Misiones y teología de la liberación "Las señoritas": memoria documental de una experiencia misionera

La misionera Sofía Toro recibe aseguranzas del mamo Bernardo Torres
La misionera Sofía Toro recibe aseguranzas del mamo Bernardo Torres Juan Sebastián Zapata

¿Por qué los restos de una misionera católica yacen en la Sierra Nevada de Santa Marta, junto a los de antiguos mamos? ¿Cómo logró aquella mujer tal nivel de compenetración con los arhuacos?

Su historia guarda la memoria de la Unión de Seglares Misioneros, quienes encarnaron la teología de la liberación y establecieron un verdadero diálogo intercultural con los pueblos indígenas. 

Una película trata de rendir homenaje a su legado. Aquí parte de los datos recabados. 

El 21 de enero de 1972 un avión que cubría la ruta Medellín-Quibdó se estrelló en área montañosa entre Antioquia y Chocó. Aunque el Gobierno declaró la zona camposanto y, aduciendo que el lugar era inaccesible, se negó a enviar a un equipo forense para hacer el levantamiento, un grupo de civiles consiguió llegar hasta allí y recuperar el cuerpo de uno de los muertos, Gerardo Valencia Cano, vicario apostólico de Buenaventura. 

Nunca se descartó que aquello hubiese sido, en realidad, un atentado y no un accidente, como sostenían las autoridades. En los últimos años, el eclesiástico se había convertido en una piedra en el zapato para el establecimiento. En tiempos de Guerra Fría, había quienes lo consideraban una amenaza contra el statu quo, en reacción a su estilo pastoral. Incluso habían llegado a ponerle el sobrenombre del “obispo rojo”, mientras la gran prensa alertaba sobre “la rebelión de las sotanas”.

En 1968, el religioso sirvió como anfitrión, en Buenaventura, a un grupo de sacerdotes que admitían el diálogo entre marxismo y cristianismo. A la luz del magisterio de la Iglesia católica e interpelados por la figura de Camilo Torres, pedían a sus superiores mayor compromiso en la búsqueda de la justicia. Uno de ellos, Gabriel Díaz, escribiría años después sobre el apoyo que Gerardo Valencia Cano le dio a sus esfuerzos por promover la no violencia, en un tiempo en el que justificar la vía armada se hizo normal, incluso dentro de algunos sectores del clero. “Nunca se me olvidará la inmensa humildad con que aceptó que los dos fuéramos llevados a instalaciones del DAS en Medellín, cuando nos disponíamos a viajar a Quito (Ecuador) para animar otro congreso”, escribiría Díaz, refiriéndose al prelado y a las presiones de las que ambos fueron objeto, a pesar de su pacifismo.

A la izquierda, Gerardo Valencia Cano, vicario apostólico de Buenaventura
A la izquierda, Gerardo Valencia Cano, vicario apostólico de Buenaventura

El 11 de octubre de 1970, Valencia Cano pronunció una conferencia en el plenum de la Unión de Trabajadores de Santander (UTRASAN). “El desarrollo es la nueva canción que entona el capitalismo para adormecer a sus víctimas”, manifestó, criticando el neocolonialismo y las condiciones inequitativas de la explotación del petróleo en el país. Sus dardos más afilados fueron contra “la nación rica del norte” y contra sus “servidores” entre la oligarquía colombiana. 

Muchos se sorprendieron al escuchar a un obispo clamando por un socialismo latinoamericano capaz de estrechar lazos de unión entre los oprimidos. En vísperas de su muerte, había quienes anticipaban la destitución del religioso. Se decía que el Vaticano tenía previsto enviar a un visitador, en atención al rechazo que generaba su acción, incluso dentro de sectores del episcopado colombiano. Entre la espada y la pared, consciente de la animadversión que despertaba, el prelado escribió en su diario, a modo de diálogo con Dios: “Haz de mí la víctima de holocausto que requieres para salvar a este pueblo (…) Llévame a encarnarme tan hondo, que él pueda aceptarme sin esfuerzo como suyo”.

