La violencia machista Amores que matan; amores 'monstruosos', amores 'gimenos'

"Hay amores (falsos amores) que matan": son aquellos en los que uno se ama solo a sí mismo valiéndose del otro"

"Es en la relación sexual donde más fácilmente puede uno buscarse a sí mismo"

"Una de esas atrocidades que casi consideraríamos imposibles entre los humanos, si no fuera porque nos las encontramos con demasiada frecuencia"

"Esa clásica visión de la mujer (tan antigua y todavía tan presente) como un objeto divino: se la diviniza sí, pero se la convierte en objeto: se la admira, se la venera, se la diviniza; pero a cambio de no personalizarla. Y surge también la noción de 'propiedad' que estropea toda relación"

"La narración del Génesis tiene el mérito hoy no percibido de poner el origen del mal fuera de la mujer: en ese extraño poder simbolizado por la serpiente"

"Un ruego desesperado a todos los 'tomás-gimenos' en ciernes. Por favor: pensáoslo muy bien, buscad si acaso ayuda por otra parte; paraos a tiempo porque aún podéis evitar una aberración que os hará más daño a vosotros del que vosotros podáis causar"

"La justicia no consiste en alegrarse por el dolor del otro, sino en cambiar al otro"

Bien expresivo es el refrán castellano: “hay amores que matan”. Y podemos darle una sencilla razón ética: el amor mata cuando uno se ama a sí mismo en el otro. El amor realiza cuando uno ama primaria y directamente al otro y “por añadidura” (cf. Mt 6,33) se encuentra plenamente consigo mismo en esa salida de sí. Cuando Jesús ordena amar a los enemigos, quizá es como ejemplo de un amor en el que uno no puede buscarse a sí mismo en el otro.

Dada la intrínseca vinculación entre amor y sexualidad, este es un aviso importante para cualquier ética sexual: porque es en la relación sexual donde más fácilmente puede uno buscarse a sí mismo.

Y estas consideraciones quieren servir de prólogo para una reflexión a fondo del estremecedor asesinato en Tenerife de dos pequeñas (Ana y Olivia, de 1 y 6 añitos) a manos de su padre Tomás Gimeno y con la intención de causar el mayor daño posible a su expareja, madre de las niñas.

De entrada, todos coincidiremos en el veredicto: MONSTRUOSO. Así, con mayúsculas: una auténtica monstruosidad que además, del dolor que nos causa, nos desborda y nos supera. Una de esas atrocidades que casi consideraríamos imposibles entre los humanos, si no fuera porque nos las encontramos con demasiada frecuencia.

Y bien: si un buen día aparecieran por los Pirineos una serie de animales monstruosos y muy feroces, parece evidente que, además de acabar con ellos, procuraríamos saber cómo han aparecido y de dónde vienen, para que no se perpetúe su amenaza.

Pero eso es lo que temo que no estamos haciendo en el caso de la violencia machista. Me he cansado de decir que todas esas medidas como el teléfono gratuito y demás, por necesarias que sean son muy insuficientes porque apuntan a los efectos y no a las causas. Una de las preguntas que aparecen en estos casos es cómo es posible que un padre haga eso, y si merece el nombre de padre quien actúa así. Y, además, no en un arrebato pasional que le nubla la razón, sino de manera fría, calculada y planificada.

La respuesta es bien sencilla: ni merece de nombre de padre, ni él mismo se consideraba tal. Hablando mal y pronto, él lo único que quiso fue “follarse bien a su pareja”. Si de ahí se seguía alguna otra consecuencia, eso era cosa de ella que a él ni le iba ni le venía.

Monstruo Gimeno

[Entre paréntesis: algo de eso, de manera no tan cruda, puede estar en las relaciones sexuales de muchos hombres, pero luego la presencia del bebé es una llamada a su ternura que le ayudará a ir juntando más la sexualidad con el amor auténtico. En el caso de Tomás Jimeno ya no ocurrió eso por otros factores que aún hemos de considerar.

