Cristovao Ferreira (Portugal, 1580- Japón, 1650), un jesuita honrado (aunque a la fuerza).

Lógicamente cada Iglesia, secta, partido político, ideario, hermandad, tribu, círculo de amistad... ensalza a sus santones como estandarte testimonial de sus ideas. No procede presentar en la propia sociedad a quienes las discuten; menos, a quienes hacen befa de ellas o las denuestan.

Pero, como siempre hemos dicho aquí, para conocer la verdad necesario le es a uno tener el conocimiento de razones para la misma y sus contrarias. Ni más ni menos que el sistema imperante en los ámbitos judiciales. Difícilmente puede suceder eso cuando el individuo buscador de la verdad se mantiene fiel e intransigente respecto a las ideas que lo embargan. Son indiscutidas por indiscutibles.

¿Qué puede hacerle cambiar de opinión? ¿Quizá la misma fuerza que ellos quisieran emplear para convencer de su verdad? Eso sucedió con Cristovao Ferreira. A otro nivel de convencimiento, asistimos a la misma dialéctica en este reducido ámbito de opinión: no es posible razonar con el integrista. Cualquier argumento o dato en contra será para él motivo de reafirmación. Pero no con ideas nuevas o razones.

Dejémonos de consideraciones piadosas, que nadie más piadoso que el personaje que hoy nos trae, porque ahí tenemos al nunca celebrado por las huestes del de Loyola, Cristovao Ferreira, otro Francisco Javier en tierras del Japón. En cinco "tensas" horas --omito el cómo-- enfrentado a quienes lo capturaron, fue "convencido" del error en que estaba: a sus 53 años abjuró de su fe y se dedicó a combatir la "superchería". Aquel "allí donde fueres, haz lo que vieres", parece ser que le convenció más: cambió su nombre por el de Sawuano Chuan, se hizo budista, miembro de la secta Zen, se casó y vivió feliz y contento hasta la provecta edad de setenta años.


Publicó numerosas obras... curiosamente adelantándose en más de cuatrocientos años a lo que en este blog y otros similares --hoy sin necesidad de perder manos, lengua, ojos o cuello-- se publica: que este mudno no ha sido creado por ningún dios; que el alma es tan mortal como el cuerpo; que eso de infierno, paraíso, predestinación son cuentos chinos; que lo del pecado original es otro invento para asustar a los niños o controlar a los adultos; que los Diez Mandamientos son una estupidez de la mente humana a la par que impracticables; que el Papa de Roma no deja de ser un personaje a la par deshonesto y colérico...

Y sigue despotricando contra el estipendio por misas, contra las indulgencias, la excomunión, los preceptos eclesiales de no comer tal o cual cosa; pasa luego a hacer mofa de la virginidad de María, de los Reyes Magos, como tonterías creídas. ¿La resurrección? Un cuento irracional, digno de risa, además de un engaño. Y los sacramentos, sobre todo el de la confesión, una sandez. Y, como resumen de todo, la religión: un invento de los hombres para tener poder sobre los demás.

Sin comentarios. Como punto añadido de meditación este breve texto inicial de su obra "La superchería desenmascarada" (no se publicó hasta trescientos años después de su muerte):

Viendo el mundo a nuestro alrededor, vemos que todo está dotado de naturaleza y mérito propios; pájaro o bestia, insectos o peces, hierba o árbol, tierra o piedras, el aire o el agua, cada uno tiene su calidad natural y su mérito. Todo esto es obra de la Naturaraleza. El hombre está a la cabeza de toda la existencia y el Cielo ha dotado a la humanidad con las facultades naturales de la caridad, la justicia, la decencia, la sagacidad


¿Por qué ataque tan despiadado contra la propia fe que anteriormente había sido el alimento de su vida? ¿Cómo fue posible tal cambio de actitud en quien había sido "jefe" de la misión jesuítica, provincial nada menos y profesor de Teología en Campolide? ¿No podría, al menos, haber callado para siempre sin comprometer a su anterior Societas Jesu?

Por cierto, ¿cuántos como él? No se sabe, sólo se sabe de los mártires fervorosos. Quizá los que fueron convencidos como Cristovao, quizá, digo, superarían en número a los que dicen testigos de la fe. En Japón hubo muchos aunque ahora vendrán con la Historia de los Jesuítas en Japón a poner nombre a los crucificados de la imagen primera, los mártires de Nagasaki.

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Recomendación: "Silencio", de Sushaku Endo. Ed. Sígueme, 1966.
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