¿Y el arte en la Iglesia, qué?

Que la Iglesia ha sido una amparadora de las artes está fuera de toda duda si miramos a la historia. ¿Y en la actualidad? Me suenan en los oídos las recientes palabras del papa Ratzinger pidiendo una relación cada vez más intensa entre la Iglesia y los artistas para ofrecer un “ejemplo elocuente de diálogo fecundo y eficaz, orientado a hacer que este mundo sea más humano y bello”. El papa, y el más modesto de los bautizados dotado de una mínima sensibilidad estética, sabemos algo o mucho de la estrecha relación entre la experiencia artística y la religiosa.

Bien, pero ¿cómo van a pie de obra y en esta Iglesia de nuestros pecados nuestro aprecio y nuestras relaciones con las artes? Dos botones para una muestra. Primero: un pintor católico, un buen pintor, premiado y conocido, con abundantes encargos de instituciones civiles, se me quejaba recientemente del casi nulo interés por parte de los medios eclesiásticos. Añoraba los tiempos en que la Iglesia ejercía, en efecto, de alma mater de las artes y contrataba a pintores, escultores, orfebres, músicos... Reconocía que la iglesia actual ya no es la de los diezmos y se mueve a menudo en la escasez y aun en la pobreza para conservar su legado artístico y construir los templos nuevos necesarios. Por eso mismo se ofreció en cierta ocasión a pintar gratuitamente el fondo desnudo del presbiterio o los enormes muros vacíos de un templo recién construido. No cobraría más que los gastos de material. Presentaría incluso previamente unos bocetos a la aprobación de la parroquia o de la diócesis. Aún están sorprendidos él y su intermediario del silencio, de la heladora indiferencia con que el ofrecimiento fue recibido.

Permítaseme añadir como segundo botón de muestra una anécdota personal, en sí misma irrelevante, pero seguramente significativa. Quien esto escribe acababa de publicar un librito de versos, presentado en una asociación cultural con alguna repercusión en la prensa. En el encuentro con un colega cura de más edad, hombre bueno, de “sólida” formación y de algún prestigio, oyó: “Hombre, J., ya he visto que has publicado un folleto. Bien, a mí... ya sabes, esto de la poesía no me interesa mucho, pero bueno...”, lo acompañó con un gesto en que parecía casi perdonarme la vida. Confieso que me salió mi vena hilarante y le pregunté: “¿Tú rezas el breviario?”. “Por favor –me contestó casi ofendido-. Por supuesto”. “Lees los salmos, claro”, seguí... “Desde luego...”. “¿Y no has caído en la cuenta de que un buen número de ellos son poesía, poesía de una altísima intensidad y belleza, capaces de poner la carne de gallina a quien los reza con sentido?... Leerás a Isaías –continué-, por lo menos en Adviento. Y habrás leído, siquiera una vez, el Cantar de los Cantares, el Libro de Job, etc, etc...”.

Lo curioso es que muchos de nuestros buenos hermanos, a los que acaso cabría aplicar el machadiano “desprecia cuanto ignora”, hablan, si se ofrece la ocasión de poner la literatura, las artes plásticas... al servicio del anuncio del Evangelio.

Mal se puede servir a ninguna causa desde la desatención a la belleza, desde el desconocimiento de una dimensión fundamental del ser humano, criatura hecha a la medida y “a imagen” de la belleza y la suma creatividad de Dios. Más de una vez hemos oído afirmar que hay que hacer del cine un púlpito para la fe en personas ajenas y aun desafectas al cine, que no han asistido jamás a una sala...

Dos botones para una muestra. Dejo en mis cajones del recuerdo una más amplia botonería.
Volver arriba