Pensamiento breve pero bravo

(Pensar por lo breve)

“Pensar por lo breve” es una Antología de la aforística española de entresiglos (1980-2012), recopilada e introducida por el prof. José Ramón González, oriundo de México pero afincado en la Universidad de Valladolid. Así que han tenido que venir de fuera para valorar convenientemente a los aforistas españoles, esos escritores del pensamiento breve pero bravo. Yo pensaba que éramos 10 o 12, y resulta que somos 50. Obviamente el problema de tal Antología está en la elección de los aforistas (echo de menos a F. Arrabal) y en la selección de sus aforismos (echo de más algunos aforismos de aluvión). Sin duda el criterio al respecto debe ser la aportación existencial.

Lo más importante de este libro tan incisivo y original es que por primera vez se toma en serio nuestra aforística, se estudia y se articula. Habría dos tendencias aforísticas netas, la aforística filosófica y la aforística literaria, pero quizá el aforismo más interesante sea el filosófico-literario, un tipo de lenguaje “senti-mental” que funde sentimiento y mente. Esta aforística filosófico-literaria es una síntesis de prosa y poesía, que cabría denominar “proesía”, cultivada por Laotsé y Heráclito, Sócrates y Marco Aurelio, Kempis y Pascal, La Bruyère y La Rochefoucault, Gracián y Schopenhauer, Renard y Rivarol, Nietzsche y Cioran, Bergamín y Carlos Edmundo de Ory (con el que comienza esta Antología)…

Los aforismos son pensamientos cortos y cortantes, breverías o máximas mínimas, “aflorismos” procedentes de un aforismar que hace aflorar el fondo del mar. Yo mismo he definido la aforística como al “aforo” de lo desaforado por falta de fuero o foro. La aforística trata de apalabrar el mundo en sus vivencias, elevando la anécdota a símbolo, recuperando las afueras del ser (“afuerismos”). De la aforística clásica, más sentenciosa, hemos pasado a la aforística posmoderna, más contenciosa. Pero en todo caso, el aforismo es un pensamiento pregnante de significación y preñado de sentido vivido o vivencial –vívido-, con una secreta intención sapiencial, tal y como se muestra en su intensión o intensidad coagulatoria de tipo lapidario. Pues es propio de la aforística y su ars alquímico-hermético-hermenéutica coagular lo volátil y volatilizar lo coagulado.

Ahora bien, la sabiduría consistiría en este nuestro mundo inconsistente en hacerse paradójicamente el tonto, precisamente porque no sabemos lo suficiente y somos lo suficientemente tontos. De ahí la exacerbada afirmación aforística de la finitud del tiempo y la confinitud del espacio a asumir, así como la búsqueda de algún referente o referencia vital, de algún consejo o conseja existencial, de un moto que nos mueva, de una adagio que nos conmueva, de una cita que nos concite o de un lema que nos renueve. Estamos en el año 2013, en plena crisis global, y hemos tomado conciencia de que la existencia implica radicalmente la dexistencia. Desde siempre la aforística pretende ser veraz, pudiéndosela definir como el desengaño de nuestro engaño mundano, en nombre de una autenticidad afilada y sutil. Pues la vida es el laberinto del que no escapa nadie con vida, como nos recuerda la poesía contemporánea de A. Gamoneda a J.L. Rodríguez García. La respuesta a tal encierro o encerrona existencial es el llanto o la risa, o más bien el llanto y la risa (a lo Espronceda).

(Pensar por lo bravo)
Pero pasemos ya revista directa a nuestra Antología. Esa visión oblicua y claroscura de la existencia que comentamos, es una visión melancólica e incluso pesimista, ya que como dice sin rodeos ni ambages M. Neila:

“el pesimismo es sincero, mientras que el optimismo es fingido” (pág. 165).

El problema es que, según Ramón Andrés, los pesimistas acaban siendo auténticos creyentes, aunque el propio autor acaba propugnando un cierto quietismo, una creencia o actitud desasida:

“ser un quietista, un dejado, un abandonado” (p.221).

Por una parte, el pesimismo es creyente hasta el extremo de creer en Dios, por otra parte si Dios no existe resulta imperdonable, como afirma C.E.de Ory:

“Era tan pesimista que hasta creía en Dios.
Si Dios no existe no se lo perdono” (90-1).

Curiosamente el pesimismo propio de nuestro aforista no le lleva a creer en el diablo, como sería lógico, sino en Dios, al que no le perdonaría su inexistencia. El motivo estriba en que, como añade el propio C.E. de Ory, la cuestión existencial es tema del corazón y este no se basa en la razón histórica, sino en el sentido ahistórico. Así que el corazón trasciende la historia hasta rayar en la histeria, por eso R. Martínez-Conde busca argumentos pseudoracionales para disimular su auténtico miedo irracional:

“¿Con qué argumentos disimularé hoy el miedo?” (159).

Al fondo de semejante miedo o temor fundamental ante la vida y la muerte, se halla la soledad desolada y desalada, sin mar ni puerto, propia del solitario encausado por A. Guinda:

“Solitario: necesita compañía y es incapaz de acompañar a nadie” (145).