Pero déjeseme añadir un par de ejemplos más en la línea de Tomás Jimeno. Conozco casos de prostitutas en los que el cliente se niega a usar un preservativo, no ya para evitar embarazos sino ni siquiera por la amenaza del VIH “yo pago y ha de ser todo a mi gusto pleno”. También casos de parejas en las que, al producirse un embarazo, el macho planteó el dilema: o el bebé o yo; si no abortas me separo. Son ejemplos de esa relación sexual en la que no hubo nada “relacional” sino la búsqueda del mayor placer propio a costa de la otra parte. Por supuesto: no todos los caso son así, pero esos casos se dan: es el peligro de la sexualidad masculina cuando no ha sido educada].

En las conductas extremas como la de Tomás Gimeno, creo que intervienen demás otros factores, que forman parte de la compleja bipolaridad macho-hembra en los seres humanos. Veamos rápidamente:

Para no andar con culpabilizaciones facilonas podemos entender la presunta superioridad del macho en épocas primitivas donde la fuerza física era indispensable para sobrevivir (cazando, conviviendo con fieras…) y donde además no hay alimentos artificiales ni posibilidades de transporte rápido, y la mujer parece forzada a quedare en casa para alimentar al bebé. Por si fuera poco, se desconocía el óvulo y el macho era considerado como el único transmisor de vida [1].

Todas estas presuntas razones de superioridad irá barriéndolas la historia, no sin las previsibles resistencias masculinas. Pero es que, además, incluso en las épocas primitivas (con la muerte tan cercana y tan presente) la obsesión masculina por perpetuarse en la posteridad, es inmensa y casi desesperada [2]. Pues bien: resulta que en esta obsesión fundamental, el varón depende totalmente de la mujer (además de la clásica dependencia para la satisfacción sexual, antes aludida). Y a todo esto las ciencias irán añadiendo la superioridad del cuerpo de la mujer, capaz de generar vida y de producir alimentos.

Pues bien: todos estos factores van creando una ambigua relación de amor-odio: el que se cree superior (y podría mostrar eso a puñetazos) se siente dominado y totalmente dependiente en campos muy vitales para él. De ahí surge esa clásica visión de la mujer (tan antigua y todavía tan presente) como un objeto divino: se la diviniza sí, pero se la convierte en objeto[3]: se la admira, se la venera, se la diviniza; pero a cambio de no personalizarla [4]. Y surge también la noción de “propiedad” que estropea toda relación.  La serenata huasteca podrá cantar humildemente que “aunque no tengo fortuna me querrás poquito a poco” y “qué le voy a hacer si de veras te quiero”. Pero esas veras terminan en “porque yo he de ser tu dueño”… Y eso debió ser lo que Tomás Gimeno vivía muy en serio, sin la pizca de ironía de los corridos mexicanos.

La relación, entonces, más que de igualdad, tiende a ser manipulación mutua. Y eso se facilita por la dependencia afectiva de la mujer respecto del varón, que le hace creer que necesita de su admiración y aprobación para realizarse como mujer y la lleva a obrar buscando esa admiración. En este contexto, el macho convierte su dependencia y necesidad de la mujer, en culpa de esta, que viene a ser vista como origen del mal. Y esa culpabilización facilita otra vez su sometimiento al varón.

Curiosamente, la narración del Génesis tiene el mérito hoy no percibido de poner el origen del mal fuera de la mujer: en ese extraño poder simbolizado por la serpiente. Incluso cabe argüir que la culpa de la mujer es menor porque cede ante un poder sobrehumano, mientras que el varón cede ante una seducción meramente humana. Algo muy provocativo y difícil de aceptar en aquella época.

Cuando se rompe ese falso equilibrio entre depender totalmente de ti y “ser tu dueño” se puede producir un verdadero trauma psíquico que lleva a la extraña y no infrecuente reacción de suicidio del agresor (o entrega a la policía). No vivir, con ella castigada, es mucho más soportable que vivir sin ella.

Realmente “hay amores (falsos amores) que matan”: son aquellos en los que uno se ama solo a sí mismo valiéndose del otro. Y esto no vale solo en el campo del amor hombre-mujer (que puede ser el más paradigmático) sino en otros mil campos de la vida [5].

