Corpus Christi (1) Comerse a Dios es de lo más normal.
El Corpus es la gran fiesta de la Eucaristía, la fiesta de la Gran Comida, del Gran Manjar, como dicen los cantos de este día. Pero lo que implica es demasiado fuerte, porque el manjar es Dios mismo. Si se dice “teofagia” suena más civilizado que la vulgaridad de “comerse a Dios”. Viene a decir lo mismo, pero el término "teofagia", por ser más culto, evita el espanto que tal imaginación pudiera causar en el más pintado. Aun así, ninguna persona que se precie de racional y civilizada admitirá tal cosa sino en su sentido más simbólico y metafórico.
Ya en artículos muy pasados hemos incidido en este asunto con abundantes comentarios al respecto, no todos ellos con el sosiego y la mesura que el tema requiere. Lo expresen como lo expresen, todas las culturas han creado este “mitologema” y posiblemente la más audaz de todas, la cultura cristiana.
Ha sido la teología cristiana, esa que comienza con Pablo de Tarso, la que ha tenido la osadía de hacer hombre a todo un Dios; luego lo ha hecho que perdiera la vida para salvar la de los hombres, algo de todo punto irracional; a continuación, el summum del desbarajuste mental, lo ha encerrado, sí, encerrado, en un prensado de harina y agua con forma de “forma” al conjuro de un sortilegio pronunciado por humanos, un poder que se han auto concedido a sí mismos determinados personajes para realizarlo cuando les peta.
Es otra forma de ver las cosas, desde luego, de manera más simple y resumida, pero ésa es la esencia del asunto. Recubrir todo eso con hojarasca de palabras, miles, millones de palabras, con gruesos libros de encumbrada teología, no hace otra cosa que ocultar lo que con sencillas palabras puede decir el fiel más humilde: los hombres encierran a Dios para comérselo. ¿Mitología? ¿Psicoanálisis? De todo un poco.
Lo más tremendo del asunto es que hay personas, muchos, muchísimos, que creen que todo eso es verdad. Creen lo que les dicen, confían en la palabra de supuestamente encumbrados personajes… Mientras las confesiones protestantes sólo admiten el “haced esto en conmemoración mía” y los rituales mistéricos celebraban la teofagia como un mero símbolo, la Iglesia católica cuando habla de “consagrar” está hablando de realidad: el pan y el vino, por lo que llaman transustanciación, se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo. Conversión radical. Pero “fenómeno”, hecho, suceso, acontecimiento --¿en qué categoría encuadrar la transustanciación?—inventado, puramente inventado.
¿Por qué creer lo que dice la Iglesia Católica? ¿Cómo una mente normal puede aceptar algo que supera todos los límites de la razón y que, aun aceptando lo que en los Evangelios se dice, tiene tanto fundamento evangélico como lo contrario? ¿No les da que pensar a los que piensan algo por qué determinadas ramas del cristianismo dicen otra cosa bien distinta a lo que la Iglesia afirma?
Tampoco se olvide que “eso” de la transustanciación, que es dogma fundamental en la Iglesia, no se definió como tal hasta siglos, muchos siglos después, de nacido el cristianismo. Fue el Concilio de Trento, dieciséis siglos después de Cristo, el que definió la doctrina a creer aunque, dicen, tal doctrina ya se creía en el siglo IV. Aun así, no fue fácil su definición, necesitó muchas sesiones conciliares; supuso centenares de libros, a favor y en contra; generó herejías, cismas y disensiones en el seno de la Iglesia; supuso, y esto es más grave, la persecución e incluso muerte de muchos miles de personas…