El solitario que solemos conocer es el que se siente solo porque no está acompañado, pero el solitario auténtico es un solitario radical que no está acompañado ni puede acompañar a nadie. Aquí hay una autoconciencia radical del hombre por el hombre, en nombre de la autenticidad aforística mentada por Martín Mercader. Se trata de una soledad culpabilizada socialmente, que empero encuentra su desculpabilización antisocial en la dramaturgia de la vida, cuyo sentido resulta tragicómico:
“El deseo es cómico, la inteligencia dramática, el sentido es trágico” (R. González Verdugo, 302).
Incluso el Dios que introyecta nuestro deseo íntimo de trascendencia, está lastrado de inmanencia e imperfección, como dice Camilo de Ory, ya que retrata un ideal demasiado real o realista:

“Dios, el ideal del hombre, esto es, la imperfección llevada a su expresión más perfecta” (316).

Detrás de la dramática tragicomedia de la existencia está la vida coaligada con la muerte. El recopilador de nuestra Antología aduce al respecto mi propio aforismo, según el cual “la vida nos refuta”, pero habría que completarlo aquí así:

“La vida nos refuta: la muerte nos confuta” (141).

La consecuencia de semejante visión hiporreal o subrreal de la realidad, nos conduce de nuevo a la soledad metafísica, concitada por F. Menéndez, ahora acompañada tragicómicamente por la escisión del propio yo, aducida por el lacaniano Angel de Frutos Salvador:

“Cuán solos, irremediablemente solos, he aquí la verdad de los aforismos” (197)

“El yo dividido: y, o” (188).


(Solución o absolución)

La solución a semejante encrucijada aforística parecería llevarnos directamente a la disolución del juego del mundo, pero resulta más acertada su conjugación: conjugación de lo trivial y lo esencial, de lo cómico y lo trágico, del propio juego y su trascendencia, como afirma R. Pérez Estrada. Por su parte M. Neila propugna conjugar lo fugaz o evanescente y lo permanente o recurrente: el aforismo sería el “arte de la fuga” que consigue aunar estos contrarios, así como compartirlos simbólica o unitariamente, como apunta Carmen Camacho:

“Por compartirme, aunque sea conmigo. Por eso escribo” (320).

El caso es que, como estamos comprobando, conocer lo real provoca al hombre dolor, pero sería factible reconvertir el dolor en melancolía, suavizándolo así a través del simbolismo, ya que la metáfora puede ser metamorfósica:

“Un mundo simbólico es un mundo de melancolías” (Fran Molinero, 192).

“Por la metáfora a la metamorfosis” (Angel de Frutos, 186).

De esta guisa el aforismo puede articular fragmentariamente un mundo desarticulado, por cuanto encarna lo suelto o absuelto, como dice E. Trías, así pues la absolución simbólica de nuestra real condena existencial. O el aforista como un florista que recoge florilegios con flores de todos los colores y olores, que de este modo se acompasan o complementan en un ramillete variopinto y plural, a modo de arco-iris imaginal que todo lo asume en su cromatismo articulado.

Precisamente acabo de estar en una exposición de poesía y pintura de Raúl Herrero, en la que su pintura distorsiona lo real y su poesía retorsiona el lenguaje a su fluencia surreal. Distorsión y retorsión parecen converger en un mismo apunte aforístico que podríamos formular así: “no aferrarse a este mundo de dolo”. Y es que tranquiliza saber, como sabía Camus, que esta vida no tiene sentido, cuando nuestra vida tampoco lo obtiene. Mal común consuelo de todos, dice el refrán popular, aunque mal de tantos consuelo de tontos. Y, sin embargo, como ya adujimos, el sabio es aquel que se hace el tonto porque no sabe lo suficiente pero es suficientemente tonto. Frente al que quiere salvarnos del miedo o angustia de la vida superándolos, como quiere Luc Ferry, se trataría de asumirlos supurándolos críticamente. A esto viene mi final “proesía” sobre la vida y su desvivirse, en el que se presenta la solución final como disolución inicial o iniciática en el Todo-nada (un símbolo vacío o vaciado del Dios mentado):

(DES)VIVIR

Vivir es ruinoso
un cataclismo
amanecer oscuro
y atardecer temprano
reír por no llorar
llorar por no morir
huir.
Vivir es un dispendio
disolución de fuerzas
resolución de fuegos
fatuos
ensimismarse y abismarse
ajarse.
Vivir es espasmódico
conjugación de genes
y de memes
conspiración de memos
disfunción de funciones.
Vivir es lastimero
el estruendo del ruido
y el ruido del silencio
ruindad
del hombre bajo las estrellas
estrellado.
Vivir es compulsivo
impulso ciego aciago
pulsión de moratorias infinitas
fracaso y tedio
duelo y dolo.
Vivir es veredicto
querer ser y no ser
querer y no poder
estar de paso transitoriamente
entre la resistencia
y la desistencia.
Vivir es desvivirse
entre la existencia
y la dexistencia:
vivir es desvivir
desvivir es morir
morir es desistir
desistir dexistir:
autoasumirse al fin
absorberse sin fin
absolverse por fin
abandonarse en fin
extasiarse en el fin.


(Bibliografía mínima)
-Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. Antología (1980-2012), edición de José Ramón González, Trea, Gijón 2013.
-Para el trasfondo puede consultarse A. Ortiz-Osés (La herida romántica), Luc Ferry (Saber vivir), A. Gamoneda (Edad), J.L. Rz. García (Pentateuco), Luis Beltrán (La risa), Raúl Herrero (Trenes salvajes).
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