El tsunami sordo y mudo

Ante una catástrofe tan terrible como la sufrida en Japón, uno se queda sin palabras, pero tampoco puede guardar silencio. En un primer momento hay como una necesidad de protesta sin saber muy bien contra quien. Pero en seguida la condición del ser humano, siempre anhelante de felicidad sin sombras, trata de interpretar los acontecimientos para ver algún resquicio de luz.

Según he leído, en la cultura japonesa se tiende a evitar lamentos ante las desgracias para no herir los sentimientos de los otros; pero en esta ocasión también hemos visto lágrimas. La compasión, padecer con el otro, que se concreta en ayuda solidaria e incondicional a favor de los damnificados, es un signo de que vamos creciendo en humanidad.

Otro aspecto es significativo. La explosión en las centrales nucleares ha despertado alarma en todo el mundo. Lo sucedido en una región afecta de algún modo a toda la humanidad. Nos damos cuenta de que formamos una sola familia y que la gestión de las realidades temporales ha sido puesta en nuestras manos. Entre todos debemos buscar soluciones sin acudir precipitadamente a las puertas de los dioses ni de la religión para que suplan nuestras deficiencias. Consciente de su autonomía, la sociedad secular va dejando de lado esas referencias sobrenaturales, aunque no siempre con la debida serenidad y sin el fanatismo agresivo e infantil contra la religión que aflora incluso en las nuevas generciones

Pero ante la terrible catástrofe que nos deja sin palabras ¿se resigna fácilmente nuestro espíritu humano sediento de infinitud? ¿estamos condenados sin más a la muerte por una fuerza bruta, ciega y muda que nos arrolla sin aviso ni explicaciones? Es aquí donde también se manifiesta el vacío de esta sociedad secular; si no aceptamos el misterio que nos envuelve, nuestro mundo se empobrece y nuestro desarrollo se vuelve contra nosotros.

Aunque hoy la palabra “Dios” está cargada de significados antihumanos inaceptables, el Dios que vislumbramos en la conducta humana de Jesucristo, es afirmación y garantía para la realización plena de la humanidad. Y en este sentido conviene recordar el diagnóstico que a mediados del siglo pasado nos ofrecía el gran pensador cristiano Henri de Lubac: ”No es verdad que el hombre, aunque parezca decirlo algunas veces, no pueda organizar la tierra sin Dios; lo cierto es que, sin Dios, no puede, n fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre” 17 de marzo, 2011
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