Bajo el mismo techo que Juan Pablo II, el hombre que cambió mi corazón

Recordemos que comenzó su ministerio sacerdotal, como vicario, en un pueblo de Polonia, Niegowic, cerca de Cracovia, en 1948. Se cuenta que terminó de llegar al pueblo a pie, y que justo en la entrada de la villa, se arrodilló y besó el suelo... Gesto que evidencia a lo que nos acostumbró este Papa viajero en cada rincón de mundo que visitó -104 viajes fuera de Italia- donde se arrodillaba y besaba el suelo. Cada país ha sido amado, besado por Juan Pablo II, como suelo sagrado. Ha sido un Papa católico en el sentido estricto de la palabra, Papa universal. Cuando su salud ya no le permitía arrodillarse le acercaban un cuenco con tierra. Es pues, el hombre de los detalles, de las anécdotas.
El hombre que ha traspasado todas las fronteras. Quién hubiera osado decir que medio mundo estaría en Roma para sus exequias y ahora para su beatificación? El Papa, que tal como le predijo el cardenal Wyszynski, primado de Polonia, llevaría con gracia la Iglesia hacia el tercer milenio. Juan Pablo II atravesó el umbral de la esperanza en 2005, pero no lo olvidaremos en varias generaciones. Ahora se cumple lo que los italianos expresaban con gritos y pancartas durante la misa exequial: "Santo subito".
Una experiencia única
Pasé casi una semana bajo el mismo techo que Juan Pablo II. Era el año 1996 en Tours (Francia) con motivo de una visita pastoral. El Santo Padre se alojó en la Casa Madre de mi congregación, las Dominicas de la Presentación. Momentos que no se borrarán nunca de mi memoria. Una experiencia única, llena de pequeños detalles, los que configuran la vida de todos.
Juan Pablo II lo miraba todo, nada escapaba de su mirada profunda y, si convenía, miraba de reojo. Pero sobre todo miraba el corazón de los que estábamos con él. Nunca nadie había llegado tan lejos en mi alma, ¿qué debió ver? Ni yo misma lo sé, pero algo cambió en mí. Ojalá pudiera transmitir al lector esa sensación. Completamente imprevisible, sencillamente sobrenatural.
Juan Pablo II saluda, habla, pero hay que insistir en que mira y remira como si supiera que hay en los ojos y en el corazón de cada uno de los que lo acogen, le esperan o le ayudan. Entre la intimidad y la profundidad de su mirada, estaba su picardía; te sorprendía esta mezcla. Bromeaba, preguntaba, escuchaba y rezaba a pesar de estar muy cansado.
Me llamó mucho la atención una noche, eran las diez, digamos que una hora intempestiva por los franceses, el Santo Padre volvía de todo un día de celebraciones, visitas y prédicas, pero eso no le impidió seguir preguntando, de explicar qué había hecho y pedir para ir a rezar a la capilla mayor de la casa, pues el oratorio de sus estancias no tenía las cruces del Vía Crucis. La capilla estaba cerrada con llave, los perros de la brigada de explosivos la habían inspeccionado por la mañana, pidió que la abrieran, comenzó a rezar y quiso quedarse solo, sólo su amado secretario, Stanislaw Dziwisz, lo acompañó. Fue un largo rato de oración después de un día bien largo y cansado.
Y ya una última anécdota del día que Juan Pablo II se iba, nos habíamos reunido todos en la capilla, yo hacía fotos arrodillada para poder encuadrar y hacer la foto de grupo con el Papa en primer plano. Hago la foto, todavía arrodillada y cuando estoy a punto de hacer otra, me mira, se pone a reír y me da su bendición. Apenas tengo el reflejo de santiguarme, mientras resuena la risa de los presentes, yo sólo pretendía que todo el mundo cupiera en la foto, y él lo sabía, pero su bendición me emociona hasta el llanto. No sé qué me ha pasado.
Cada vez que me encontraba con él, yo perdía la palabra; lo miraba, me miraba. Pensar que he estado con Juan Pablo II y casi no le dije nada ... ¿Quién se atrevía a hablar? Podemos decir que es un hombre que cambió muchas cosas en el mundo y en la Iglesia, y puedo decir que fue el hombre que cambió mi corazón, lo abrió hacia Dios y a los demás de manera sorprendente, a pesar de los tropiezos de cada día. Su mirada profunda me impresionó y a menudo pienso en ella, es un empujón, una fuerza, que me ayuda avanzar y vivir con más profundidad mi vida consagrada. Texto: Sor Gemma Morató Sendra.