Historias, historietas e interpretaciones.

El eterno contencioso sobre la realidad del mensaje. 

Es imposible que el sentido común pueda contender o se imponga frente a aquellos que están dispuestos a creer en muertos que salen del sepulcro, muros que se derrumban ante un griterío, paralíticos que andan, lluvia de sapos o enfermos de hemorroides que al solo contacto con el manto del gurú quedan curados.

¿Será necesaria otra actitud en los incrédulos racionalistas que todo lo ven con los ojos del sentido común, habiendo otras formas de interpretar la vida? Quizá estemos equivocados nosotros, quizá debiéramos hacer un acto de humildad quienes intentamos regirnos por el sentido común o simplemente por lo que nos dicen los sentidos, quizá así pudiéramos encontrar sentido al hecho de que una simple palabra cura una enfermedad largamente soportada. Es decir, pensar en la palabra terapéutica y el gesto milagrero.

Que la palabra cure es algo fácil de entender y admitir; que se den hechos extraordinarios en la naturaleza también se puede entender, ¿pero hasta el punto de que con tanta frecuencia y del modo más grosero se conculquen las leyes naturales como son los milagros todos que aparecen en esos libros fantasiosos llamados Evangelios y en las vidas de santos (del muy pasado, claro)?

La contestación de los crédulos fieles de base, contestación que siempre es respuesta inducida y no cosecha propia, es que los Evangelios ni son textos históricos o relatos de hechos reales sino textos sagrados, religiosos… Es una respuesta que evidentemente no dice nada. Una respuesta para auto convencerse. Que, en la otra acera, busca evidencias sobre la naturaleza de esos textos,  por qué esos textos son sagrados, qué les hace distintos, sin respuestas que generen todavía más preguntas.

Otros creyentes hay que dan cuenta del carácter ejemplarizante o fabulador de los Evangelios y afirman que dichos textos han de ser interpretados de otra manera (¡cuántas homilías de los Santos Padres encontramos con interpretaciones simbólicas!) y que lo importante es el mensaje salvador o moral que contienen.

Aún así, la inmensa mayoría tanto de fieles como incluso de los pastores de la Iglesia dan consistencia real a los sucesos del Evangelio: fue real la conversión de agua en vino en Canán, fue real la disputa con los doctores del Templo, real la huída a Egipto posterior al mensaje del ángel, real el despeñamiento de la piara de cerdos, real la transfiguración, real la subida al cielo hasta ocultarlo una nube, real el estrépito del Espíritu Santo cuando llegó… Ese pie de la letra no presupone mensajes de segunda mano. 

La respuesta lógica que pueden recibir, comparando relatos con relatos y novelas con novelas, es de la misma entidad que la suya: ¿y los textos de Homero no pueden tener el mismo carácter “real” de los Evangelios? ¿Y cómo interpretar los “trabajos de Hércules”?

No, la única opción interpretativa posible para cualquiera que tenga un mínimo de sentido común es que los textos de los Evangelios hay que leerlos con el mismo criterio con que se lee la prosa novelada de la antigüedad, es decir, dejarse llevar por la pura fabulación sin entrar en disquisiciones racionales. O sea, buscar el significado patente o profundo de lo que en tales fabulaciones literarias se dice, especialmente si estos textos difunden un contenido también moralizante.

Pretender que esos hechos milagrosos confirman la naturaleza divina del actor es deducir demasiado. Igual de divinos pueden ser Buda, Mahoma o Ulises.

Esa actitud mental es bien conocida en la literatura e incluso en la psicología: se trata del género “performativo”. En palabras del filósofo, el enunciado crea la verdad. Poco importa que los relatos bíblicos se ocupen o no de la verdad, de lo verosímil o de lo indiscutible. Es el mismo lenguaje, que necesariamente tiene que ser revelado, el que al afirmar, crea lo que testifica. Con el agravante de que al pasar los siglos, esa verdad es de fe, es decir, de obligada creencia.

Los sacramentos son ejemplo típico del lenguaje “performativo”. “Yo os declaro marido y mujer”; “tus pecados te son perdonados”; “esto es mi cuerpo”… ¿Realmente sucede todo lo que dicen? Nadie lo sabe, ni siquiera los que así lo creen, pero al creerlo se hace realidad.

Desde luego que todo es muy maravilloso, es muy consolador que lo divino se haga humano y viceversa, es reconfortante que el dios escondido se haga realidad en las especies de pan y vino, es un alivio que sepamos que ese dios está presente entre nosotros con sólo traspasar las puertas del templo, que podamos hablarle y que nos escuche… Lo malo es que es mentira. Por eso, ¿merece la pena siquiera creerlo? ¿Merece la pena perder un minuto de nuestra corta vida en creer y crear entelequias? ¿Vivir permanentemente en la etapa infantil de nuestra vida?

Allá cada cual, pero el concepto que se puede tener de todos esos creyentes que van por la vida creando fantasmas con su credo, es sencillamente despreciativo. Menos mal que la inmensa mayoría de los creyentes lo son a medias, a tercias o a décimas. Los que siguen las pautas en plenitud o son beatos plenamente entontecidos o fanáticos desquiciados.

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