Principios vs. intereses Gregorio Delgado del Río: "¿Cómo salvar los muebles el día después?"

Nacional catolicismo
Nacional catolicismo

Nadie había recibido del régimen franquista tanto como la Iglesia católica en España. Lo vimos en la reflexión anterior, aunque, eso sí, a costa de claudicar en los principios

¡Qué relativas son las situaciones! A los cinco años de la firma del Concordato, recién establecido un Estado católico por impulso del gran Pío XII, todo se torna cambiante y distinto

La sempiterna contradicción eclesiástica: prioridad de los intereses frente a los principios. Y, una evidencia, la relatividad de las posiciones eclesiásticas

Ya no interesaba tanto el Estado católico, configurado hacía cinco años, como desvincularse del régimen franquista

En este escenario, y con manifestaciones diferentes, emerge a la luz la figura de mons Tarancón, quien, en realidad, no había sido ni antifranquista, ni progresista

Al fallecer el arzobispo de Madrid, Mons Morcillo, el 30 de mayo de 1971, la Santa Sede fijó, de modo indubitado, sus verdaderas intenciones de futuro. Y, lo hizo mediante un verdadero golpe palaciego

Nadie había recibido del régimen franquista tanto como la Iglesia católica en España. Lo vimos en la reflexión anterior, aunque, eso sí, a costa de claudicar en los principios. Sin embargo, es muy probable que también fuese consciente –en grado superior a todos- que el régimen (la dictadura) caminaba directamente a su final, que se hacía coincidir con la muerte del dictador. Era, pues, necesario posicionarse de cara al día después, que no se hizo presente hasta noviembre de 1975.

Ya al poco tiempo de la firma del Concordato de 1953 y coincidiendo con el advenimiento de Juan XXIII (octubre 1958), que implicó una clara ruptura con la posición mantenida por Pío XII, la Iglesia católica introdujo cambios esenciales en sus relaciones con los Estados. La llamada Realpolitik significaría adaptar a la Iglesia a las cambiantes oscilaciones políticas del momento.

¡Qué relativas son las situaciones! A los cinco años de la firma del Concordato, recién establecido un Estado católico por impulso del gran Pío XII, todo se torna cambiante y distinto. Ahora el interés de la propia Iglesia era otro. Ya no interesaba tanto el Estado católico, configurado hacía cinco años, como desvincularse del régimen franquista (ya se percibía como temporal) con quien se había pactado solemnemente a cambio de apoyar una dictadura. Los privilegios obtenidos seguirían disfrutándose de momento y después, con el nuevo orden político, ya se vería cómo, a ser posible, se podrían mantener. La sempiterna contradicción eclesiástica: prioridad de los intereses frente a los principios. Y, una evidencia, la relatividad de las posiciones eclesiásticas.

Este posicionamiento de cara al día después (fallecimiento de Franco, 20 de noviembre 1975), “pocos lo harían con tanta habilidad y provecho propio como la Iglesia católica” (César Vidal). En este escenario, y con manifestaciones diferentes, emerge a la luz la figura de mons Tarancón, quien, en realidad, no había sido ni antifranquista, ni progresista. Sí, “un obispo obediente a su superior en la Santa Sede” (Ibidem), que lo utilizaría en su prioritario interés por desvincularse cuanto antes de un régimen, que ya se estimaba moribundo. Papel que cumplió a la perfección de acuerdo con las orientaciones emanadas desde Roma (PabloVI).

La ocasión no podía desaprovecharse. Al fallecer el arzobispo de Madrid, Mons Morcillo, el 30 de mayo de 1971, la Santa Sede fijó, de modo indubitado, sus verdaderas intenciones de futuro. Y, lo hizo, sin andarse con contemplaciones, mediante un verdadero golpe palaciego. Se ejecutó de inmediato el plan trazado y decido con anterioridad en Roma. El mismo cardenal Tarancón lo reconoce en sus Confesiones: “los canónigos habían preparado para aquella misma mañana la elección para prevenir cualquier paso de la Santa Sede”. Roma, continua el cardenal Tarancón, “quería intervenir en la diócesis y no para mantener el rumbo que se había seguido hasta entonces”. Y, efectivamente, lo hizo con asombrosa diligencia. “A las nueve y media de la mañana, sigue relatando mons Tarancón, mientras estaba desayunando”, una llamada telefónica del Nuncio sirvió de notificación de que el Papa le había confiado, provisionalmente, la archidiócesis de Madrid, como Administrador apostólico. A la sazón, era arzobispo de Toledo (30.01.69), nombrado cardenal por Pablo VI (29.03.69), presidente en funciones de la Conferencia episcopal a la muerte de Mons Morcillo y, sin duda, “la persona de confianza del Papa”, como él mismo autoproclamaría. Se impidió, de esta manera, la designación de un más que probable Vicario capitular (cc. 429 y ss. del CIC 17) en la persona de Mons Guerra Campos, auxiliar de Madrid, encarnación de la línea seguida por el episcopado en España desde 1936.

