La sinodalidad llama a la puerta

Nos encontramos con una sociedad que no pisa una iglesia si no es para asistir a funerales o bodas, en claro retroceso ambos a favor de las ceremonias civiles. Las Eucaristías cada vez están más vacías y las parroquias reducen misas porque no llega el relevo de curas... mientras un puñado de personas mayores, mayoritariamente mujeres, son las que se mantienen comprometidas en las comunidades eclesiales y, oh paradoja, detentan todavía el papel menos relevante en la institución eclesial; la excepción la encontramos en las celebraciones de la palabra y en las ADAP o celebraciones dominicales en ausencia de presbítero, donde ellas van adquiriendo protagonismo, incluso bendecidas directamente por algunos obispos.

La creciente promoción de la mujer en la administración vaticana es otro hecho, aunque queda mucho camino por recorrer. Es importante fijarnos también en el número creciente de creyentes laicos y laicas que echaron la toalla, aunque siguen con atención las andanzas de nuestra Iglesia buscando una razón para volver. La sinodalidad puede ser la gran puerta para ello si nos ponemos de una vez a vivir el Evangelio a la escucha y entre diferentes, caminando juntos.

No es tiempo este de encastillarnos sino de actuar en nuestro interior con actitud comunitaria para vivir y evangelizar a la manera de Jesús, no de cualquier manera. Estamos ante una oportunidad de construir un nuevo tiempo, necesariamente abiertos al Espíritu para ser ejemplo de Buena Noticia. Algo se mueve en torno la llamada tradición sacerdotal para recuperar la tradición profética, centrada en la comunidad; simplificando, la primera gira en torno a los sacerdotes del Templo, mientras que la segunda lo hace sobre los grandes profetas. Todo parece indicar que Jesús se situó decididamente de parte de la tradición profética y de la moral del don y de la comunidad que priorizaba -no prescindía- la verdadera evangelización sobre la norma.

Los muchos años centrados en las normas y ritos han ayudado a que nuestro mensaje no resulte una Buena Noticia para demasiadas personas en las que no cala nuestra potencialidad teologal (fe, esperanza, amor). No nos reconocen como portadores de una buena noticia porque no somos experiencia luminosa. Y todos necesitamos las buenas noticias.

Es cierto que hemos sido “mal educados” en la fe. Pero no es menos cierto que esto ha resultado ser un comodín para escudarnos en la indolencia a rebufo de “lo que digan los curas”. En medio de esta crisis generalizada, los laicos y laicas católicos debemos transformarnos para transformar nuestra Iglesia en una verdadera comunidad de vida a la escucha, prestos para trabajar en serio por el Reino de la mano de los consagrados, pero abriendo caminos (actitudes) nuevos en la iglesia para que reviva lo esencial. Solo así lograremos transformar con hechos la realidad del mundo, empezando por nuestro entorno más cercano.

Aquel grupito de iletrados con Jesús al frente sembraron la semilla del amor como la actitud más revolucionaria de la historia, que no ha parado de reivindicarse desde aquella sinodalidad incipiente y la vivencia del agapé fraternal, convertida en la tarea más apasionante para nuestra Iglesia actual desde la apuesta de la sinodalidad. Creo que se nos puede aplicar la reflexión de Mario Benedetti: Cuando creíamos tener todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas…

Hans Urs von Balthasar auguró (1956) que el futuro de la Iglesia está en los nuevos movimientos laicales. Al menos ahora, algo se mueve ante el exceso de formalidades, normativas, tradiciones intocables y símbolos cada vez menos representativos que Cristo denunció sin ambages. Y es hora de que valoramos el incremento de las pequeñas comunidades llenas del Espíritu que viven la realidad del Reino actuando en muchos lugares como luz para otros. No son noticia estelar, pero si fermentos que dan sentido a nuestra vivencia litúrgica y oracional.

El símbolo no vale nada por sí mismo; requiere nuestra implicación interior con el contenido simbólico para que tenga valor, como en el sentido originario clásico: el "símbolo" era la mitad de una tablilla u objeto metálico, que solo tenía sentido cuando se encontraba con su otra mitad en manos de otra persona.

El clericalismo ha propiciado que la institución eclesial parezca más importante que el Mensaje. Es un debe que arrastramos desde aquella Iglesia judía en tiempos de Jesús. Pero la crisis bestial que padecemos hoy como Iglesia, nos ha abierto los ojos para darnos cuenta que solo creceremos por atracción, no por proselitismo, algo en lo que coincidieron Benedicto XVI y Francisco.

PDTA – La Conferencia Episcopal (CEE) ha enviado las pautas recibidas por Roma para trabajar la sinodalidad a pie de parroquias y de unidades pastorales. Un nuevo tiempo aflora.

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