Prometeo, símbolo de la antropogénesis/2


Contemplado desde la antropología científica y filosófica, el mito representa el proceso de antropogénesis, la construcción de una gigantesca tecnosfera, superpuesta a la biosfera, la cultura humana, tanto material como espiritual, creación conjunta del Homo faber y del Homo sapiens.

Liberadas las manos de su función locomotriz y en conjunción con un cerebro creciente cada vez más complejo, el ser humano se distanció del mundo animal no sólo por el uso de herramientas, sino por la construcción sistemática de instrumentos, dando el paso de la hominización a la humanización.

En un largo proceso evolutivo, prehistórico e histórico, el Homo faber pasará de la simple técnica como construcción de artefactos a una tecnología cada vez más compleja, fundada en el conocimiento científico, es decir, la denominada tecnociencia.

Ortega y Gasset en su obra Meditación de la técnica, sostiene que fue la técnica la que nos hizo humanos: “sin la técnica, el ser humano no existiría ni habría existido nunca”. La técnica, afirma, no es mera adaptación al medio natural, como en los demás animales, que son atécnicos y amorales, sino una reforma de la naturaleza, liberándola de sus imposiciones. Ello requiere una gran imaginación creativa, que no posee el resto de los brutos, sometidos al medio natural.

Por ello, Ortega concibe al ser humano como un “animal fantástico”. La técnica es, pues, creación, no ex nihilo, sino ex aliquo, de un mundo nuevo, un gigantesco “aparato ortopédico”, superpuesto a la naturaleza. Más allá de la supervivencia, la técnica produce lo superfluo para vivir bien.

Es cierto que el fuego de Prometeo simboliza, de forma optimista, la técnica como progreso y liberación humana de la fatalidad natural. Pero la ciencia moderna, ligada de forma indisoluble a la tecnología y a la sociedad, no es mera contemplación del mundo, como la griega, sino que aspira a comprender y a dominar la naturaleza, tal como proponían Bacon y Descartes.

Por ello, la tecnociencia moderna es ambigua y puede convertirse también en alienación y dominación, en tecnocracia, lo que supone un regreso a la torpeza del “imprudente” Epimeteo. Es lo que refleja la novela de Mary Shelley, Frankenstein o el Prometeo moderno, visión pesimista de un científico que es superado por su invento convertido en monstruo. En el plano filosófico, hay que señalar la visión pesimista de Heidegger sobre la técnica, que domina al ser humano.

El fuego prometeico robado al Olimpo es luz y calor en las cavernas de los neanderthales, inventores del churrasco. En Heráclito es el elemento esencial, constitutivo del mundo (“fuego eterno que se enciende y se apaga según medida”).

Pero es también muerte y destrucción, en el rayo fulminante de Zeus, en las ciudades asoladas por el Yahvé bíblico o en el fuego amenazador de la tradición apocalíptica, judía y cristiana, ligado al drama escatológico del juicio final (“… cuando vengas a juzgar al mundo por el fuego”), que destina a los “desgraciados” enemigos de la fe al fuego del infierno y a los fieles “agraciados” a la beatitud celeste.

Sin olvidar, claro está, el fuego purificador de herejes o de brujas en las hogueras de la Inquisición, el fuego aterrador de los hornos crematorios y de las incontables guerras de la humanidad.


Desde la antropología filosófica, Prometeo representa la autopoiesis o autofabricación del ser humano a través del esfuerzo de sus obras. La vida humana, dice Ortega, es un programa que trasciende la realidad natural. La vida nos es dada, pero no se nos da hecha. Es quehacer, hay que producirla e inventarla, como subraya también el existencialismo, pues en la condición humana, como escribió Sartre, “la existencia precede a la esencia” (El existencialismo es un humanismo).


Prometeo era el héroe preferido para el joven Marx. En su antropología materialista y humanista, Marx afirma que “toda la llamada historia universal no es otra cosa que la producción del hombre, como resultado de su propio trabajo”.

En efecto, frente a toda una tradición idealista y espiritualista, que dominó el pensamiento occidental desde Platón a Hegel, pasando por el cristianismo, Marx define al ser humano desde la praxis productiva, la producción material, dando un valor esencial al trabajo, infravalorado en Occidente desde la maldición bíblica (castigo divino por el pecado original) y el desprecio de la alta cultura griega y romana, que valoraba el otium sobre el negotium.

El ser humano, según Marx, no sólo produce objetos, materiales o espirituales en el sentido hegeliano (“el reino del Espíritu es lo que el hombre crea”), sino que se crea a sí mismo a través de la historia, en un largo proceso de autogénesis o autocreación.
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