Cantemos al amor de los amores
Entre el 23 de Junio y el 1 de Julio de 1911 se celebró en Madrid el I Congreso Eucarístico Nacional. Los Congregos Eucarísticos nacieron en Francia, celebrándose el primero de ellos en Avignon en 1876, pasando a otras ciudades de Europa, con una periodicidad entre 1 y 3 años. El anterior al de Madrid se celebró en Montreal en 1910.
Para situar el Congreso en su contexto político y social recomiendo el artículo publicado en "La Aventura de la Historia" de este mes.
Fue un acontecimiento extraordinario. La Basílica y Monasterio de San Francisco el Grande fue el lugar elegido para las reuniones y exposiciones temáticas, teñidas todas de un carácter social a la vista de cariz que cobraba el movimiento obrero.
El carácter ultraconservador del Congreso choca incluso con las posiciones más tolerantes y abiertas tanto del Cardenal Merry del Val, nuncio, como del propio papa Pío X. Para muestra un botón, como este consejo a los obreros:
"...renovar la frecuente comunión particular de obreros y patronos como medio eficaz de perfeccionamiento individual, el cual es a su vez base de mejoras en las familias y fundamento de verdadera armonía entre las distintas clases sociales"
El último día, 1 de julio, hubo una procesión solemne que recorrió la columna vertebral del Madrid antiguo. La procesión siguió el trayecto que va entre San Jerónimo, subiendo hasta la Pza. Cibeles para llegar por Alcalá, Puerta del Sol y Calle Mayor al Palacio Real con altares y arcos de triunfo a lo largo del recorrido.
No es mi propósito extenderme en el fenómeno social que supuso este acontecimiento, tratado de manera más profunda en el artículo citado de "La Aventura de la Historia sino referirme a otro asunto, el devenir de los músicos coetáneos. El Congreso pasó, la sociedad lo olvidó pronto y quizá lo único que consiguió salvarse del naufragio fue el conocido himno "Cantemos al amor de los amores", que no ha desaparecido de la memoria de los fieles ni ha dejado de cantarse desde entonces. La razón de su pervivencia estriba en la incuestionable calidad musical de la obra.
Con relación a este himno cuentan una anécdota curiosa ocurrida en San Jerónimo el Real. Al finalizar una ceremonia solemne, presente el rey Alfonso XIII, hubo un momento de tirantez --de silencio-- sobre qué obra final interpretar, si la Marcha Real o "Cantemos al amor de los amores", apropiada ésta a la ceremonia. El organista titular era reacio a interpretarla y fue el mismo rey el que preguntó entre extrañado e indignado por qué no se interpretaba el himno "Cantemos al amor de los amores". El porqué no quiso en un principio tocar dicha pieza el organista de San Jerónimo, en ese tiempo Antonio Trueba, fue la rivalidad existente entre él y el de San Francisco, Ignacio Busca de Sagastizábal, que era el autor de la música.
Busca de Sagastizábal nació en Zumárraga en 1868. Allí tiene dedicado un parque y un busto. En Madrid, donde completó su formación musical, ganó la oposición a organista en San Francisco el Grande (1925) tras haberlo sido de Santa Bárbara. Su obra profana para voces y orquesta todavía se sigue interpretando. El inicio de la Guerra Civil también fue para Busca un trauma personal y familiar.
Músicos, organistas, cantores, instrumentistas... Ha sido éste un colectivo de trayectoria desconocida u olvidada en la historia reciente, no sólo eclesiástica sino, lo que es peor, musical.
La Iglesia, entre otras cosas dignas de reseñar, ha sido un patrono importante de músicos. En los años en que la zarzuela, los sainetes musicales, las tonadillas... proliferaron, había un colectivo que vivía, y vivía muy bien, gracias a las celebraciones litúrgicas. Con el añadido de que no era necesario ningún Ministerio de Igualdad para que mujeres y hombres tuvieran la misma consideración laboral: un cuarteto vocal no es tal si no hay, junto a tenores y barítonos, sopranos y contraltos.
Pero este colectivo musical no ha tenido la consideración posterior que se merece. En el siglo XIX las composiciones para solistas, coro, orquesta (grande o reducida) de Román Gimeno, Ignacio Ovejero, Felipe Gorriti, Vicente Goicoechea (sobrecogedor su Christus factus est), Antonio Alvarez (no el compositor de "Suspiros de España" sino "el otro", el del Te Deum o Lamentaciones), Mercé, Justo Blasco, Paulina Cabrero, Rodríguez de Ledesma (biografía comparable a la del poeta Espronceda), Sofía Vela de Arnao (se conserva un retrato suyo de Madrazo en El Prado) y tantos otros, tienen una enjundia compositiva bastante superior a muchos otros, celebrados hoy por sus zarzuelas.
La actividad de cantantes, instrumentistas y compositores era frenética, con servicios religiosos solemnes y prolijos donde se interpretaban y estrenaban obras de gran interés tímbrico, armónico y melódico, con atrevidas disonancias, giros melódicos más propios de un teatro que de un coro catedralicio. El "Motu proprio" de 1903 puso un poco de orden en todo este galimatías compositivo.
No digamos nada de la generación perdida de músicos anteriores al Concilio Vaticano II, que fue el que, de golpe, barrió a todos ellos. Los hermanos Iruarrízaga, Moisés Baylos Albéniz (primo del famoso Albéniz), Nemesio Otaño, Ignacio Prieto (murió de avanzada edad en 1980), Eduardo Torres, Norberto Almandoz, Luis Urteaga (con soberbias obras para órgano), Sancho Marraco (su misa todavía se sigue interpretando en alguna que otra ocasión solemne en pueblos de España)... y el citado Ignacio Busca de Sagastizábal. Esta música, de carácter religioso, ha caído en el más absoluto olvido a la par que la práctica que les daba vida. Pero no su calidad y altura.
Cada uno de ellos disfrutando de una vida laboral desahogada, ligada a un templo determinado.
El recuerdo de todos estos compositores, en cierto modo estafados (como dice Tomás Marco) por el Concilio, nos deja un poso de melancolía y tristeza, porque sus obras están ahí, muertas para lo que nacieron pero vivas para quien quiera deleitarse con ellas. Aún así, fuera del ámbito y circustancias para las que nacieron, no tendrían la expresividad añadida que el templo les otorgaría.