Desayuna conmigo (miércoles, 24.6.20) Voz que grita en el desierto
Vivo sin vivir en mí



En cuanto a un supuesto porvenir problemático, otro caso es el de los cristianos, de quienes decimos que seguimos la estela de Jesús de Nazaret y confesamos que nos hemos alineado con sus exigentes requerimientos sobre nuestra propia conducta: tomar nuestra propia cruz y seguirle. Ya se ha dado la plenitud de los tiempos de redención, el Mesías ya ha venido y, cual manso cordero, ya ha sido llevado al matadero, sometiendo su cuerpo a la crudelísima obra de salvación. Y, sin embargo, ahí seguimos, pendientes ahora de otra “venida”, en gloria y majestad, como poderoso señor que juzgará a todos con estricta justicia, como si la infinita misericordia de Dios se tomara un descanso.
Nos domina de tal manera el sentido trágico de la vida que solo somos capaces de imaginar un desenlace oscuro y tormentoso para nuestro mundo, este que dicen que ha comenzado hace quince mil millones de años y cuya duración puede más que duplicar ese tiempo. Es curioso que nos domine un vago sentir apocalíptico, sabiendo que nuestros días están contados y que no son muchos, pues de nadie sabemos que haya vivido siquiera 45 mil. Haríamos bien en plegar nuestra mente al tiempo que vivimos para vivirlo a fondo. Nuestro tiempo se consuma pronto y, tras ello, nada habrá que dependa ya de nuestra voluntad, sino del sabio hacer de un Padre todopoderoso.

Cuanto precede viene a cuento de la celebración hoy de la impresionante figura que clama en el desierto, la de Juan el Bautista, un obrero del plan de Dios a quien le toca desbrozar caminos para otro más grande que viene tras él, para el novio que se quedará con la novia, para el Mesías. Sin duda, un gran profeta, tal vez el más grande, a caballo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, de quien muchos pensaron que era el profeta Elías retornado a la tierra y a cuya predicación y bautismo se somete el mismo Jesús de Nazaret y de quien este hizo grandes alabanzas.
No es casual que su festividad se celebre hoy, 24 de junio, a seis meses justo de la del Mesías el 24 de diciembre, como fecha escogida para fijar su nacimiento. Son fechas fijadas culturalmente, en función de determinados intereses religiosos y paganos. Lo que nos importa, en definitiva, es que la gigantesca figura de Juan se subsume en la del Mesías salvador del género humano que ya ha llegado. Nada tiene de particular que su obra, al igual que la de todos los profetas, se fije en un futuro, inminente en su caso, en el que Dios desplegará todo su poder sobre la tierra.

Pero si con Juan hay que “preparar los caminos” y “oír la voz del desierto”, con Jesús los cristianos hemos de recorrer esos caminos y hacer fecundo el desierto, transformando en hechos lo que esa voz predica. ¡Arrepentíos, convertíos!, son clamores que gritan la necesidad imperiosa de achicar en todo tiempo nuestros egoísmos para que la humanidad no se convierta en selva salvaje para que solo vivan los más fuertes, sino en una comunidad fraternal con cabida para que convivan en ella el lobo y el cordero. Lo deja muy claro Jesús con su predicación y, sobre todo, con el ejemplo de una vida partida y compartida, como pan de vida para alimentar una comunidad de hermanos, hijos todos del mismo “padre celestial”.
Ha pasado la época de los profetas y es llegada la hora de los apóstoles, la de los seguidores de Jesús que calzan sandalias, empuñan un bastón y, sin nada en las alforjas, salen a los caminos a pregonar la buena nueva, la del cambio radical de costumbres, la de la conversión del egoísmo en altruismo, del odio en amor, de la violencia en paz, de la muerte en vida. Como todos, también estos tiempos son difíciles para una misión que no invita a la molicie y al placer despreocupado, sino al esfuerzo continuado y a trabajar sin fijarse en el salario.

Subrayemos, sin embargo, que, mientras el profeta solo podía apoyarse en la esperanza de lo que estaba a punto de venir, el apóstol en cambio se fundamenta en una realidad sumamente atractiva: la de mirad cómo se aman los auténticos seguidores de Jesús. Ciertamente, hoy hay muchos apóstoles, repartidos por todo el mundo, que no gritan en el desierto, sino que comparten su vida con los miembros de comunidades dolientes. Son las suyas vidas admirables, ejemplares. Que el preciosismo de sus conductas no se vuelva plaga que contagie a todos no se debe a la supuesta obra en contra de un agente de cartón piedra, el demonio imaginario de nuestros terrores, sino al exquisito sabor de un plato de lentejas en momentos de hambre frente a la compostura paciente de espera de la hora de la “cena”, a la inmediatez del placer prohibido frente al gozo retardado de la virtud.

Hoy, por cuestión de espacio, debemos pasar por alto el controvertido temor a la contaminación electromagnética, cuyo día internacional se celebra, y también la primera secuela, pero no la peor, del inoportuno referéndum convocado por David Cameron sobre la posible salida del Reino Unido de la UE, la de su dimisión un día como hoy de 2016, para concluir este desayuno con el cumpleaños de otro Juan, san Juan de Cruz, nacido un día como hoy de 1542. En el contexto de nuestra reflexión de esta mañana sobre la misión de Juan el Bautista, justo es que recordemos la intensidad de su espera: “Vivo sin vivir en mí / y de tal manera espero /que muero porque no muero”, bello y fuerte sentimiento poético y místico sobre lo que o el que ha de venir.
Correo electrónico: ramonhernadezmartin@gmail.com