Del Evangelio de Jesús al Evangelio de Pablo: un cambio cualitativo /3

Lo que se hace por obligación, no se hace por amor (Kant)

El deber de amar es un absurdo (Kant)

Es evidente que la promesa de ese reino teocrático, anunciado por los antiguos profetas y por el propio Jesús, quien se consideraba un heraldo del mismo, unía de forma indisociable religión y política, junto con elementos morales, referidos a la conversión y a un exigente cambio de conducta, cosechando buenas obras para poder entrar en ese reino, cuya llegada era inminente.

Los cuatro evangelistas, sin embargo, llevan a cabo una despolitización del mensaje escatológico de Jesús, dando prioridad a los contenidos morales y religiosos, lo que en el Cuarto Evangelio adquiere incluso un carácter místico.

La mayor parte de los investigadores contemporáneos dan primacía  a la imagen histórica de un Jesús profeta apocalíptico y escatológico, que es la visión dominante a partir del s. XVIII, desde H. S. Reimarus, pasando por J. Weiss, A. Schweitzer, A. Loisy, Ch. Guignebert, S. Brandon, E. P. Sanders, Bart Ehrmann, D. Allison y otros muchos investigadores de diferentes tendencias ideológicas, confesionales y no confesionales.

En la predicación de Jesús los aspectos morales ligados a la conversión no constituyen el tema nuclear de su “buena nueva” o Evangelio, sino solo un medio para alcanzar el fin, que es la entrada en el futuro reino. En Mateo, el discurso del monte sobre las bienaventuranzas lo expresa claramente: la pobreza, por ejemplo, no es valorada por sí misma, como hacen algunos teólogos actuales, sino como medio para poseer el futuro reino, cuya llegada es inminente, no pospuesta al final de la historia.

La misma idea aparece en las parábolas de los operarios en la viña, la de los talentos o minas, donde la conducta meritoria de cada uno en orden al juicio final es valorada por los frutos de las propias obras, lo que se opone a la futura tesis luterana de la sola fides, es decir, la sola fe como condición necesaria y suficiente para  la salvación, sin el apoyo de la razón, lo que equivale a la fe fiducial del fideísmo.

También los preceptos básicos de la Ley judía, el amor a Dios de todo corazón y el amor al prójimo como a uno mismo, son medios para alcanzar la recompensa final. En términos kantianos, los preceptos morales de Jesús son imperativos hipotéticos, no categóricos, pues mandan de forma condicional, no de forma absoluta o incondicional, por estar orientados a premios y castigos. 

Son puros medios para alcanzar la recompensa o evitar el castigo de la eterna condenación, mandatos propios de una moral heterónoma, es decir, teónoma, pues la ley moral emana de la voluntad divina: es bueno lo que Dios manda y porque su voluntad lo quiere, no porque sus mandatos sean racionales (fiat voluntas tua= hágase tu voluntad). Este voluntarismo moral del judaísmo y más tarde del cristianismo se contrapone de forma esencial al intelectualismo de la ética griega, presente en sus diversas escuelas, desde Sócrates a los estoicos y epicúreos.

Tampoco el amor es un fin en sí, ni es el tema central del mensaje de Jesús como tradicionalmente se viene afirmando, especialmente a partir del tardío Cuarto Evangelio y de las cartas de Juan, distantes muchos años de la predicación de Jesús y con una teología muy diferente a la de los tres sinópticos. La tesis del amor como núcleo de la moral cristiana fue subrayada por la teología de Agustín y retomada por la teología de Joseph Ratzinger, el “pastor alemán” y guardián de la ortodoxia durante años,  en su encíclica Deus caritas est, donde diferencia el amor cristiano (agápe) del amor griego (eros).

Pero Jesús no fue cristiano, sino judío y el precepto del amor a Dios y al prójimo procedía de la Ley judía, de modo que el amor no era un fin en sí (un imperativo categórico kantiano), sino un puro medio para entrar en el reino.

El amor, como afirma Kant, no es una obligación, sino una invitación. Jesús se refería al evento del futuro reino con el símbolo de un gran banquete nupcial (deîpnon méga) o un gran festín (Lc 14, 16-24) al que se invita a los comensales, lo que implica la idea de abundancia de bienes materiales, no solo espirituales, muy de acuerdo con la tradición judaica.

También en el canto del Magnificat, con una inversión de valores, se promete a los hambrientos ser colmados de bienes (Lc 1, 53). En algunas parábolas se recomienda estar vigilantes, como el siervo fiel que espera a su señor o como las vírgenes prudentes que esperan al esposo con sus lámparas bien surtidas de aceite (Mt 25, 1-13).

Ese reino implicaba inclusión para los elegidos y exclusión para los demás, pues el dicho de que “muchos son los llamados y pocos los elegidos” pertenece de forma verosímil al Jesús histórico. En el relato citado del evangelista Lucas, ante el poco éxito de la invitación al banquete mesiánico, aparece la problemática idea de obligar a entrar a los comensales (compelle intrare en la Vulgata), lo que Agustín interpretaba como la justificación bíblica de la persecución de herejes llevada a cabo durante siglos por la jerarquía eclesiástica con el apoyo del poder político.

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