Es difícil amar al prójimo.

“Para un cristiano resulta difícil amar al prójimo, sobre todo si es judío...” (Michel Onfray)
El ejemplo más fehaciente de tal imposibilidad lo tenemos en el campeón del cristianismo, Pablo de Tarso: su propio devenir vital, también doctrinal, lo demuestra.
El prójimo, para cualquiera de nosotros, no es otro que el que está más “próximo”. Es muy fácil decir que se ama al prójimo, por ejemplo sintiendo compasión por los refugiados sirios, en el Domund por los negritos de África, pero eso no es amor al prójimo. Tal amor se ha de demostrar con hechos. Lo otro es... ¿compasión, lástima, empatía...? aunque también el amor al prójimo implique estos sentimientos, por cierto.
Pablo tuvo como próximos a los primeros cristianos y a sus congéneres judíos. Su proceder con ambos fue, en momentos sucesivos, de odio y persecución. Él mismo lo dice (Hechos, 9 y 21).
En un principio se dedicó a perseguir a quienes se declaraban seguidores de Cristo (no tenían todavía el nombre de cristianos, aunque lo eran): entre otros perseguidos, ayudó a enviar al otro mundo a nada menos que Esteban, el lapidado. Antes de su caída del caballo, acudía a detener a un grupo de ellos.
Tras la visión fulgurante de la Verdad, su odio cambió de bando. Ofuscado por la nueva verdad –la de que Jesús había abolido su antigua religión, el judaísmo— los judíos no podían tener espacio vital en el nuevo mundo que se abría a sus ojos. Debían aceptar al Mesías, que venía a completar o a dar cumplimiento a las promesas de Dios. El judaísmo debía desaparecer, no tenía sentido.
Cierto es que no hay referencia alguna de que Pablo de Tarso masacrara judíos, pero su doctrina, su predicación y su pensamiento pusieron las bases para que otros lo hicieran, comenzando por las legiones romanas y terminando en Treblinka.
No podemos olvidar que los escritos evangélicos del Nuevo Testamento tienen una fecha posterior a la masacre de los romanos contra el pueblo judío durante las tres guerras judeo-romanas entre los años 66 y 73 (toma y destrucción de Massada).
En el año 70 las legiones de Tito destruyeron Jerusalén, incendiaron el Templo, demolieron las fortalezas judías y esclavizaron a gran parte de la población (Flavio Josefo,Guerra de los judíos. Libro V, el asedio y destrucción de Jerusalén). LEER.
Estos hechos bélicos fueron los que verdaderamente destruyeron la unidad física del pueblo judío, aunque no su entidad como congregación religiosa, mantenida hasta nuestros días. No se sabe de pueblo alguno que, sin tener territorio propio, haya conservado sus usos, prácticas, ritos y costumbres durante al menos tres milenios, algo que podría hacer pensar en una verdadera asistencia divina y en que dicha religión deba ser la verdadera: los hechos lo confirman. Aún hoy la destrucción del Templo se recuerda en el día de duelo Tisha b’Av.
Pablo de Tarso se topó con muchos centros de culto judío en las ciudades en que esparció su novedosa doctrina. Incluso a ellos acudió y de ellos fue rechazado. Un elemento más para su “amor” a quienes no quisieron recibir el mensaje de salvación.
La prolongada guerra judeo-romana, de una crueldad que los romanos nunca habían padecido y que supuso la dispersión de los judíos, tuvo su interpretación religiosa en los Evangelios (profecías “ex eventu” recogidas en los escritos evangélicos) y en leyendas como la del “judío errante”.
La leyenda del “judío errante” explica la diáspora judía y la carencia de tierra desde la destrucción de Jerusalén y la dominación romana. También esta leyenda, de claro espíritu anti judío, tiene su origen en fuentes cristianas, para explicar un hecho concreto, la “diáspora”. Es el padre Feijoo el que aporta la versión más curiosa de este mito y el que proporciona uno de los muchos nombres con que fue conocido el tal judío: cuando Jesús ascendía hacia el Calvario cargado con la cruz, se detuvo en demanda de agua ante la casa de un judío. Éste se la negó por considerarlo reo y traidor al pueblo de Israel, diciéndole: “Vete de aquí, ¿por qué te detienes?”. Jesús le contestó: “Sí, yo descansaré, pero tú andarás errante hasta que yo vuelva”. Más o menos, lo que aparece en Mateo 16, 28.
Es claro por otra parte el pensamiento que domina en Pablo y los Evangelios sobre la responsabilidad de la muerte de Jesús. Para ellos tal responsabilidad recae exclusivamente en los judíos, no en los romanos. Ambos, Pablo y evangelistas, exculpan a las autoridades romanas del deicidio: no era políticamente oportuno ni procedía culpar a quienes regían los destinos del mundo en ese momento.
“Porque vosotros, hermanos, habéis seguido el ejemplo de las Iglesias de Dios que están en Judea, en Cristo Jesús, pues también vosotros habéis sufrido de vuestros compatriotas las mismas cosas que ellos de parte de los judíos; éstos son los que dieron muerte al Señor y a los profetas y los que nos han perseguido a nosotros; no agradan a Dios y son enemigos de todos los hombres” (I Tes. 2, 15).
Más claro, imposible. Y no olvidemos que el pensamiento de Pablo de Tarso influyó poderosamente en la redacción de los Evangelios, posteriores a estas primeras Cartas. El mismísimo Jesús, el amoroso Jesús, dice por boca de Juan (8, 44) que los judíos son hijos del diablo:
“Vosotros tenéis por padre al diablo y os esforzáis en ejecutar los deseos de vuestro padre. Él fue homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, pues en él no hay verdad”. Los cristianos extrajeron las consecuencias.
El profesor estadounidense Daniel Jonah Goldhagen (1959), buscando los orígenes del antisemitismo secular que eclosionó dramáticamente en el “Holocausto”, escribió en 2002 el libro “La Iglesia católica y el Holocausto”. Entre los numerosos datos que aporta, resultan esclarecedoras las citas de los Evangelios de contenido abiertamente anti semita. En Marcos, unas 40 citas; en Mateo, 80; en Juan 130; en los Hechos, 140...
Y lógicamente la Iglesia, sin el más mínimo rigor ni fundamento exegético, ha mantenido a lo largo de los siglos el odio hacia los judíos. ¡Y más que nadie eran éstos el verdadero “prójimo” de los cristianos!

A quienes tenemos suficientes años para recordar, todavía nos resuena en los oídos la octava oración del Viernes Santo, que copio de la edición de 1957 del Liber Usualis: "Oremus et pro pérfidis judaeis: ut Deus et Dominus noster auferat velamen de cordibus eorum; ut et ipsi agnoscant J.Ch. D. nostrum” (Oremos también por los MALVADOS judíos, para que Dios y Señor nuestro elimine la venda de sus corazones, de modo que también ellos reconozcan a Jesucristo como Señor nuestro).
Se debía amar al prójimo, pero, por Dios, no a los judíos. Al menos durante los 2.000 últimos años se ha cumplido el mandamiento evangélico. El judío errante ya puede descansar. Hoy el papa y el gran rabino se besan.