La religión tiene poca cabida en la mente del niño.

Largo podría ser, que no lo es, el estudio de la relación entre infancia y religión. Y largo es, éste sí, el estudio de la génesis de la moralidad en la infancia.

Los tratados serios de Psicología --me limito a los manuales universitarios que uno puede manejar-- apenas dedican espacio a tal relación. La religión es un hecho cultural o “relacional” más, que incide en los aprendizajes o hábitos del niño. La religión como creencia y prácticas se integra en la socialización del niño y la adquisición de criterios morales.

No podemos referirnos a la religión como ligada a ese sentimiento inconcreto de lo numinoso –en expresión de Rudolph Otto— que también existe en la segunda infancia, ni religión ligada a los miedos irracionales que comienza a sufrir el niño en los primeros años o a las imaginaciones que dan cuerpo a sentimientos inconcretos o a figuraciones diversas…

Se trata de algo más esencial. Queremos decir que la religión en cuanto asentimiento a unas verdades reveladas que presuponen un Dios creador, sustentador y redentor, no tiene cabida en la inteligencia del niño quizá hasta pasada la adolescencia, si no más.

En este sentido la catequesis que se imparte a niños de corta edad no se podría disociar, en cuanto a capacidad de asimilación, de otros relatos donde la imaginación más que la verdadera comprensión tiene su campo de acción.

Y respecto a las prácticas religiosas no son sentidas éstas sino como imposición de los mayores, algo más que “hay que hacer”. Pensar que el niño, a través de las prácticas religiosas, se pone en comunicación con el más allá, con un Dios – Padre, es más creencia voluntarista que aserción confirmada, por más que se les pueda ver arrebolados, juntas las manos y en actitud entregada al “Jesusito de mi vida-eres niño como yo”.

Las consecuencias que se deducen de estudios como los de Piaget, Spitz, Carmichael, Skinner, Gesell, Meierhofer, Zulliger, Reymond-Rivier, por citar aquellos “recomendados” en la Facultad de Psicología, son de una importancia muy poco tenida en cuenta por las autoridades educativas cuando de imponer enseñanzas religiosas se trata dentro del currículo escolar.

Cosa muy distinta es la “cultura religiosa”, algo que necesariamente debemos defender si queremos que el niño y luego la persona adulta no sea un analfabeto respecto a la cultura que ha sido soporte espiritual del pueblo durante muchas centurias y ahí está conformando museos, paisaje ciudadano y hasta ecología.

El padre como principio de seguridad y fuente de poder, la madre como conformadora del sentimiento y de la relación, son la guía de la personalidad del niño: lo que practican los padres, lo repiten los niños; los criterios paternos, son criterios del niño; los ritos familiares, los hace propios el niño como algo “natural”; y por más que lo quieran evitar, una fuente de los miedos irracionales de los niños proceden de credos y prácticas inculcados en etapas tempranas del desarrollo psicológico. Asimílense al dúo paterno-materno aquellos cuya influencia en la creencia suele ser determinante: abuelos y tíos sobre todo.

La religión no es “un bien” del que no se puede privar al niño, como repiten con frecuencia. La religión es un “sobreañadido” y una superestructura impositiva agregada al mundo que engloba todo el conjunto de normas o criterios de conducta que deben guiar la conducta del niño.

La religión es asunto muy de mayores, pero da la casualidad de que los muy mayores han esclerotizado la religión en "prácticas", cuando no han dimitido definitivamente. Hoy y en el entorno occidental, la religión es un coágulo cultural en el discurrir de la savia de la vida.
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