Poemas de viaje (6). Con Bach en Santo Tomás de Leipzig


¿Qué ocurría allí? Nadie nos había citado. Nadie había visto aquella muchedumbre en la calle. Y, sin embargo, allí habíamos ido confluyendo silenciosa, solitariamente, quienes dentro nos convertíamos en un sorprendido tropel de admiradores de Johann Sebastian Bach. Avancé con dificultad por una nave lateral sorteando a la masa. Sonaba en el órgano una obra del maestro que sometía la turba de visitantes a un silencio conmovido. ¿Tocaba el propio Bach en su órgano? Me costó algún tiempo comprobar que era un organista de edad el que tocaba y balanceaba su cabeza allá arriba, casi en el cielo. Pude al fin alcanzar el presbiterio, descubrir allí la tumba desnuda y leer en el bronce el nombre del maestro. No había sido aquél el primer lugar de su descanso. Fue rescatado de otro emplazamiento comunal más oscuro. Quizá quienes le conocieron de carne y hueso no midieron del todo la grandeza del genio. O consideraron excesivo el honor de una sepultura en lugar tan sagrado. Pero allí estaban ya los huesos de quien voló tan alto. Los turistas seguían escuchando a mi alrededor, entre pasmados y sobrecogidos, los sones del órgano. Iban entrando nuevos visitantes, pero, una vez dentro, de pie y apretados, nadie abandonaba aquellos espacios de gloria soberana. Yo, pobre de mí, lo reviví al volver a casa y escribí estos modestísimos versos.

EN LA TUMBA DE JUAN SEBASTIÁN BACH


Cruzar aquel portal fue de repente
hallar un paraíso.
Fue
como avanzar suspenso,
acongojado el pecho, barrida
desde el viento mi piel
y respirar la inmerecida gloria
que a un grupo de turistas convertía en arcángeles.
Juan Sebastián Bach callaba, pero el poder del órgano
echaba a volar su tumba, la ensanchaba al espacio.
Y los turistas remansados, lentos, navegaban el templo, estibaban
de su estupor las naves detenidas.
Quizá los tronos sepan
por qué tirita así la piel y todo el cuerpo a un milímetro de la belleza total o el abismo.
Estremecía el aire, lo transfiguraba
un recio encaje de trompetería;
grávido, traspasado de luz, resonaba el espacio
pleno
o alado luego en el jadeo de la fuga.
Cualquiera pudo ver la noble, altísima cabeza,
la peluca en soberano balanceo.
Vuelto él a la vida, sentado en el teclado, de pie sobre los ángeles, me puso
resonando una bóveda en el pecho, a punto de llorar
llenos de sol los deslumbrados ojos.


Thomaskirche de Leipzig. En la tumba, su nombre.
Pero Juan Sebastián era un arroyo vivo,
manaba su apellido de las aguas primeras. Metía
sus manos hasta el codo
ya dueño el organista, oh feliz heredero,
y otros recién llegados se embarcaban atónitos
en las naves del templo, altas mares den sones.
Juan Sebastián Bach gobernaba en su tumba
una escuadra inventora de superiores mares.


Aquí tocó, aquí mandó, aquí
ordenó con sus dedos la altura de las aguas,
aquí volvió traslúcido el azul e hizo blancos
los encajes de espuma.
Y fue aquí donde
se puso el cielo por arboladura
y armó recia, rotunda la voz de la tormenta
o la voz , hilo fino y sin fin,
del que tiraba delicada mano, hebra
de una belleza en paz, sutil y transparente
o melancólica y dolida
con el dolor de lo que nace puro.
En la iglesia de Santo Tomás de Leipzig
suenan en paz sus huesos, activos y esperando
la música final, el juicio
de la belleza eterna.


(Leipzig, julio de 2004).


(Obra poética, p.548-49)
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