Basta ir a las zonas de bajamar en Buenaventura, para advertir cómo la gente conserva la memoria de este eclesiástico raro en su especie, quien anticipó la marginación que traería consigo la construcción del puerto y abrazó la causa de los pueblos étnicos con tal fuerza que hoy los luchadores sociales del distrito lo invocan como referente. Así se conserva también, pero en la Sierra Nevada de Santa Marta, el recuerdo del que fue uno de sus experimentos más queridos, la Unión de Seglares Misioneros (USEMI).

Liberación, en lugar de dominación

El antropólogo Juan Sebastián Zapata nunca se imaginó que resultaría aficionándose a la historia de las misiones. La violencia ejercida por el común de los capuchinos contra los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta había profundizado su antipatía hacia toda forma de acción colonial. Por eso lo tomó por sorpresa enterarse de que los restos de una misionera católica yacían monte arriba, junto a los de antiguos mamos. ¿Cómo había logrado aquella mujer tal nivel de compenetración entre los arhuacos? ¿Por qué su historia no había sido referida en los textos que le había tocado leer a él en la universidad? ¿Cómo había pasado él tanto tiempo en la Sierra sin tener noticia de aquello? Fueron acaso algunas de las preguntas que pudo haberse hecho el investigador, mientras el mamo Bernardo Torres le habló por primera vez de Gloria Uribe y de USEMI, un puñado de mujeres y de hombres cuya labor fue definitiva en la defensa de la tierra y de la cultura de las comunidades indígenas de la región.

Juan Sebastián Zapata en trabajo de campo, entre indígenas de la Sierra
Juan Sebastián Zapata en trabajo de campo, entre indígenas de la Sierra Archivo particular

Su memoria permanece como algo muy entrañable; una suerte de tesoro que no se confía a cualquiera de buenas a primeras, porque no cualquiera puede entender el relato, una historia en la que se entretejen lucha social y persecución, y que para Juan Sebastián Zapata casi se ha convertido en una obsesión, una veta inexplorada que, según él, debe descubrirse con todo el respeto del mundo, sí; pero también con la seguridad de que el poder de atracción del pasado puede resultar revelador para emprender nuevos caminos de solidaridad en el presente.

Paradójicamente USEMI llegó a la sierra gracias a los capuchinos, cuando los misioneros vieron superadas sus capacidades y convocaron a la institución en busca de apoyo para su tarea “civilizadora” entre los indígenas. Desconocían los frailes que la entidad, creada bajo la tutela del vicario apostólico de Buenaventura, habría de encarnar las transformaciones de última hora que surgían en la relación entre la Iglesia católica y los pueblos étnicos. Con el antecedente de la unión femenina misional, USEMI fue uno de los escenarios en los que echó raíces la teología de la liberación, como un corpus de ideas sobre el papel de los cristianos en la defensa de los derechos humanos. Por eso, a la histórica lógica de dominación religiosa propia de los capuchinos, la entidad antepuso los más novedosos planteamientos sobre diálogo intercultural que conocía el ámbito católico por aquellos años.

Uno de los asesores de Gerardo Valencia Cano y de USEMI fue el teólogo, biblista y filólogo Noel Olaya, quien sostenía que respetar la originalidad de cada cultura equivalía a respetar al hombre concreto. “El misionero no llega para hacer presente a Cristo o para lograr que Cristo se encarne en esa cultura, sino para descubrir la presencia oculta del Señor, encarnado en ella”, sostenía el intelectual, cuando ideas por el estilo ya comenzaban a inquietar a sectores del episcopado colombiano que, al poco tiempo, emprenderían una verdadera cacería de brujas contra todo lo que oliera a izquierda.

