Acción de gracias – 37 Los sordos oyen y los mudos hablan

“Los últimos serán los primeros”

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Vivimos tiempos convulsos, en medio de mucho barullo mental y griterío social, sin líderes que nos arrastren y enamoren, sin horizontes esperanzadores y sin metas que fuercen al esfuerzo, valga la redundancia. ¡Tiempos de desespero y asco, de reptar, de discurrir por alcantarillas! Tiempos, en fin, para olvidar, ramplones, de egos hinchados e intereses bastardos. Y, sin embargo, ¿cuántas personas se dedican hoy de lleno a mejorar la vida de sus semejantes, a dar de comer a hambrientos, a cobijar a transeúntes y a sin techos, a sanar a enfermos y a enseñar a ignorantes? Seguro que son cientos de millones. Sin la menor duda, ellas son las columnas que sostienen este tambaleante mundo nuestro, saturado de aberraciones y rebosante de cadáveres que denuncian la barbarie y la deshumanización que nos envuelven. ¡Monumental despiste el nuestro cuando, insaciables, nos dedicamos a poner palos en los radios de las ruedas de nuestros semejantes y a abrirnos camino con un hacha homicida en las manos! El dinero solo debería servirnos para quitar hambres, dar seguridades y concebir sueños.

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Frente a tanto desmadre, Isaías asegura en la primera lectura de hoy que Dios llega para despegar los ojos de los ciegos y abrir los oídos de los sordos, logrando que aquellos salten como corzos y estos canten a pleno pulmón, o, apoyándose en el agua como metáfora de la vida, para que brote agua del desierto y torrentes de la estepa, para convertir el páramo en estanque y lo reseco en manantial. Sin duda alguna, sean de ello conscientes o no, es Dios mismo quien se ha puesto al frente de esos cientos de millones de voluntarios que, con despego de sus propias vidas, se dedican a ayudar a vivir a sus semejantes. Se trata de un Dios que se emplea a fondo, un Dios encarnado, que todo lo hace bien, como que los sordos oigan y los mudos hablen, metáfora esta del profundo cambio que la fe produce en la vida del creyente poniendo en ella manga por hombro y estableciendo que los últimos sean los primeros.

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Ante tan postrado y al mismo tiempo exultante panorama, Santiago nos exhorta en la segunda lectura de hoy a desechar el favoritismo servil que desplegamos ante los ricos y los bien situados. Cuando así nos comportamos, como serviles aduladores, seguimos un criterio “malo” por ser injusto de suyo y por ser egoísta de intención por aquello de que “favor con favor se paga”. Nuestro servilismo ante los poderosos contrasta con la magnanimidad del obrar divino que elige “a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino que Dios prometió a los que lo aman”. ¿Por qué el Evangelio denuncia nuestra vida social y se convierte en su correctivo? La respuesta no puede ser más obvia: porque los creyentes nos atiborramos de contravalores, mientras que el Evangelio es puro valor. Hay que atarse bien los machos para entender que, en un mundo en el que la pobreza sobreabunda con relación a la riqueza, valga el oxímoron, obviamente la riqueza tamizada por la pobreza se convierte automáticamente en un demoledor contravalor. La riqueza, qué duda cabe, es de suyo valor de gran importancia (Dios es inmensamente rico), pero cuando es fruto de acumulaciones que depauperan a muchos se convierte en contravalor sumamente corrosivo. De ahí la terrible advertencia evangélica del “¡ay de los ricos!”.

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El escandaloso contraste del valor-contravalor “riqueza” reaparece con toda su fuerza también en el evangelio de hoy, aunque metamorfoseado de “palabra y silencio”, siendo la palabra el valor y el silencio, su contrapuesto. Aunque Jesús hubiera preferido curar al sordomudo entre bambalinas, la verdad es que su sanación se produce de forma teatral, en una escena en la que, tras mirar implorante al cielo, se sirve de sus dedos como desatascador mecánico de los oídos del paciente y de su salida como agente químico que diluye los nudos de la lengua. ¡Sordos exultantes y agradecidos que recuperan el oído y el habla; pobres que se vuelven ricos y ricos que caen en la pobreza! Desde luego, el Evangelio no puede menos de ser una “revolución” continua de las conductas. Subrayemos de paso que Jesús es un caminante infatigable que no se cansa de hacer el bien por dondequiera que pasa, pese a quien pese, porque en todas partes había, y sigue habiendo, carencias y necesidades vitales.

