Desayuna conmigo (jueves santo, 9 .4.20) Más reluciente que el sol

Comida y comensales

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Para un cristiano, pocos días hay en el año tan sobresalientes como el Jueves Santo, el día de la eucaristía. El refrán lo incluye entre los jueves que más destacan: “Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”. Dos de ellos, relativos a la eucaristía. No se trata de comparar ni los contenidos ni el esplendor de las fiestas cristianas, ni tampoco sus apoyos sacramentales, pero es obvio que este jueves ocupa el corazón del cristianismo, una religión que, por encima de cualquier otra cosa, sea expresión conceptual o simbolismo, se basa en comida y bebida, en la ingesta del pan de vida y en la bebida del cáliz de salvación, pan que es el cuerpo de Jesús partido y compartido, vino que es su sangre derramada y compartida. La eucaristía es la Iglesia. En el relato pascual de los discípulos de Emaús, Jesús se da a conocer en el gesto de “partir el pan”.

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El tema me resulta especialmente atractivo porque sobre él versaron mis trabajos teológicos de antaño. Me sorprendió entonces mucho descubrir la tradición cristiana que identificaba la eucaristía con la Iglesia e incluía en su ser de tal también a los creyentes. Cada cristiano, y por extensión también cada ser humano, es un grano de trigo del pan y otro de uva del cáliz, resultando que no solo es un comensal invitado a la mesa del Señor, sino también parte del alimento y de la bebida que en ella se toman. Por ello, en la celebración de la eucaristía todos somos, al mismo tiempo, comida y comensales: comemos a Cristo y a los hermanos y nos dejamos comer por ellos. Si fuéramos capaces de convertir esta realidad en el leitmotiv del cristianismo, le daríamos a nuestra fe un atractivo irresistible para alegrar la vida de nuestros contemporáneos y encauzar debidamente sus vidas, es decir, para llevar a efecto una evangelización profunda y extensa, que abarcaría todo lo que es el hombre y a todos los hombres. No llego a imaginar otro proyecto e tal envergadura, ni científico, ni social, ni político.

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Hay una idea muy clara, subyacente en el simbolismo del pan: para ser eucaristía, el pan debe ser partido y compartido. Lo mismo, habida cuenta de la diferencia entre comida y bebida, cabe decir del vino remplazando partir por derramar. Lo de pronunciar unas palabras mágicas para intercambios substanciales no es, en última instancia, más que una componenda filosófica o una especie de elucubración mental para intentar darle cuerpo a un misterio.

La idea de “partir”, símbolo de Cristo roto en la cruz, está también en el meollo de los muchos granos de trigo y uva como símbolo de los cristianos-comida. Para que cada uno se convierta realmente en eucaristía, que es lo que en última instancia hace que sea miembro de una Iglesia, ha de cargar con su particular cruz, es decir, ha de seguir el proceso ascético que transforma el trigo en pan y la uva en vino: el grano de trigo es segado, trillado, molido, fermentado y cocido; el de uva, cortado, desgranado, pisado y fermentado. Para convertirse realmente en eucaristía, los cristianos han de llevar una vida ajustada a esos mismos procesos ascéticos, una vida realmente exigente. De no ser así, la celebración de la eucaristía sería indigna, una farsa. Jesús mismo ya advirtió que, antes de hacer una ofrenda, es preciso reconciliarse con el hermano.

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Todo ello nos lleva a una conclusión clara y determinante de la conducta de los cristianos: la eucaristía es, por encima de todo y, sobre todo, una comida en la que se comparte un pan y un vino del que también los cristianos forman parte. Ser comido y bebido es el destino natural del pan y del vino. Cualquier otra atribución que quiera asignarse a esos soportes sacramentales no puede ser más que simbólica, metafórica, sobreañadida o marginal. La idea de adoración surge y se afianza en los ss. XIII-XV como elongación pietista de la enconada polémica sobre la “presencia real” que tanto desnaturalizó las funciones primarias del pan y del vino. La adoración es una actitud reverencial que le debemos a Dios, mientras que la función de la eucaristía, insisto por enésima vez, es integrarnos en ella para comerla y ofrecernos como comida. Al comulgar, no solo se come a Cristo, sino también a los cristianos, al tiempo que ellos nos comen a nosotros. Esa es la maravillosa fuerza capaz de transformar nuestros comportamientos egoístas. Abunda en esa concepción el hecho de que, para tocar con nuestras manos a Dios, deberemos encauzar nuestra acción hacia los hermanos, especialmente hacia los más necesitados: ateniendo sus necesidades, me disteis de comer, me vestisteis, me acogisteis, me visitasteis, nos dice el mismo Cristo convertido nada menos que en juez supremo.

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¡Qué grande sería el cristianismo con solo que se quisieran entender como es debido estas maravillosas verdades y encarnarlas en nuestras conductas! ¡Todos los seres humanos invitados a participar de una sola mesa! ¡Todos los seres humanos sentados a la mesa de una cena en la que son al mismo tiempo comida y comensales!

¡Ojalá que este Jueves Santo nos ayude a entender que Jesús está en la eucaristía solo como pan de vida y bebida de salvación para ser comido y bebido por quienes, formando parte de ese mismo pan y vino, entregan a los demás también cuanto son y tienen! Santo Tomás canta que debemos venerar de rodillas este gran sacramento, pero su verdad profunda y su fuerza transformadora está en que, formando parte de él, nos dejemos partir y nos demos a compartir.

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¡Ojalá que vivamos este bello día de Jueves Santo, recluidos en nuestras casas, como un importante paso para entender que solo podemos ser Iglesia siendo eucaristía! El lavatorio de los pies, el bello y humilde gesto de Jesús que también se conmemora este día, no es más que una expresión simbólica del “partir” y de la “cruz” que delinean el discurrir de toda vida cristiana auténtica. 

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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