María, referencia del discipulado para varones y a mujeres

En el mes de mayo se recuerda con especial interés a la Virgen María, por su aparición en Fátima el 13 de mayo de 1917. Al mismo tiempo, es común relacionar a las mujeres (y a las madres, especialmente, que también se celebran este mes, al menos en Colombia) con la figura de María, relación que trae aspectos positivos y otros no tan favorables.
Sobre lo positivo, por supuesto María, madre del Hijo de Dios, es mujer y podemos fijarnos en ella para tener un modelo, un espejo, una referencia para el seguimiento que buscamos hacer de Jesús. Sin embargo, la tradición mariana ha puesto énfasis en algunas actitudes de María que, miradas hoy, no han contribuido al desarrollo pleno de las mujeres. Algunas citas bíblicas que interpretadas adecuadamente significan una colaboración activa, por parte de María, al plan de salvación de Dios, al leerlas literalmente se prestan a fomentar actitudes de pasividad, resignación, silencio, aguante, etc. Por ejemplo, la respuesta de María al anuncio de ángel “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), olvida la pregunta que María hizo previamente “¿Cómo podrá ser eso, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34) y toma la palabra “esclava” en sentido literal de sumisión o falta de libertad y no de disposición, acogida activa a la propuesta divina. Otra cita del mismo evangelista nos presenta a María como la que “conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (2, 51), dando la imagen de esa actitud de silencio para toda mujer y más para toda madre que “obligatoriamente” ha de sufrir por sus hijos. El texto de María al pie de la cruz (Jn 19,25) se identifica más con el sufrimiento de todas las madres y no con la valentía de estar en medio de ese contexto de persecución y asesinato de su Hijo. Talvez las búsquedas actuales que tantas madres han hecho de sus hijos desaparecidos, casi siempre por fuerzas oscuras del Estado, podrían iluminar la figura de María al pie de la cruz porque las madres actuales no se callan, marchan, buscan incansablemente, denuncian a los posibles ejecutores de sus hijos y mantienen su memoria sin desfallecer, buscan justicia. Mirarlas a ellas nos ayuda a comprender mejor lo que debió ser la experiencia de María al pie de la cruz.
Al mismo tiempo, no se hace tanto énfasis en la María que proclama el Magnificat -canto de denuncia de las injusticias sociales y de anuncio de la transformación que viene de Dios de todas esas situaciones a través nuestro- (Lc 1, 46-55); o en María que salió presurosa a la región montañosa, a una ciudad de Judá a visitar a su prima Isabel (Lc 1, 39-40); o en aquella que interrumpe a Jesús para pedirle que solucione el problema de la falta de vino (Jn 2,3); o en la que va a buscarlo porque dicen que está salido de sí y se ha de guardar el honor familiar (Mc 3, 31ss); o en la María acompañando a la primera comunidad cristiana el día de Pentecostés (Hc 1,14). En la catequesis, la predicación, la doctrina, se han leído todos esos textos en el horizonte del “estereotipo de la feminidad”, muy identificado con las mujeres que han de ser abnegadas, con capacidad de sufrimiento, todo en aras de salvar el hogar, santificar al marido, entregarse por los hijos.
En las últimas décadas la figura de María se ha leído desde una adecuada exégesis y en el horizonte del feminismo, es decir, de mujeres con derechos, sin subordinaciones, sin recluirlas al espacio privado, con capacidad para ser protagonistas de su futuro, sin que la vocación a la maternidad de gran número de ellas, suponga renunciar a sus sueños y a su propia realización. Pero todavía esa imagen de María no está lo suficientemente arraigada en el Pueblo de Dios como para que contribuya a denunciar toda violencia contra las mujeres, a no permitir que sucedan más feminicidios ni que la mujer no tenga un lugar protagónico en la sociedad y en la Iglesia. Falta demasiado para que la fe acompañe la nueva forma de ser mujeres, movimiento que en muchos sentidos es irreversible (aunque no dejen de brotar movimientos que vuelven a encasillar a la mujer en el estereotipo de la feminidad reduciéndola al ámbito del hogar). Posiblemente en este mes podríamos hacer menos rosarios o altares y vendría muy bien una formación mariana que rescate a María de los estereotipos y nos la presente desde la exégesis bíblica y las lecturas mariológicas actuales.
Ahora bien, aunque María puede contribuir a esta nueva manera de ser mujeres, no es menos diciente para los varones porque ella no es referencia para las mujeres sino para todos los cristianos, varones y mujeres, ya que ella supo vivir el discipulado, siendo la primera discípula, a quienes todos en la Iglesia hemos de tener como referencia.
El pasaje de Marcos (3, 31ss) al que antes hacíamos referencia, nos habla de ese discipulado que Jesús le dejo claro a ella y a toda su familia: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? El que cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Y si María estuvo al pie de la cruz, no fue tanto en calidad de madre (sin dejar de serlo, por supuesto), sino de discípula, fiel a los valores del reino, aunque con esa cruz los quisieran destruir definitivamente. Por eso ella sigue en la primera comunidad cristiana y recibe al Espíritu Santo junto a los discípulos, todos ellos siendo esa familia del reino, no constituida por los lazos de sangre sino por la acogida de la buena noticia anuncia por Jesús.
Mayo no es pues el mes de las mujeres al recordar la figura de María. Podría ser el mes del discipulado que María supo vivir, siendo ella espejo, modelo, referencia para todos los creyentes, varones y mujeres.