¡Que no, que la Iglesia no es una! (3)

Que la Iglesia no es una, a cualquiera le resulta evidente. Algunos, sin embargo equivocan los adjetivos, el cardinal y el calificativo, y con ello salvan los muebles: ¡claro que la Iglesia católica es una… porque una es la Iglesia católica y dos y tres son la ortodoxa y la protestante!

Dejando ironías lingüísticas aparte, habría que dilucidar lo que se entiende por “una”. ¿Es sinónimo de unida, que no de única? Los fieles católicos dirán que la verdadera Iglesia, la que es una, es la suya, la católica. Y a su vez las otras dos, la protestante y la ortodoxa, pueden decir lo mismo, declarándose todas Iglesias de Jesucristo.

El hecho de que en la católica prime hoy el movimiento ecumenista frente al antagonismo del pasado es una confesión explícita de que no existe unidad en la Iglesia. El que se acerca es que estaba alejado y el que busca la unión es porque está desunido.

Las más cercanas entre sí son la ortodoxa y la católica. Las diferencias, doctrinales o rituales, pudieron ser en tiempos pasados importantes e insolubles, por la consistencia adquirida con el tiempo, pero hoy tales diferencias parecerían a cualquier fiel endebles y, nunca más apropiado el término, bizantinas.

No existe un primado papal; la procedencia del E.S. (no al “Filioque”); el momento de la transustanciación entre prefacio y epiclesis; la Virgen tuvo el pecado original; no es corredentora; no existe el purgatorio; supremacía de la Iglesia sobre el Papa; la infalibilidad la tiene la Iglesia, no el Papa; celibato sólo de los obispos…



Resulta hasta ridículo pensar en el cómo y el porqué de la desunión entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla. Pese al acercamiento entre ambos patriarcas, el romano y el ortodoxo, la historia es de mutuas descalificaciones y excomuniones. Y la historia de los desencuentros es larga. Recordemos las luchas por la supremacía de Roma, Constantinopla, Antioquía o Alejandría (con añadidos falsos en los Evangelios). Todo un capítulo de la historia de la Iglesia.

Las dos últimas ciudades cayeron en las garras islámicas y quedaron descartadas, a pesar de haber sido la cuna del primer cristianismo: Constantinopla hizo definitiva la ruptura en 1054. Después de consumada y rebuscando entre las causas, lo que se deduce es la miseria personal del Patriarca de Constantinopla, la soberbia del hombre al que han herido en su amor propio, y la cerrazón del monarca de Roma y sus legados cardenalicios.

Buscar razones doctrinales para cualquier disensión personal siempre es fácil. Miguel Cerulario aportó unas cuantas: el uso del pan ázimo en la misa, no otorgarle a él el título de ecuménico, el ayunar los sábados, consumir manjares prohibidos, no cantar aleluya en la cuaresma, la fecha del nacimiento de Cristo (6 de enero o 25 de diciembre). Motivos, como se ve, tan infantiles que no fueron óbice para contravenir el mandato del fundador de que fuesen unos. Al menos en 1965 ambos declararon nulas las mutuas excomuniones, aunque la grieta entre ambas iglesias es hoy difícil de salvar.

Mucha mayor fractura es la que se existe con el protestantismo, originada no por un anti papa sino por un simple monje, agustino por cierto. Ruptura, además, que tenía un fondo doctrinal imposible de armonizar con la vida que en Roma se llevaba.

La razón que Lutero pudiera tener en su enfrentamiento con Roma la fue perdiendo con la historia trágica posterior: divisiones internas, guerras, destrucción, muerte... Uno de los hechos de armas que más desacreditaron a Lutero fue la guerra de los campesinos (1517 y ss.), cuyas demandas podían tener algún fundamento en la misma rebelión de Lutero contra Roma. Se mantuvo indeciso en un principio pero luego aceptó descaradamente la bandería de los nobles (contra las hordas asesinas y ladronas mojo mi pluma en sangre: sus integrantes deben ser aniquilados, estrangulados, apuñalados, en secreto o públicamente, por quien quiera que pueda hacerlo, como se matan a los perros rabiosos").

A partir de la Reforma el odio entre cristianos se mezcló también con cuestiones políticas, aunque la bandera de la fe siempre fue esgrimida por unos y por otros como motivo del enfrentamiento. Alemania quedó partida en dos y el resto de Europa reprimió de la manera más brutal la disensión religiosa.

Iglesia “una” teñida del color de la sangre. El precio fue excesivamente alto, siempre pagado por los fieles. ¿Cuántos muertos provocó la “unidad” de la Iglesia? ¿Cuánta destrucción empobreció más todavía a las clases populares? ¿Cómo y de qué manera se llevó a cabo el real proceso de “desunión”?

Dejemos aparte los más de 100.000 en las guerras campesinas. La que podría haber sido y no fue, Mühlberg (1547): sólo en esta batalla, más de 3.000. Hechos siniestros fueron la matanza de Wassy (1565); la “noche de San Bartolomé” (1572) iniciada en París y extendida por toda Francia; la persecución sistemática contra los hugonotes (tras el Edicto de Nantes, 1685); el exterminio de los camisardos (1703): la terrible “Guerra de los Treinta Años” iniciada por supuestas divergencias religiosas… aparte de los miles de católicos que cayeron en tales enfrentamientos. ¿Merecía la pena tal defensa de la unidad de la cristiandad?

Reflexión. Todo este cataclismo es fruto del veneno de la credulidad inyectado en Europa por quienes predicaban el amor, la paz, la concordia, el perdón… traídos a la Tierra por el salvador de los hombres.
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