Cuidarnos del miedo

El miedo es una respuesta natural ante el peligro, pero bien entendido; es necesario como un excelente mecanismo de defensa que viene impreso en el ADN de los seres humanos. No tener miedo, así dicho, es algo insano y sinónimo de temerario, por tanto cercano a una conducta irresponsable.

"Para Jesús, el excesivo miedo es un síntoma de la falta de fe". Frase corta y directa del misionero claretiano Teófilo Cabestrero. Temer por encima de lo razonable es una actitud contraria a la fe, tal como suena. Jesús lo dijo en momentos diferentes, unas veces animándonos a que no tengamos miedo sino confianza, y otras con la decepción propia de la falta de fe que encontraba a su paso. Creo que el miedo y la fe pueden situarse en paralelo a la prudencia y la cobardía como anversos y reversos; lo contrario de la fe es el miedo; lo contrario de la prudencia es la cobardía -y la osadía en el otro extremo- aunque solemos confundirlas con frecuencia: muchos prudentes, en realidad son cobardes.

Ese "no tengáis miedo" de Jesús es una invitación a no tener miedo a amar. Tenemos miedo al cambio, a que nos hagan daño… y es comprensible, pero el abrirse a otro en su necesidad debe ser más fuerte que el miedo porque nos desinstala de nuestras falsas seguridades y comodidades; tenemos miedo a sufrir, a amar. La paradoja del Reino es que este miedo nos convierte en más temerosos y limitados en un círculo vicioso inversamente proporcional al círculo virtuoso de quien tiene la valentía de amar.

Tantos adoctrinamientos eclesiales sobre cómo debemos comportarnos que a veces perdemos la perspectiva de la madurez humana y de la conducta evangélica. La ciencia de la psicología es aliada del evangelio. Pero al haberlo envuelto todo en normas y rigideces, lejos de ser signos de cosas más profundas, nuestros ritos se han convertido en manifestaciones de consumismo religioso poco o nada transformador. Es el resultado de no apostar por la madurez espiritual que libera el crecimiento personal. De hecho, lo primero que ocurrió en Pentecostés es que perdieron el miedo a las consecuencias de su fe (obras): arriesgaron y crecieron como personas.

Cuando trabajamos para transformar el miedo en confianza -con la gracia de Dios-, somos capaces de ver en los prójimos la bondad y belleza a imagen de Dios que llevan dentro. Y de paso, logramos aceptarnos y querernos más que falta hace. Es la gran lección del mito de la caverna, cuando alguien vence el miedo a salir fuera de tan ficticia seguridad, se da cuenta que existe otro mundo luminoso y lleno de vida... Y vuelve a la cueva con semblante de alegría para comunicar la buena noticia a los demás, pero no le hacen caso por miedo a perder la seguridad que da la oscura e incómoda caverna. El gran obstáculo es quedarnos en la representación de la realidad, tal como lo vio Platón en el siglo V a.C., en lugar de vivir despiertos en la realidad misma, sin miedo a ser libres. De hecho, muchos de los peores sufrimientos son los que nos imaginamos que vendrán... y nunca llegaron. 

Tiene mucha miga el relato de Marcos 4, 35: Ese “Crucemos a la otra orilla” es la invitación de Jesús a trabajar por el Reino sin seguridades mundanas. Estamos instalados cómodamente en nuestra orilla desconfiando con miedo de que exista otra orilla mucho más reconfortante y gratificante. Pero es en la travesía a lo desconocido cuando se pone a prueba nuestra fe. Termino con el salmo 23, recitando las alabanzas del salmista, llenas de consuelo cuando el miedo parece superior a nuestras fuerzas: “El Señor es mi pastor, nada me falta.  Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo: tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Tu bondad y lealtad me escoltan todos los días de mi vida"...

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