Sería el propio cardenal Tarancón quien, una vez más, daría la clave que explicaba tan rápida intervención: “Aunque no era costumbre elegir definitivamente al Vicario antes de dar sepultura al prelado, entraba en lo posible que los canónigos tuvieran interés en precipitar los acontecimientos para evitar la intervención de la Santa Sede, que también ellos temían”. Se trataba, y así se hizo, de impedir que el procedimiento siguiera por los derroteros legales y que significarían un obstáculo a la voluntad manifiesta de Roma.

Esta inequívoca (y creo que, hasta cierto punto, explicable) intervención vaticana es, no obstante, valorada por César Vidal en los siguientes términos: “La realidad, cruda, pero imposible de negar, es que la Santa Sede ejecuta lo que conviene a sus intereses sin importarle especialmente las normas jurídicas. En Mayo de 1971, su interés era desvincularse cuanto antes de un régimen que se moría y actuó con una celeridad asombrosa”. ¡Sabe de qué habla!

En septiembre de 1971, los entonces responsables jerárquicos de la Iglesia consideraron oportuno impulsar una relectura diferente de la actitud que se vino sosteniendo desde el inicio mismo de la Guerra civil. Lo hizo en el marco de la Asamblea conjunta obispos sacerdotes. La toma de ‘partido’ por parte de muchos en la Iglesia, ahora, “vista desde la altura de los años setenta aparecía (…) incluso como equivocada” (Cardenal Tarancón). Y, en efecto, la Asamblea conjunta abominó de su pasada vinculación con el régimen de Franco porque, en palabras del cardenal Tarancón, “había que terminar con (…) la alianza intima de la Iglesia con una parte -los llamados nacionales- de las dos que lucharon en la Guerra Civil de 1936”. La proposición 34 (Ponencia primera) afirmaba: “Reconocemos humildemente y pedimos perdón porque no siempre supimos ser verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo, dividido por una guerra entre hermanos”. La votación arrojó este resultado: a favor 123, en contra 113 y en blanco 10.

Sin duda, se reconoce, de modo explícito y mayoritario, que el comportamiento de la Iglesia, ni en la Guerra civil ni en muchos años posteriores, en mi opinión incluido el Concordato de 1953, “no era evangélico” (Cardenal Tarancón), no era coherente con los principios, que se supone son prioritarios en la Iglesia. Sin embargo, nada dijeron, por ejemplo, respecto del cúmulo de privilegios y favores con que el régimen de la dictadura los había obsequiado y ellos habían aceptado complacidamente. No supieron aprovechar la ocasión y renunciar, también de modo explícito, a todos ellos. Tampoco son muy compatibles, que digamos, con el Evangelio. ¡La eterna contradicción testimonial!

A finales del año 1971, ya se había producido, en el marco imperativo del nuevo posicionamiento para el día después, una verdadera sustitución en la cúpula del poder. Lo diremos con palabras de César Vidal: “El Nuncio de la Santa Sede, monseñor Luigi Dadaglio, logró en los primeros cuatro años de nunciatura el nombramiento de cincuenta y cinco nuevos obispos, más que su antecesor Cicognani en dieciocho años. Pero, por si fuera poco, para acelerar el proceso, la asamblea plenaria del episcopado español, en diciembre de aquel decisivo año 1971, privó del voto a los obispos dimisionarios de más de setenta y cinco años y se lo concedió a los auxiliares, auxiliares que, para ocuparse de sus funciones, no necesitaban de la autorización del estado. Por añadidura, en poco tiempo se procedió al nombramiento de más de veinticinco nuevos obispos auxiliares”.

Esta conducta, en la lógica de la defensa de los interés, suponía de hecho una clara y flagrante violación de los términos concordatarios. Daba igual lo que pensase el régimen franquista. Eso no importa entonces, aunque, como señaló el cardenal Tarancón, se daba perfectamente cuenta de la maniobra. Se seguían al pie de la letra los impulsos vaticanos (Pablo VI). Se demuestra, una vez más, que la Santa Sede marcaba el ritmo en función de su prioritario interés: desvincularse del franquismo, que Ella misma había ayudado a consolidar.
(Continuará)

Luigi Dadaglio

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