“Titulitis reverendísima”

. En la Iglesia oficial actual resulta extraordinariamente frecuente el uso de títulos, epítetos y denominaciones. La gama de los mismos está explícitamente asignada a los miembros de la Jerarquía con rigor, precisión y liturgia. Se ajustan a normas escritas de cuya vigencia y cumplimiento siempre hay alguien encargado por oficio, que lo ejerce al pie de la letra.
. En comparación con los estamentos profesionales, laborales, económicos, judiciales, financieros que componen y formalizan nuestra sociedad -con meritoria excepción para los militares-, los títulos eclesiásticos se exigen en mayor profusión, estima y cuantía. Y además, por su redacción y fonema, hasta dan la impresión de resultar más solemnes, aparatosos y rumbosos con referencias a los miembros del Pueblo de Dios, que habrán de ser quienes han de aplicarlos de manera habitual al tratar con su Jerarquía.
. Los tiempos, aún dentro de la Iglesia, están cambiando aunque muy lentamente, pero brindan ya la ocasión de que a los mismos fieles cristianos les parezca excesivo, desproporcionado, inútil y un tanto o un mucho distanciante, que al dirigirse a los miembros de su Jerarquía haya de anteponer determinados superlativos, que les hace situar en otras esferas. Les sorprende en grado “eminente” que preciosamente en la Iglesia, predicadora de la humildad, de la sencillez, y del acercamiento a sus máximos representantes, además de estar revestidos de ornamentos inasequibles, haya que tratarlos de manera distinta y superflua.
. Al filo de estas convicciones, se hacen ritualmente presentes títulos tales como “Reverendo, Muy Ilustre Señor, Dignísimo, Ilustrísimo, Excelentísimo, Su Señoría Rdvma., Eminencia Reverendísima (con su “sagrada púrpura” cardenalicia), Santísimo Padre, Vicario de Cristo, Sumo Pontífice, Prelado Supremo de la Iglesia Católica Romana…
. En realidad tal espesura y grandiosidad de superlativos apenas si habría de merecer catalogación distinta a la propia de carácter infantil o adolescente, que pudiera tener lejana y suntuosa interpretación en contextos rurales pseudo-religiosos todavía matizados de feudalismos intimidatorios.
. Si bien es verdad que desde tal perspectiva nuestras reflexiones serían conceptuadas como ciertamente ociosas y sin justificación, el hecho es que quienes no rechazan o posponen positivamente tales tratamientos, de alguna manera viven y se comportan identificados con ellos. Su efectiva “irreligiosidad” no se halla en su simple, oficial u oficiosa enunciación y vocablo, sino en la constatable convicción de que a veces explicita una situación real y de la que son obvias y patentes manifestaciones. Hay “Excelentísimos y Reverendísimo Señores” que lo son, se sienten y actúan así de por vida, persuadidos de que su cargo, ministerio y oficio lo reclaman, hasta sintiéndose impulsados a descalificar, o a poner en entredicho, esta nuestra reflexión, que yo mismo entendería, pero siempre y cuando no lo hicieran “en el nombre de Dios”.
. El tema, por tanto, no es baladí, por lo que su respetuosa información será siempre oportuna, actual y cimentadora de Iglesia, sin jamás desechar la grata posibilidad de que sin ellos, los ex -intitulados se hagan, se muestren y comporten como personas normales, confiriéndoles sentido y veracidad al mensaje de Cristo. Si no nos hubiéramos sensibilizados con la importancia del tema, es posible que nuestro tratamiento no fuera otro que el exclusiva o fundamentalmente jovial o humorístico.
© Foto: Respinoza