A salto de mata – 62 Uno y uno, igual a cero

Caída y levantamiento

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Seguramente, dentro de mil años seguiremos siendo tan dualitas y maniqueos como lo hemos sido desde hace siglos y lo seguimos siendo, por lo general, en la actualidad. Necesitamos puntos de contraste para avanzar en cualquier orden de la vida, confrontar personas, contrastar cosas y equiparar acciones para progresar en conocimientos. Avanzamos por caminos dialécticos. No llegamos a hacernos cargo de la realidad que nos traemos entre manos, de cualquier orden que sea, a menos que inyectemos a cuantas cosas y pensamientos nos ocupan y preocupan una buena dosis dialéctica, peligrosa técnica o forma de proceder que se vuelve trágica en cuanto convertimos en enemigos los apoyos. Lo vemos claramente incluso en las celebraciones litúrgicas cuaresmales, nutridas de una espiritualidad claramente dualista en su continua invitación al tránsito penitencial del pecado a la gracia, de la ofensa al perdón. Para mayor abundamiento, baste recordar que acabamos de vivir unos días de bacanal y desenfreno costumbristas, días en que la más viva imaginación y los instintos primarios de la exaltación humorística, carnal y etílica pretenden resarcirse anticipadamente de la angostura cuaresmal.

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Tal como he venido haciendo, durante años, en este mismo portal, también en esta ocasión pretendo evadirme por completo del angustioso esquema dual que nos aprisiona. Los esforzados seguidores de este blog deben de tener ya muy claro que trato de sacudirme de encima el esquema de un paraíso terrenal que nos aprisiona entre los barrotes de dos mundos antagónicos e irreconciliables que, aunque me parecen puramente imaginarios o míticos, descargan crueles latigazos sobre nuestras endebles espaldas. La esquizofrenia mental está garantizada desde el momento mismo en que aceptamos dos mundos, el de Dios y el del diablo, el de la culpa y el perdón, el del viejo y nuevo Adán y, viniendo al caso, el del Carnaval y la Cuaresma.

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Con tan inaudita osadía no creo haberme vuelto loco ni haber cerrado los ojos a la realidad circundante, a este mundo nuestro que cruje a cada instante de dolor y que está anegado en el mar de lágrimas que brota incesante de corazones humanos que bombean más sufrimiento que sangre. Un análisis objetivo y templado de la dolorosa realidad en que nos vemos envueltos no debe confundirnos hasta dudar de que Dios lo ha hecho todo bien (no podría ser de otra manera) y de que nada de lo existente puede zafarse del sello divino que lleva impreso. Nada existe que pueda ser malo. Sí, ya sé que el mal y el sufrimiento están permanentemente presentes en nuestra vida, pero su alcance ni rebasa ni puede rebasar los confines de la minúscula partícula de polvo que es la Tierra en el conjunto del Universo. Apretándole las clavijas uno poco más al supuesto mal autónomo, descubrimos atónitos que no solo no rebasa los límites de la Tierra, sino tampoco los de los intereses espurios de cuantos depredadores pretenden acapararlo todo. Es más, si apretamos fuerte para exprimir todo el jugo que pueda darnos el ácido limón del mal, nos daremos cuenta de que es pura dialéctica mental nuestra, inmersos como estamos en un radical dualismo con cuya penumbra pretendemos esclarecer dudas y desanudar titubeos. Dicho de forma escueta y tajante, el mal no existe más que en nuestra cabeza.

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Quienes conciben el “más allá” como un lugar en el que solo hay espacio para un cielo y un infierno como premio o castigo de nuestros propios comportamientos, alardeando de lo que realmente no pueden saber absolutamente nada, se castigan a sí mismos con el terror de poder verse sumergidos para siempre en una tiniebla ardiente. ¡Allá ellos, pues en el pecado de su desencajado pensamiento soportan ya una dura penitencia! Mi propósito, diciendo lo que vengo diciendo, es que muchos, cuantos más mejor, se vayan liberando por completo de semejante carga al convencerse de que el mundo en que vivimos, imperfecto porque se está haciendo y así seguirá mientras dure el tiempo, no puede ser para el creyente otra cosa que desdoblamiento o reflejo del Dios en quien creemos, es decir, un mundo irrenunciablemente bueno.

