, la cosa resulta más clara, más llevadera y es, además, más teológica. Una fórmula limpia, rectilínea y fácil de entender sería la siguiente: “tomad y bebed todos el cáliz de mi sangre, que será derramada para el perdón de los pecados”. Todo lo demás nada añade, sobra y emborrona la cosa. Cuanto más sencilla sea una liturgia y más acoplada esté a la vida de los fieles que la celebran, más comprensible les resultará y más les aportará.

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Los seguidores de este blog saben que, hace tiempo, los invité a celebrar ellos mismos una eucaristía como acción de gracias por lo acontecido durante el día a eso de las diez de la noche, formando una comunidad virtual. Tras poner en un altar imaginario siete mil quinientos millones de granos de trigo y otros tantos de uva, uno en representación de cada ser humano, formando un hermoso pan y un precioso cáliz de vino, les invitaba a decir algo parecido a lo siguiente: “tomad y comed este pan de vida y bebed este cáliz de salvación. Son mi cuerpo y mi sangre compartidos, dice Jesús. Una hermosa eucaristía en la que todos somos comida y comensales. La paz sea con todos”. He ahí una eucaristía de ley, viva, sencilla y sin recovecos, que se celebra en muy pocos segundos.  Mucho de lo que nuestras recargadas liturgias pretenden que sea oración de alabanza es reiterativo o inútil y, en ocasiones, hasta inoportuno o contraproducente.

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Mírese como se mire y se pertenezca a la escuela de teología que se pertenezca, el cristianismo es la religión de la vida que nos es dada gratuitamente por Dios, vida ahormada por Jesús en el amor sacrificial de la suya. Por ello, debemos partir del núcleo, de que todo ser humano es cristiano, de que la redención es rigurosamente universal, de que no hay barrera posible para la misericordia y el amor de Dios y de que en la vida de cada cual se saldan todas sus cuentas. Tras la muerte, todos nos redimensionamos en Dios y nos envolvemos en su santidad. Un cristianismo que se precie nunca podrá presentarse como un gueto, como un “pueblo elegido”, como un grupo de “agraciados”, es decir, como un grupo "excluyente o “sectario”, sino como el “pueblo de Dios” que formamos todos los seres humanos.

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Todos somos, pues, pueblo de Dios, pero todos diferentes. Hoy acudimos para saberlo a nuestro ADN, pero, no hace mucho, el mundo penal, sobre todo, dio un gran paso adelante para la identificación casi infalible de los malhechores: sus huellas dactilares. Lo digo porque hoy celebramos el “día mundial de la dactiloscopía”. En 1892, un austro-húngaro, Juan Vucetich, estando viviendo en la Argentina, resolvió, gracias a las huellas dactilares, casos criminales irresolubles hasta ese momento. Se dio así un gran paso para la identificación de cada persona, pues no hay dos huellas iguales, ni siquiera las de los gemelos univitelinos, aunque sea muy difícil diferenciarlas.

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Recordemos, para completar este desayuno y en lo que a muertes que dejaron huella se refiere, que, un día como hoy del año 1213 a.C., murió Ramsés II, uno de los grandes faraones del que se guardan muchos vestigios y que gobernó durante 66 años; que, mucho más tarde, en el año 1715 de nuestra era, le llegó su última hora al Rey Sol, Luis XIV, que gobernó Francia y Navarra durante 72 años y fue uno de los más importantes reyes franceses, el monarca que dijo aquello de “l'état, c'est moi”, y, finalmente, que un par de siglos después, en Europa comenzaron a hacerlo millones de europeos y judíos debido a que, un día como hoy de 1939, la Alemania nazi invadió Polonia, desencadenando la Segunda Guerra Mundial.

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Recordemos, además, como simple curiosidad, que, un día como hoy de 1962, la ONU anunció que la humanidad había alcanzado, por primera vez en su historia, la astronómica cifra de tres mil millones de habitantes. ¡Asombroso si no fuera porque hoy, solo cincuenta y ocho años después, nos acercamos, si es que no los hemos rebasado ya, a los siete mil quinientos millones, a pesar de la caída brutal de la natalidad en todo el mundo occidental! Desde luego, son cifras que marean y que deberían no solo hacernos pensar, sino también actuar, pues no somos esclavos de la vida, sino señores de su condición, de su desarrollo y de su permanencia en el tiempo, contando con los inevitablemente limitados recursos que el planeta nos ofrece, salvo que un día seamos capaces de trasladarnos a otros planetas y de vivir en ellos.

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Somos ya más de siete mil millones los humanos que poblamos la Tierra y, aunque muchos no sean conscientes de ello, esos somos realmente el número de cristianos, pues por todos ellos ha sido derramada la sangre redentora del Cristo de nuestra fe. Y lo somos por el sencillo hecho de que todos somos seres humanos, de que todos aportamos “carne de encarnación” en el abrazo entitativo que Dios nos da en Jesús de Nazaret. Ahora bien, Jesús, el prototipo del ser humano, es el hombre que pasa por la vida haciendo el bien e invitando al amor que obliga a partirse y compartirse, tal como ocurrió con su propia vida. El maldito coronavirus que nos atormenta ha venido a recordarnos a todos los seres humanos que formamos una sola comunidad de vivientes y a ponernos en el brete de que solo la solidaridad entre todos, es decir, la conciencia efectiva de que todos formamos una comunidad, nos puede salvar no solo de sus garras, sino también de las nuestras. Para caminar como es debido y no despeñarse, para hacerse acreedores a un futuro viable, debemos salir de nuestros guetos, de nuestro enclaustramiento, de nuestras murallas, de nuestros minúsculos reinos de taifas, de nuestras exclusividades y de la comodidad de nuestros privilegios, y abrazar a todos los demás, aunque sean leprosos. Esa es la cuestión, esos son los tiempos. Discutir de si galgos o podencos, de si todos o muchos, no deja de ser un mero entretenimiento, pero que puede desconcertar y hasta escandalizar. No puede o no debe haber fronteras entre nosotros y todos los demás.

Correo electrónico: ramonhernzndezmartin@gmail.com

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