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Seguramente los tiempos que hoy vivimos son mucho mejores que los que vivieron no ya nuestros ancestros, sino también nuestros padres ayer mismo. En salud y ayuda tecnológica, ni siquiera se pueden comparar porque los pasos que se han dado estos últimos años en esa dirección han sido muchos y muy largos. Afortunadamente, la vida no puede ser meta sino camino, de tal manera que cada paso hacia adelante nos abre nuevos horizontes y propone nuevas metas. En las entrañas de todo valor anida  la pulsión de una vida pretenciosa que aspira a más y mejor de tal manera que, a veces, la distancia que hay en un mismo valor, entre uno mediocre y otro excelente, es mayor que la que media entre dicho valor y su correspondiente contravalor, como la que se da, por ejemplo, entre una bondad tibia y una maldad incipiente.

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Viniendo al tema que hoy está sobre la mesa de las especulaciones ideológicas y excita el morbo de muchas conversaciones y pasatiempos triviales, los lectores de este blog saben que no soy hombre de devociones personales y, además, que no necesita en absoluto dorar la píldora a nadie ni alimentarse, como ave carroñera, de cadáveres ajenos. Me refiero a la irrupción de la figura del actual papa Francisco en la escena española y en el anfiteatro del mundo con su ya famosa entrevista en la COPE. Seguro que ellos recuerdan que ya me he referido a él como un papa que me parece que vibra más en consonancia con el Evangelio que sus inmediatos predecesores, lo cual no es poco, pero que su papel de protagonista absoluto del acontecer “eclesial” sigue siendo desorbitado, como desorbitado es, en otro orden de cosas, que, a estas alturas, en la Iglesia católica siga siendo tan problemático comer un trozo de pan, partido y compartido por Jesús, el pan que realmente da vida.

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Por lo demás, el día dará rienda suelta esta noche a la presión de la Covid-19 con la quema a destiempo de las fallas de Valencia como si cada una de ellas fuera, en el apogeo del fuego,  un símbolo convertido en magia y arte por el buen hacer valenciano; por su parte, a la policía le queda la engorrosa tarea de atemperar la ínfulas de fiesta que la abstención ha hecho crecer durante largo tiempo en el seno de una juventud demasiado escorada al alcohol y al engaño de su fuerza etílica, mientras el mundo entero reverdecerá esta semana el escozor y la desesperación abisal del terrorismo islámico, simbolizado en el derribo de las Torres Gemelas de Nueva York. Tres eventos sobresalientes que esta semana nos llevan de  los infiernos etílicos en que trata de enclaustrarse nuestra juventud ahogada y del recuerdo de la más ácida impotencia en que nos sumerge el terror al empíreo glorioso de la legítima alegría popular valenciana.

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De puertas adentro, lo importante para cada uno de nosotros es saber y recordar que, frente al hachazo que decapitará los egos hinchados y el silencio demoledor que acallará tanto griterío inútil, los últimos serán los primeros y los sordomudos oirán y cantarán. La bola de la ruleta de la vida, lanzada por el Evangelio, se parará solo en las casillas anónimas. Hablamos de una verdad diáfana, pero que lamentablemente solo llegará a percibirse con claridad en los prolegómenos de la propia muerte, al darnos cuenta entonces de que, persiguiendo estrellas y sueños, hemos sido esclavos de crasos y ramplones egoísmos, de que hemos perdido soberanamente el tiempo y de que hemos despilfarrado los talentos que se nos regalaron en el inicio de nuestra propia peregrinación terrenal. ¿A cuánto ascenderá entonces nuestra deuda?

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