Nadie tiene hoy a mano una solución mecánica del problema. Pero creo que es posible (y necesario) enumerar algunos principios que habría que poner en práctica cuanto antes:

Por un lado no tener miedo a los cambios estructurales o situacionales, y a las transformaciones culturales que ellos provocan. Por otro lado no absolutizar esos cambios poniendo la existencia por encima de la esencia (como hizo Sartre corrigiéndose luego).

Queramos o no, la naturaleza nos marca unos límites; y eso se olvidó en el campo sexual, pretendiendo que la sexualidad del varón y de la mujer eran idénticas cuando, en realidad son (sobre todo en los comienzos) muy diferentes. Ello hizo que cada sexo tratara al otro como a sí mismo. Y a largo plazo nos hemos ido encontrando con todas las agresiones que dieron lugar al “me too”, con la aparición ineliminable de la violencia sexual y quizá también con la multiplicación de la pederastia.

Hace falta pues, no solo información sexual (que esa todo el mundo acaba por obtenerla) sino, sobre todo, formación y educación sexual. Que son mucho más difíciles de dar que la mera información.

Entre tanto, un ruego desesperado a todos los “tomás-gimenos” en ciernes. Por favor: pensáoslo muy bien, buscad si acaso ayuda por otra parte; paraos a tiempo porque aún podéis evitar una aberración que os hará más daño a vosotros del que vosotros podáis causar. En uno y otro lado, no olvidemos nunca  que la justicia no consiste en alegrarse por el dolor del otro, sino en cambiar al otro.

[1] No puedo presumir de haber terminado todos los libros que comencé porque hay al menos uno que se me quedó por acabar: me refiero al Emilio de Rousseau. Pero creo recordar que, bastante al principio del libro, Rousseau intenta mostrar que la mujer está hecha por la naturaleza para el cuidado: porque el hombre está incapacitado para dar de mamar.

Rousseau no habla polemizando, pero hoy pienso que cualquier feminista le respondería enseguida que un varón no puede dar de mamar pero sí que puede cambiar unos pañales… Y evoco la anécdota para subrayar que ni lo masculino es total y exclusivamente masculino ni lo femenino es total y exclusivamente femenino. De ser así no habría comunicación posible. Ambos sexos están compuestos de elementos masculinos y femeninos; y es la mayoría de unos u otros lo que determina la identidad sexual de la persona.

[2] Recordemos la frecuencia con que en la Biblia aparece (en salmos y libros históricos) esa obsesión del varón por perpetuarse, y el valor (o desvalor) de la mujer, si consigue darle esa falsa perpetuidad. Curiosamente parece que la mujer no necesita esa perpetuación…

[3] Aunque no esté bien citar libros porno, me permito aducir dos expresiones típicas de Henry Miller: “God bless cunt”, por un lado y, por el otro, cómo nombra a sus amantes: “Cunt Mary, cunt Dora…”. Aquí están: divinización y objetivación.

[4] Resulta increíble que un talento como Platón crea que no es posible la amistad varón-mujer porque con las mujeres no es posible hablar de nada serio, y esa comunicación es lo fundamental en la amistad. Sin embargo, cuando conoces un poco la situación de la mujer hace 25 siglos, la total ausencia de educación y de vida social, empiezas a comprender que a aquellos hombres les parecía obra de la naturaleza lo que no era más que fruto de una situación y de unas estructuras sociales.

Curiosamente, la consecuencia de esa mentalidad era que  los banquetes eran solo para  hombres (porque los griegos debían hablar de cosas muy serias en los banquetes…). Hasta que Sócrates enmendó la plana afirmando que todo lo que sabía sobre el amor se lo había enseñado una mujer: Diótima. Pero esa tal debió quedar como la excepción que confirma la regla…

[5] Dije una vez de un conocido político catalán (al que prefiero no citar ahora) que ha hecho un gran daño  a Cataluña pretendiendo amarla mucho. Y la razón es la misma: consciente o inconscientemente, más que amar a Cataluña, se amó a sí mismo en su presunto amor a Cataluña. Se comprende también así, por qué es casi imposible hacer cambiar a este tipo de personas.

Volver arriba