Lo que importa – 75 La violencia, tercer jinete
Fermento y cocción de uno mismo
Reconozcamos que la violencia ha sido un componente constante en la historia humana y que ha tenido una profunda influencia en la evolución de sociedades, culturas y estructuras políticas. Su importancia radica en que, paradójicamente, ha actuado no solo como fuerza de cohesión dentro de grupos, sino también como motor de cambio y transformación social. Tengamos en cuenta que la violencia, entendida como uso deliberado de la fuerza física o simbólica para someter, eliminar o controlar a otros, no se limita a lo militar o lo criminal, pues incluye también formas estructurales y culturales que influyen en el dinamismo social.
La violencia siempre ha tenido un papel adaptativo. La competencia por recursos limitados desencadenó conflictos que seleccionaban habilidades estratégicas, coordinación grupal y avances tecnológicos. En sociedades de cazadores-recolectores, la violencia intergrupal ayudó a definir territorios y alianzas. La capacidad de organizar ataques o defensas fue un factor decisivo para la supervivencia que fomentó el desarrollo de jerarquías e hizo aparecer líderes.
En lo político, la violencia ha sido clave para el establecimiento y mantenimiento de los Estados. Las guerras han redefinido fronteras y sistemas de poder. Imperios como el de Alejandro Magno, el romano, el mongol, el español, el napoleónico o el británico expandieron su influencia mediante conflictos armados. Por otra parte, la represión interna sirvió para consolidar su autoridad. Incluso movimientos emancipadores y revolucionarios, tal como ocurrió con la Revolución Francesa y las guerras latinoamericanas de independencia, hicieron que la violencia fuera percibida como legítima cuando respondía a demandas de justicia o libertad.
Como ya hemos insinuado, la violencia no solo se manifiesta físicamente, sino que tiene también dimensiones simbólicas que afectan a identidades colectivas. Tradiciones, mitos y rituales han glorificado a guerreros y batallas y la han incorporado a narrativas fundacionales. En muchos casos, esa construcción cultural ha servido para legitimar la continuación de conflictos y generar un legado que afecta al honor, a la defensa del territorio y, sobre todo, a la resistencia frente a invasores. Sin duda alguna, la violencia sufrida ha servido muchas veces como crisol en el que se ha forjado el temple y la personalidad de sociedades y pueblos que resultan ejemplares por su sacrificio para una humanidad en lucha permanente por su propia supervivencia.
Históricamente, la experiencia de la violencia ha obligado a sociedades y filosofías a reflexionar sobre su legitimidad y límites. Las consideradas como guerras justas, las propuestas pacifistas (Gandhi, por ejemplo) y algunos tratados internacionales modernos intentan regular su uso. Sin embargo, la persistencia de conflictos revela que las estructuras de poder, de desigualdad y de rivalidad no son capaces de encauzarla. Es obvio que la violencia en la medida en que puede ser instrumentalizada de forma positiva, es decir, como último recurso para la defensa del orden en una sociedad debidamente estructurada o como salvaguarda de un territorio o de una nación injustamente atacados, debe ser exclusiva de las fuerzas del Orden Público, razón por la que debería ser combatida en todas sus otras manifestaciones sociales. La guerra como ataque siempre será injusta, mientras que la autodefensa como tal no es guerra, razón por la que no solo puede ser justa, sino también obligada.
Debemos insistir en que la violencia, pese a su carácter destructivo, ha sido inseparable de la historia humana, pues ha servido para configurar mapas políticos, moldear culturas e incluso forzar reflexiones éticas. Por ello, resulta un fenómeno paradójico, pues su capacidad para transformar sociedades convive con el sufrimiento y la destrucción que provoca inevitablemente. Entender su importancia exige reconocer que la violencia no es un accidente en nuestra historia, sino una constante que ha moldeado la forma de ser y de organizarse de la humanidad. Pero, en sí misma, nunca dejará de ser un contravalor adherido al pacifismo y anclado, ciertamente, en el odio, pues todos los frutos que puedan atribuírsele son meramente circunstanciales, conforme al dicho latino de “intellectus apretatus, discurrit qui rabiat”, que bien podríamos entender como “la necesidad aguza el ingenio”.
Por lo que respecta a nuestra reflexión sobre ella y a su consideración como tercer jinete de nuestro particular apocalipsis, quedémonos con que toda violencia que no esté justificada, es decir, que no sirva para defenderse y mantener el orden social, corroe la convivencia humana, y, sobre todo, malbarata logros y siega vidas. Destruye y mata como un contravalor que nos clava sus dientes de muy distintas maneras. Su acción corrosiva va desde el uso de las armas de destrucción masiva hasta el acoso despectivo entre adolescentes, pasando por despojos económicos que envilecen y por indiferencias que convierten en ataúdes los lechos conyugales.
La guerra y la espada de que habla Jesús en los Evangelios debe entenderse como irrupción en nuestro propio interior de un Espíritu exigente que rompe lazos carnales para fortalecer nudos espirituales, que denuncia con contundencia todo contravalor para expropiar su fuerza en favor del valor correspondiente, que cambia nuestro proceder para reajustarlo a los angostos márgenes del sendero de la salvación en todos los ámbitos de nuestra vida. Cuando Jesús pide al joven rico que venda cuanto tiene y lo dé a los pobres para ser su discípulo no pretende que sea pobre y desdichado, sino que se vacíe de lo que realmente no vale nada a fin de llenarse de lo auténticamente valioso. De ahí que la “violencia evangélica” transforme nuestro interior para abrir en él espacios a los demás. De hecho, la eucaristía violenta nuestro ser al fermentarlo y cocerlo para transformarlo en pan de vida. Podríamos decir incluso que la “transubstanciación” del pan y del vino que los cristianos confesamos es un hermoso signo sacramental de tan sublime violencia.