Pablo de Tarso, delirante personaje.

Dejábamos la pregunta en el aire el día pasado: ¿qué le debe el cristianismo a San Pablo? Respuesta categórica: ¡todo! Él mismo, por su parte, resume en su persona la multifacética variedad de santidades futuras: él fue el fundador, mentor, propagador, teólogo, apologeta, mártir... del cristianismo.

Decir que le debe todo sería como no decir nada –personaje genial que funda una religión--. Confucio, Krishna, Moisés, Zoroastro, Buda, Jesús, Mahoma, y tantos otros en nuestro tiempo, como Bahá'u'lláh... cada mil años, centuria arriba o abajo, nace una religión que tiene éxito.

Lo diferencial de Pablo es que no se intitula “fundador” sino apóstol de otro. Pero al serlo, sin serlo, deja la impronta de su propia personalidad. Pablo es hombre convencido, lúcido y clarividente, de carácter impetuoso y decidido, profundo en sus escritos, genial en su concepción de Cristo. Pero a la vez muestra en ellos una personalidad desequilibrada y neurótica.

Ambos aspectos se reflejan en documentos que luego tuvieron suma importancia en el desarrollo de la religión: su legado, no se puede negar, tiene un enorme componente positivo. Lógicamente no vamos a hablar de esto, por evidente y evidenciado hasta la náusea por toda la tradición posterior. De lo que no se habla tanto es de las sombras que se cernieron sobre tal proyecto y del resultado posterior. Si lo que él hubiera pretendido fundar hubiese sido una sociedad a la par terrena y espiritual, nada tendríamos que decir. Pero en la balanza histórica de la Iglesia hay un desequilibrio a favor de lo temporal –con todas sus miserias-- del que también es responsable la doctrina de Pablo.

Dichas miserias, no lo olvidemos, no son sólo los tópicos que siempre se refieren: persecuciones primeras contra el clero y asesinato de sacerdotes y fieles paganos; masacres de pueblos enteros; destrucción de legados culturales; guerras religiosas; cruzadas, etc. No es sólo eso. Con ser todo eso perverso, lo que trasluce tal legado es la traición al Fundador haciendo rapiña de todo cuanto su poder y el poder político asociado han conseguido: Estado Vaticano, pompa y ceremonial, ritualismo, posesiones exorbitantes, afán de lucro, perversiones de los instintos, burocratismo... Todo eso es una traición a los mismísimos fundadores, Jesús y Pablo. Y una traición de siglos.

Por retornar a nuestro personaje, hay que reconocer que fue una personalidad genial. Psiquismo complejo, por hablar benévolamente. Personalidad que, como sucede con individuos similares, se va nutriendo a sí misma con el paso del tiempo y con la dedicación a la actividad que le absorbe.

Se narra en Hechos que Pablo de Tarso experimentó una visión extraordinaria, un deslumbramiento que fue a la vez intelectual, físico y emocional. Dentro de lo que cabe, un choque psíquico y un proceso normales, especialmente en una personalidad hipersensible.

Fue una especie de visión puntual, luego progresiva, que aunaba en un concepto único todo lo que él conocía, sentía y vivía, producto de numerosos vectores convergentes: su propia personalidad perturbada; la suma de culturas y tipos de educación recibidos que eclosionaron en determinado momento; el sentirse afectado por el vigor espiritual que advertía en aquellos a los que perseguía y él, de educación judía formalista, no se explicaba; también, por qué no, pudo coadyuvar la mala conciencia de haber colaborado en su asesinato, de gozar con su sufrimiento, de asistir a su castigo. Asimismo, el interrogatorio de las víctimas y el testimonio que éstas daban de su redentor, su convicción, su fe... le hizo ver algo que no veía en las religiones de su entorno. Todo ello le condujo a una crisis a la vez conceptual, sentimental, emotiva y, lógicamente, sensorial y física.

Repaso dos libros de cabecera, uno divulgativo y otro científico: “Neurosis y trastornos psicosomáticos. Maurice Dongier. Ed. Guadarrama” y “Tratado de Psiquiatría. Henry Ey y otros. Ed. Toray”. Son suficiente báculo para un solo tema aplicable a la personalidad de Pablo de Tarso: histeria de conversión. El término fue acuñado por Freud y de hecho los primeros y mejores estudios a él se deben. Los histéricos, como decía mi profesor, no simulan una enfermedad: la padecen y la sufren. Ahora bien, la etiología no es fisiológica, es de otra especie (desde hereditaria o congénita hasta generada por variadas circunstancias).

Los datos que sus Cartas y los Hechos ofrecen de su conducta, las recomendaciones que hace sobre la vida y la moralidad, la fantasía intelectual que se advierte en su teología, su hiperactividad, su autodefensa y glorificación... concuerdan muy bien con lo que en psicología se entiende por “personalidad histérica”, cuyos trastornos ya eran conocidos desde Hipócrates.

En síntesis:

• preponderancia de la imaginación (ensueños y fantasías narcisistas, tendencia a la amnesia y a la represión de recuerdos traumatizantes, mitomanía, teatralidad, sugestibilidad);

• inmadurez afectiva (dependencia excesiva de la madre o figuras que la encarnen, hipersensibilidad a la frustración, predisposición a una forma particular de depresión, control emocional muy lábil que producen reacciones intensas, descargas emotivas, cólera...);

• su dependencia del “beneficio secundario”, es decir, las reacciones de los que le rodean a sus crisis, propuestas, agresiones, etc. que provocan que los demás centren en él su atención o él sienta que expía sus culpas.

El síndrome histérico es muy variado y múltiple y precisamente el hecho ocurrido en el camino de Damasco responde a un tipo claro de patología histérica: cae el suelo, le ciega una luz intensa, oye “una voz”, durante tres días está ciego y no come ni bebe, recupera la visión tras la imposición de manos de Ananías...

Un histérico necesita la presencia de personas para manifestar el síndrome que le afecta, es el caso de Pablo; la ceguera se puede diagnosticar como amaurosis transitoria, aunque podría haber sido otro tipo de lesión; durante tres días sufre sordera, anosmia (sin olfato) y ageusia (gusto); tendencia mitómana oyendo la voz del mismísimo Jesús; le sigue un periodo largo de histrionismo, de exhibicionismo moral; se siente designado por Dios y elegido por él para cambiar el mundo; reacciona con vehemencia enfrentándose a los auténticos apóstoles...

Deberíamos matizar este diagnóstico, ampliando lo que la sintomatología paulina da de sí, porque la relación de su Yo con el mundo manifiesta ideas delirantes propias de otros síntomas neuróticos. En multitud de citas aparece el bien conocido “delirio místico”, típico de una personalidad que se siente urgido a “cumplir con su deber”.

Pero lo que resulta claro y patente es que nos encontramos ante un personaje cuya genialidad nace de una personalidad neurótica, que engendra un mundo de fantasía entre mitológica y filosófica a imagen de si mismo y que es capaz de arrastrar a multitudes, ofuscadas por la genialidad de sus concepciones.

¿Hay algún atisbo de realidad en dichas concepciones? En modo alguno.

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