Hasta los gatos quieren zapatos.

Una pequeña digresión sobre las guitarras. No tengo nada contra el instrumento. Lo acepto perfectamente en la iglesia. Cuando hablo de misas guitarreras quiero decir gritonas, sobre todo gritonas, generalmente desafinadas, con unas letras casi siempre cursis y que nadie sigue porque las desconoce. Los únicos felices con ese atentado al buen gusto y al oído suelen ser el párroco y los voluntariosos jóvenes del coro. Me parece muy bien que se cante. Pero con menos grito charanguero. Y canciones que sepa el pueblo. Porque las ha cantado mil veces. Y son su acervo piadoso. Y por favor que no pierdan el tiempo enseñando esos bodrios a la gente. Porque por mucho esfuerzo que hagan ya ven que no lo consiguen. Y que tampoco se inventen músicas para Kyries, glorias o Sanctus. Cada vez distintas. Si ya nos sabemos una, pues esa. En la que participa todo el mundo.
Y ahora a lo del diácono. Figura realmente importante en la misa. Alza el cáliz en la elevación menor, dice que nos demos la paz y nos despide después de la bendición. ¡Qué sería de la misa sin tan importante protagonismo! Pues el de hoy, crecidito con su estola cruzada, debía pensar que el daos fraternalmente la paz no expresaba bien el rito y nos dijo que nos barazáramos en un gesto de paz, o algo así.
Pues si ya hasta los diáconos, en su lucidísimo e importantísimo papel, se dedican a intercalar morcillas a su gusto esto terminará siendo la casa de tócame Roque. Un cero a ese señor mayor, supongo que diácono permanente, que hoy pululaba por el presbiterio de una iglesia de Alcalá. Si para lo poco que tiene que hacer lo hace mal mejor que se quede en su casa. Nadie le iba a echar de menos.