Hoy la religión “dice” poco.

Ya los números pueden ser indicativos de la relatividad o “relativismo” que afecta al hecho religioso, vertebrado en torno a ésta o esotra religión, todas con su pretensión de verdad absoluta. 

Según dicen, y por referir datos en cifras redondas, hay 10 religiones “serias” a cuyo entorno giran unas 10.000 sectas, seis mil de las cuales proliferan en África. No se puede obviar el dato de que en el muy avanzado país de EE.UU. hay más de 1.200 sectas. 

El cómo y el porqué de las religiones están más o menos claros: miles y miles de estudios lo avalan. Queda, sin embargo, en el aire la eterna pregunta sin posible contestación que asalta tanto a los fieles practicantes como a las personas normales: ¿para qué la religión? 

1) ¿Para salvarse?

2) ¿Para ser buenas personas?

3) ¿Para aquietar la conciencia?

4) ¿Para superar la angustia vital?

 Si la respuesta fuera afirmativa, resultaría difícil de comprender por qué en los países adelantados (en educación, en economía, en bienestar) la religión va cediendo lugar y por qué tanta gente ha perdido la devoción hacia la práctica religiosa que antes constituía un “modus vivendi” generalizado. Debería ser al revés, cuanta más instrucción y educación mayor penetración y conocimiento de "lo que nos salva".

 Es difícil separar lo que es simple opinión, basada en la observación, de lo que es la realidad, pero es opinión compartida por todos, de que para ser buena persona, para ser honrado, para ser responsable… no hace falta ser “religioso”. Religioso en el sentido amplio y vulgar del término, es decir, practicante de los ritos religiosos: acudir a la iglesia, asistir a misa, comulgar, etc.  

En términos generales, tampoco la religión tiene mucho que ver en lo que hace relación a la calidad de vida, aunque también es verdad que otro de los factores “atractivos” de la religión ha sido el elemento artístico inherente: la Iglesia durante mucho tiempo ha sido la detentadora de la cultura, del arte, de la literatura… que también son constituyentes de la “calidad de vida”. Su música, sus relatos, su poesía, el misterio encerrado en piedras, las historias visuales de sus pinturas, todo eso resultaba y resulta seductor para cualquier persona cultivada. 

Uno de los efectos benéficos que ha reportado el mayor nivel educativo es la distinción que los mismos creyentes hacen entre fe en Dios, creencia en Dios, religión… y representantes de Dios o Iglesia: es el tópico tan oído de “yo sí creo en Dios, pero no en los curas”. Esa aserción de los sacerdotes –intermediarios de Dios-- inculcada hasta el tuétano en otros tiempos, de que para obtener el favor de Dios el fiel creyente debía oír la voz de sus representantes en la tierra, ya no se mantiene en pie. Sí, eran otros tiempos. Se añadía el hecho de que, en un ambiente general de analfabetismo, el sacerdote era uno de aquellos que “tenían carrera”, que poseían “la información”, que incluso tenían contacto directo con Dios.  

Añádase el conocimiento que hoy la gente posee de detalles nimios de sociología religiosa: el apoyo de la Jerarquía a determinados tiranos de la tierra; su complicidad o aquiescencia respecto a guerras fratricidas; la corrupción de muchos clérigos y su afán desmedido de riqueza; el boato, la fastuosidad, el lujo y el despilfarro de la Iglesia; el afán de ascenso de todos los próceres clérigos… 

El efecto benéfico de la cultura con el corolario añadido del progreso técnico ha dado al traste con muchos sobreentendidos de la religión. El primer ejemplo: “Dios creó al hombre”: ¿cómo casa esta afirmación primera con la teoría de la evolución, por ejemplo? Y lo que es ciencia contrastada no deja lugar a dudas en la mente de la gente corriente. El avance espectacular de la medicina ha curado no sólo el cuerpo sino también la mente y la mentalidad de la gente normal: las enfermedades ya no son tanto efecto del pecado cuanto de virus y bacterias. 

La epilepsia y determinadas enfermedades mentales eran en otros tiempos efecto de la posesión diabólica hasta que llegó la ciencia a desmontar tales creencias. Falta todavía que la conciencia de la gente admita que no ya enfermedades sino situaciones normales de la mente y de la conducta –angustia, miedo, fobias, neurosis-- se deban no a la “mala conciencia del pecado” cuanto a factores emocionales, ambientales, infantiles… algo de lo que da cuenta sobrada una ciencia con pocos lustros de vida, la Psicología.

 A la vista de todo esto, el mensaje religioso ha tenido que mutar por necesidad existencial: por el camino de antaño la casta sacerdotal caminaba al abismo de su propia desaparición o, cuando menos, al de una mísera marginación social. Hoy no prima en su prédica la obediencia a Dios (más bien al sacerdote); hoy se apela a la propia conciencia (vendría a ser Dios presente en el alma del hombre); hoy incluso se predica el relativismo religioso (no sólo hay salvación en la Iglesia “verdadera” sino en cualquiera de ellas), porque Dios acepta a cualquier persona de buena voluntad y recto proceder. 

Este recular de la prédica religiosa es lo que hace pensar a muchos: ¿cuál es el papel de los intermediarios divinos, de la Iglesia, si ellos mismos son los que ponen en duda su propia función, si el hombre se puede comunicar directamente con Dios, si lo que se dijo en siglos pasados no tiene validez…?  En este “regreso” de los sacerdotes y en el ínterim acomodaticio, la Iglesia se ha  dedicado a decir al pueblo lo que el pueblo quería oír. Es otra forma de entender el “aggiornamento” del Vaticano II. Pues para tal viaje, para ser honrado, para ser buena persona –pensaron muchos—no se necesitaban las alforjas de las prácticas piadosas: la religión es innecesaria, no es menester acudir a la iglesia. 

Añadamos, incluso a favor de la misma Institución sagrada, que hoy día hay un conocimiento mayor del mensaje bíblico y del contenido evangélico, que se da de bruces con la práctica secular de la Iglesia. Pero esto es muy largo de contar.   

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