Noel Olaya ayuda a reconstruir la aldea kogui Maruámake
Noel Olaya ayuda a reconstruir la aldea kogui Maruámake Archivo USEMI

El obispo Alfonso López Trujillo creía que estaba en curso una infiltración comunista en la Iglesia y que la amenaza debía ser conjurada. Rápidamente la labor desarrollada por USEMI en la Sierra Nevada, en orden a la defensa territorial, la promoción de una educación propia y el cuidado de formas de medicina popular, fue objeto de vigilancia. Prendió las alarmas el hecho de que las misioneras y los misioneros que desarrollaban su labor monte arriba no parecieran ser muy afectos al establecimiento ni a los sectores más conservadores de la Iglesia. Estos últimos habían justificado históricamente el despojo, oponiéndose a la reforma agraria y sirviendo a la defensa de los intereses de los terratenientes. “El orden social en Colombia está sostenido en dos pilares: la Iglesia y el Ejército”, pensaban algunos sacerdotes.

Muerto Gerardo Valencia Cano, la experiencia misionera surgida al alero de su figura se quedó sin su protector principal. “Hay tres maneras de situarse: con la Iglesia, sin la Iglesia y contra la Iglesia”, sostenía a inicios de la década de 1980 un tal Silvio Herrera, molesto por el estilo de USEMI; achacándole a la entidad que si no parecía estar con la parte más tradicionalista de la Iglesia estaba contra el conjunto de la institución. Peor aún: que podía ser, en realidad, una manifestación de subversión. Para entonces, el protagonismo de la labor misionera monte arriba lo tenían personas como Beatriz Toro, Sofía Toro y Gloria Uribe. Nada bueno podía estar haciendo aquel puñado de mujeres, que ni eran monjas ni contaban con la aprobación del ala hegemónica del episcopado, concluyeron los agentes del Estado que le tendieron un cerco cada vez más estrecho a su labor.

Sofía Toro le enseña a un grupo de niños cómo usar el microscopio
Sofía Toro le enseña a un grupo de niños cómo usar el microscopio Archivo USEMI

USEMI salió de la región en acuerdo con la dirigencia indígena de la sierra, cuando lo más importante de su trabajo ya había sido realizado en esa década. Algunas misioneras, sin embargo, siguieron colaborando por su cuenta hasta el día de su muerte, siempre bajo la inspiración de su mentor. En personas como Beatriz Toro, Sofía Toro y Gloria Uribe se realizó lo que Valencia Cano había dejado escrito como su ideal:

Encarnarse tan hondo en el pueblo hasta que este lo acepte a uno como suyo.

La película

Datos por el estilo han sido recopilados en los dos últimos años por Juan Sebastián Zapata y un puñado de amigos y amigas, quienes, en alianza con el mamo Bernardo Torres, emprendieron la tarea de narrar en formato documental la historia de USEMI en la Sierra Nevada de Santa Marta.

Cecilia Villazón, "colaboradora número uno de USEMI en Valledupar"
Cecilia Villazón, "colaboradora número uno de USEMI en Valledupar" Juan Sebastián Zapata

A diferencia de otros lugares de la región, en donde el conflicto armado tuvo un impacto devastador en la memoria colectiva, entre el común de las comunidades koguis de la sierra todavía hoy se habla de “las señoritas”. Así se les conoce a las misioneras que se echaron al hombro el proceso, recomponiendo mucho de aquello que la presencia capuchina y que otras formas de injerencia estatal habían producido en contra de los indígenas.

El enfoque del relato que se viene levantando rinde homenaje a ese ángulo femenino de la lucha social y profundiza una de las relaciones todavía pendientes por estudiar en el campo de las ciencias sociales en Colombia: el vínculo entre activismo y experiencia religiosa. Igualmente, describe cómo fue objeto de cacería un sector contracultural del cristianismo que hizo suya la causa de la justicia y se despojó de aspectos de la inercia colonial. Mediado por la memoria indígena, y abandonando los lugares comunes de la narrativa clerical, se trata de un aporte novedoso a la construcción de paz, un verdadero estímulo para la defensa actual de la Sierra y de sus pueblos.

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