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¿Cómo dar entonces razón del mal que nos circunda e inunda y que triunfa en nuestras vidas con tanta fuerza que solo parecen afortunados sus secuaces?  El mal, de suyo tan intangible y volátil que carece de soporte entitativo, es algo así como un virus cuya operatividad depende de que nuestra mente lo inocule en nuestras acciones. De ahí que muchos lo conciban como “carencia de bien”, como un obstáculo, una negación o un “contra” que nos desvía del camino recto. Esa es su endeble entidad y ese es su reducido campo de maniobras, su mera operatividad dualista, una reducción entitativa que lo descarna hasta reducirlo a un mero “contra”. Y así, el poderoso Mal, en vez de mostrársenos como un mundo paralelo que triunfa imparable bajo la égida maligna de Satán, tenebroso mundo irreductible e irreconciliable con el “luminoso” mundo de Dios, queda reducido a una minúscula acepción adverbial, capaz, sin embargo, de deteriorar o desnaturalizar la forma de una vida humana avocada la mejora permanente. Únicamente los seres humanos somos responsables de acciones en pro o en contra de nosotros mismos y de la colectividad de la que formamos parte. Si logramos reducir el mal a lo que realmente es, a un mero  “contravalor”, no solo habremos despejado por completo el hermoso horizonte de la vida humana, sino también descontaminado la hermosa obra de la creación divina. La tentación, tema tan recurrente en este tiempo de Cuaresma, no es otra cosa que el oropel insustancial con que los contravalores tratan de seducirnos frente al esfuerzo inherente de cualquier mejora.

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n eso radica la convincente razón que me fuerza a cambiar el sentido de la contemplación del Cristo de mi propia fe. En vez de verlo como un redentor sufriente que me rescata de las garras del Maligno, vertiendo su propia sangre en la cruz para dar muerte con su muerte a mi pecado, debo contemplarlo como el rostro humano de Dios o como un hombre cuyo ser y vida reflejan toda la potencialidad de lo humano en cuanto obra divina. Bien valorado, creo que es mucho más acertado contemplarlo como patrón o modelo de vida humana o como camino de salvación que como redentor de pecados ajenos. Pecado y gracia no son dos estados entitativos, sino simples adjetivaciones de una acción humana que puede ser valiosa o dis-valiosa, acertada o errada, favorable o contraproducente. De adentrarnos en la monstruosidad que arrastra consigo el concepto mismo de pecado (¿se puede realmente “ofender a Dios”, un ser al que ni siquiera se conoce?), descubriríamos atónitos que, desde las primeras líneas del prólogo al final del epílogo de los tratados de teología y de espiritualidad, el pecado es utilizado como una poderosa arma de destrucción masiva, de la que se hace un uso abusivo cuando no se saben utilizar los esenciales atractivos de la fe y de la oración para recorrer los senderos de la vida. Viene aquí muy bien a cuento lo de que “se atrapan más moscas con una gota de miel que con un tonel de vinagre”.

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Digamos, en resumidas cuentas, que el cristianismo no es otra cosa que la excelencia de lo humano, su plenitud, el encauzamiento de la vida humana por el camino de salvación, la culminación de un recorrido que tiene como principio y fin a Dios mismo. Con mejores o peores pertrechos, con mejor o peor forma de vida, todos recorremos el camino de retorno a Dios;  por así decirlo, caminando hacia la meta volvemos al punto de partida. Sin duda, la forma de vida cristiana (no el formar parte de, sino el vivir como), que exige la justicia y predica la solidaridad, es la mejor forma de completar el recorrido circular que es nuestra vida, la más  rentable y feliz. Uno y uno, el viejo y el nuevo Adán, uno pecador y otro redentor, aquí no suman “dos” que se justifican y complementan, sino una rectilínea reducciòn al Diosque es principio y fin. No hay, pues, caída y levantamiento, sino un simple caminar, que muchas veces es renqueante y cansino. Aun sin comprender muy bien lo  que decimos, estamos persuadidos de que al principio de nuestra historia, lo mismo que durante su decurso y a su final, Dios lo es todo en todos, razón por la que el optimismo y la esperanza deben ser consustanciales a nuestra forma vida, sobre todo si es cristiana, es decir, modélica y plenamente humana.

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