¿la fórmula calcedónica en el evangelio? "Lo de mi Padre"

Cómo el pasaje del niño perdido en el templo puede ayudarnos a situar la divinidad y la humanidad de Jesús

La pregunta, o la curiosidad, por la conciencia de Jesús es frecuente y muy lógica. Pero los evangelios suministran muy pocos datos. Los límites de la investigación histórica, con su comprensible sospecha para aquello que no está testificado por varias fuentes sino por una sola, aumentan esta dificultad.

Aun así, creo que el pasaje demasiado olvidado de la llamada “pérdida de Jesús en el Templo” con que Lucas concluye su segundo capítulo, permite algunos atisbos en los que vale la pena detenerse un momento.

Ya de entrada, la traducción habitual de la respuesta de Jesús: “yo debía estar en la casa de mi Padre”, dificulta ese acceso identificando, de forma poco cristiana, el Templo y la “Casa de Dios”[1]. Cristianamente hablando el templo es la casa de los creyentes en Dios. Pero estos saben perfectamente que Dios tiene su “Casa” en otros mil espacios.

La formulación griega de las palabras de Jesús dice “en tois tou Patrós mou”: en las cosas de mi Padre. O simplemente: “yo tengo que estar en lo de mi Padre”. Intentaremos analizar esa respuesta.

Por un lado, la ultimidad del sujeto de Jesús (aquello que el concilio de Calcedonia llamaba “la subsistencia”) parece haberse ido posesionando de la conciencia de ese niño, de tal forma que su vivir, su estar, su actuar no tiene otra referencia que “lo de Su Padre”: la experiencia de filiación es tan intensa que domina la conciencia de aquel niño.

Por otro lado, esa experiencia que lo posee, no interfiere para nada en las particularidades y los límites del desarrollo humano de un chiquillo de 12 años. A esa edad, el niño no percibe los problemas que puede crear su conducta: se figura probablemente que todo el mundo vive como él la conciencia de Su Padre y que su modo de proceder será tan evidente para los demás como podía serlo para él. Desde el punto de vista humano, Jesús es aún una criatura y se comporta como una criatura aunque, desde el punto de vista trascendente, esa criatura esté sustentada por aquel a quien Jesús llamará “Abbá”.

Incluso, desde esa mentalidad infantil y de acuerdo con la educación que ha recibido, Jesús todavía cree que “lo de Su padre” está sencillamente en el Templo. Conforme vaya creciendo como hombre, y conociendo el mundo y su sociedad, irá percibiendo que “lo de su Padre” está más bien en los que son esclavos de alguna enfermedad corporal o anímica y que, cuando un ser humano se libera de esas esclavitudes, se hace presente el reinado de Dios (cf. Lc 11,20). Irá comprendiendo que “lo de su Padre” está en los que pasan hambre, en los que lloran, los que son perseguidos injustamente; y en reaccionar ante esos con una misericordia que lleve hasta el hambre y sed de justicia[2]. Irá percibiendo que “lo de su Padre” no está en templos que sean “obra de manos humanas” (por fastuosos que sean), sino en otros templos que no son obra humana y que se edifican “cuando dos o tres se reúnen en su Nombre” (Mt 18,20). Irá percibiendo que “lo de su Padre” no está en el esplendor humano del culto sino en el reinado de la dignidad humana de hijos de Dios y en la fraternidad e igualdad que de ahí se derivan. Irá comprendiendo así que todos los seres humanos necesitan que se les enseñe a llamar a Dios “Abbá” como él le llamaba. E irá convenciéndose de que todo eso es una increíble “buena noticia” que él está llamado a anunciar. Y también aprenderá, de manera difícil pero definitiva, que “lo de su Padre” no está en esas victorias humanas que siempre implican unos vencidos y unos derrotados, sino en esa universalidad inaudita donde caben todos y a la que (vista la maldad del mundo) quizá no se llega más que a través de un dolor que llega a clamar: “Dios mío ¿por qué me has abandonado?” pero que, aun desde esa experiencia de abandono, sigue siendo capaz de gritar: “Padre, en tus manos pongo mi vida”.

