Los valores básicos de una educación democrática/4


La cuestión educativa no es “neutralidad-partidismo”, sino establecer qué partido vamos a tomar (F. Savater)
Todo necio confunde valor y precio (A. Machado)

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Aceptada la necesidad de una educación en valores, aún queda la cuestión de ¿en qué valores educar? La respuesta en una sociedad pluralista con diversas formas de vida, no puede ser una ética de máximos, sino una ética de mínimos. Una educación moral acorde con la idea de democracia ha de basarse en unos mínimos éticos universales, aquellos valores que, a la altura del siglo XXI son ya “patrimonio moral” de la humanidad.

Frente al relativismo radical y al dogmatismo absolutista de la tradición religiosa monoteísta, Victoria Camps afirma (cfr. Los valores de la educación), que contamos con un conjunto de valores universalmente consensuables, que cumplen la exigencia kantiana de universalidad, un mínimo común moral de la humanidad, con validez transcultural. Y aunque no se encarnen en las prácticas vigentes, no por ello pierden su estatuto de validez universal.

El universalismo axiológico se opone al relativismo del “todo vale igualmente”, no al pluralismo. Compartir estos mínimos éticos universales es compatible con el respeto a las diferencias culturales o religiosas y con las diferentes formas de vida buena.

Esos valores mínimos de una vida digna (libertad, igualdad, justicia, solidaridad, paz…) así como los principios compartidos de una vida en común (tolerancia, responsabilidad, diálogo, honestidad, civismo etc.) a los que damos el rango más elevado dentro de la jerarquía, son el fundamento de los derechos humanos y están ya presentes en las constituciones de los países democráticos.

La constitución española, en el art. 1.1., afirma: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. Si se globaliza la idea de democracia y crece el consenso en torno a la misma como mejor forma de vida, pese al retorno y peligro de los fundamentalismos teocráticos, también debería globalizarse a través del consenso una ética universal, cosmopolita, contenida in nuce* en la declaración de los derechos humanos. [*"En embrión"]

Esta universalidad transcultural de los derechos humanos no supone una imposición etnocéntrica, sino que se funda en el diálogo intercultural, impulsado por una racionalidad comunicativa, tal como proponen K. O. Apel y J. Habermas.

Una educación pública y laica no puede ni debe ser neutral con respeto a los valores básicos de nuestra tradición humanista ilustrada. Naturalmente, las sociedades organizadas de forma autoritaria, fascista o teocrática en los estados confesionales que se rigen por libros sagrados, tendrán un sistema de valores antitético a la democracia: primará la sumisión a la autoridad, el pensamiento único, la falta de libertades, la intolerancia, el dogmatismo de la verdad, etc. Y se perseguirá a los librepensadores y disidentes.

La politeia democrática, que no sólo es un régimen político, sino también un régimen moral de convivencia, es la forma de vida más acorde con la dignidad humana y el que más garantiza la consecución de lo justicia, la paz y el ejercicio de las libertades de la ciudadanía (cfr. Robert Dahl: La democracia. Una guía para los ciudadanos).

Después de la vida, la dignidad puede considerarse el valor moral básico y el núcleo del que emanan todos los demás: la libertad, la igualdad, la justicia, la tolerancia etc. Kant, situando la ética en el plano apriórico del deber ser, afirmaba que las personas son un fin en sí, son valiosas en sí mismas y, a diferencia de las cosas, tienen dignidad y no precio.

El imperativo categórico kantiano ordena tratar al otro siempre como fin y nunca como medio. Sin dignidad no tiene sentido la igualdad ni tampoco las libertades. Y en cuanto al valor de la vida, no se trata sólo de vivir de cualquier forma, sino de vivir con dignidad. Una vida humana sin dignidad deviene degradante e inhumana.

Educar para la libertad implica formar individuos autónomos, capaces de gobernarse a sí mismos sin la tutela ajena. La irrenunciable autonomía es una conquista definitiva de la sociedad moderna, desde la Ilustración

Finalmente, ¿cómo educar en valores? Siendo los valores y las valoraciones convicciones subjetivas, nadie está legitimado para adoctrinar o imponer determinados valores. La forma más adecuada de educar en valores es la comunicación persuasiva y argumentada, que respete la progresiva autonomía de cada educando. El profesor debería proponer en vez de imponer sus convicciones y sus propuestas han de ser argumentadas.

Desde el punto de vista teórico, se pueden distinguir dos grandes enfoques para la educación moral:

a) el enfoque socializador, defendido por E. Durkheim y también por el conductismo y el aprendizaje social. Según este modelo, el educando debe interiorizar las normas y valores del medio social para conformarse y adaptarse a él. El sociologismo de E. Durkheim identifica educar con socializar de forma heterónoma. El conductismo insiste en la presión social por medio de refuerzos. Y el aprendizaje social da más importancia a la imitación de conductas adultas por parte de los niños.

b) El enfoque cognitivo-constructivista, defendido por Piaget y Kohlberg. Este enfoque de desarrollo moral se basa en el progreso a través de estadios y estructuras que construye cada sujeto por medio de desequilibrios cognitivos. Se integra en la tradición del universalismo y es apoyado por filósofos cognitivistas, como J. Habermas o J. Rawls.

Para Piaget, el niño no es un mero sujeto pasivo que recibe la influencia del grupo, sino un sujeto que construye activamente las normas y valores a través de la interacción con otras personas. La madurez moral evoluciona desde la heteronomía debida a la presión adulta hasta la autonomía, que se adquiere gracias a la cooperación y el respeto mutuo entre iguales.

El enfoque cognitivista y constructivista de Piaget fue desarrollado en EE UU por Lorenz Kohlberg, quien analiza la evolución del juicio y el razonamiento moral a través de tres niveles y seis estadios progresivos. Pero, por su importancia, su análisis queda para otra ocasión.
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