Como ya dije otras veces, y como enseñará luego san Pablo, la divinidad de Jesús no está encima de su humanidad (como un segundo piso añadido a una vivienda de planta), sino en la novedad y definitividad de esa humanidad (cf. 1 Cor 15, 45-49). La divinidad de Jesús envuelve toda su dimensión humana pero sin destruirla ni tragársela.

Así puede que obtengamos alguna información o algún atisbo sobre la conciencia de Jesús, pero que no está destinado a satisfacer nuestra comprensible curiosidad, sino a que “le demos vueltas en nuestro corazón” como María, y a transformar toda nuestra impostación de eso que llamamos fe en Dios o hecho religioso.

Si las cosas son así, los cristianos tenemos todavía que hacer un examen muy serio sobre nuestro seguimiento de Jesús, sin pretender, como hemos hecho tantas veces, que la fe en el Dios revelado por Jesucristo es independiente del seguimiento cada vez más radical del Maestro. Porque nos exponemos a eso que Francisco (con su gran capacidad de formulación) ha denunciado en Canadá: “anunciar a Dios de un modo contrario a Dios”.

Un ejemplo a modo de apéndice.

Para ayudarnos a comprender hasta dónde puede llegar nuestra capacidad para falsificar al Padre de Jesús (una deformación que solo Dios sabe si es interesada pero es indudablemente cómoda), permítaseme evocar un problema lingüístico con el que me he tropezado muchas veces.

Cuando hablas de “los pobres” y de la opción radical por ellos, casi nunca falta la objeción interrogativa del que comenta: “bueno, claro, pero ¿quiénes son los pobres? Porque en realidad pobres lo somos todos…”. Como cantaría Luis Guitarra: “cansado vengo, cansado”, de oír esa argumentación.

De entrada, imaginemos qué ridículo sería si se crease ahora con motivo de la guerra de Ucrania, una fundación para ayudar a quienes se han quedado huérfanos, y gente acomodada comenzara a decir que también ellos deben participar de esa ayuda porque “todos somos huérfanos” (pues no tenemos aquí a Dios nuestro Padre) ¿Se atrevería alguien a argumentar así?

Pues bien: sin duda existe una pobreza económica y una pobreza ontológica. Pero es hora de que sepamos que cuando la Biblia habla de los pobres se refiere a la pobreza económica. Nuestra pobreza ontológica es designada en la Biblia de modo más bien positivo: como “la imagen de Dios” que siempre tiende a identificarse con el modelo (como cuando Miguel Ángel golpea a su Moisés y le grita: “¡habla!”). O como el heredero que aún no posee la herencia que le corresponde…

Los pobres, en la Biblia y en el lenguaje de Jesús, aluden siempre a la pobreza económica, no a la ontológica. De no ser así, Amós nunca habría podido denunciar aquello de que “venden al pobre por un par de sandalias” (2,6); ni habría podido apostrofar a los que “convierten la justicia en acíbar” (5,7); ni llamaría “vaca suiza” a la alta dama que tumbada en un lecho pide a su amante: “tráeme otro whisky” (4,1). (Y perdón por mi traducción demasiado libre pero más inteligible hoy).

La lengua catalana tiene una expresión que me parece muy apta para cerrar estas reflexiones: “tant de bo”. No se trata de un “ojalá” genérico como dice su traducción castellana, sino de una razón muy objetiva de ese deseo: “¡qué bueno sería!”… Porque sería magnífico si aquella especie de travesura del Dios niño contribuyera a madurar nuestra fe, siempre todavía demasiado infantil.

[1] La Vulgata, a pesar de la dificultad para traducirlo porque el latín no tiene artículos, no cayó en la tentación de decir: “in domo Patris mei”, sino que añadió un pronombre: “in his quae Patris mei sunt”.

[2] Sobre las alusiones a las bienaventuranzas aquí implícitas, remito al capítulo último de ¿Apocalipsis hoy? Contra la entropía social. Santander 2019, pgs. 265 ss

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