Notas al método crítico feminista de "En memoria de ella" (Elizabeth Schüssler Fiorenza)


Teniendo presente que el lugar de la revelación es la vida y el movimiento de Jesús tanto como el texto, aunque no su orientación androcéntrica, nuestra exégesis crítica podría dirigirse hacia una lectura feminista: no se trata de entender el texto como reflejo exacto de la realidad narrada sino más bien de buscar claves ocultas de la realidad no presente en él sino tras él porque “[…] debemos aprender a leer los silencios de los textos androcéntricos de la manera que puedan proporcionarnos ‘pistas’ que nos aproximen a la realidad igualitaria del movimiento cristiano primitivo” (pp. 73-74).

Debemos, para lograr lo propuesto, romper con los paradigmas históricos con los que ha sido leído el texto, distanciarnos y sumergirnos en la tradición al mismo tiempo. El problema no radica en la masculinidad –elemento normativo– sino en la feminidad que se constituye en “herejía”.

El lenguaje bíblico, tanto por las imágenes traducidas como por el contexto litúrgico, reproducen la violencia androcéntrica. Es absolutamente falso que las traducciones “son así y ya”, no es cierto que podamos hacer una traducción completamente literal porque toda traducción es una interpretación. Teniendo esto presente deberíamos preguntarnos si los autores bíblicos realmente insisten en la masculinidad de Dios alejándose de sus contextos para así traspasar las fronteras espacio-temporales.

Resulta muy interesante notar que en este lenguaje explícito androcéntrico se menciona a las mujeres aunque no explícitamente porque sólo aparecen en escena cuando resultan problemáticas o excepcionales. Las comunidades paulinas estaban compuestas tanto de hombres como de mujeres, aunque Pablo sólo diga “hermanos”; no obstante, los traductores, al enfrentarse a textos donde se designan títulos de autoridad (“apóstol”, “profeta”, “maestro”), se decantan hacia la asignación masculina de dichos oficios cuando el mismo NT se los aplica a mujeres . Es imperativo saber que “[…] una buena traducción no es una transcripción literal sino una interpretación perspicaz que transfiere un significado de un contexto lingüístico a otro” (p. 79).

Los escritos del cristianismo antiguo no pueden ser considerados “objetivos” en el sentido moderno de la palabra, sino productos de una “política eclesial” (Gerd Theissen) con un fin pastoral. La selección de material, la redacción y la teología son producto de una intencionalidad práctica. Por ende, resulta bastante claro que la interpretación androcéntrica de un contexto patriarcal no aporte suficientes datos para reconstruir una historia de la mujer en el cristianismo primitivo.

Resulta significativo saber que, cuando Pablo emplea el término diakonós para sí o para otro hombre, los expertos traducen “diácono”, pero cuando Pablo utiliza el mismo lexema designado a una mujer los traductores leen “servidora” o “ayudante” [sic]. También debemos recordar que la posición de Pablo como autoridad no fue siempre reconocida por todos/as tanto que, el hecho del saludo honorable a Febe y a otras mujeres (Rm 16,1-3.7), explicita el hecho de que ellas no debían su posición a Pablo.

No obstante, en el NT tenemos datos que hacen que nuestras investigaciones tengan resultados ambiguos.Los evangelios canónicos y también los mismos evangelios apócrifos (siglos II-IV d.C.) muestran polémicas por la autoridad en las comunidades de esas épocas: si fue Pedro o María Magdalena quien se encontró con el Señor Resucitado son prueba de ello. Muchos son los textos que muestran el conflicto de quién es “digno/a” de seguir a Jesús. En fin, los textos del NT son producto de una selección de tradiciones y de una elaboración de teologías condicionadas –como en todo momento de la historia- por ciertos intereses y perspectivas androcéntricas. A pesar de ello:

“[…] dado que los Evangelios se escriben en un momento en que los autores del Nuevo Testamento trataban claramente de adaptar el papel de la mujer en el seno de la comunidad cristiana al que tenían en la sociedad y la religión patriarcal, es aún más significativo que no nos haya sido transmitido un relato o una afirmación de Jesús en el sentido de exigir la adaptación y sumisión de las mujeres a la cultura patriarcal” (p. 88).

La definición del canon está inmersa en un contexto en que el papel de las mujeres no es claro. Así también, se comienza a hablar de “herejía” porque la “ortodoxia” trata de evidenciarse, pero sólo en segundo momento. Cuando el tema de la mujer comienza a aclararse, la selección de los escritos han excluido ya a la mujer de las responsabilidades eclesiales, identificarse con lo contrario es ya “herético”, ni siquiera “heterodoxo”. El canon es, en gran parte, un documento de los “vencedores” de esta historia que nos han hecho creer que la exclusión de la mujer siempre ha sido patente, a pesar de que existan textos igualitarios.

La historia de la interpretación de la literatura rabínica, como lo ha mostrado Jacob Neusner, debe ser replanteada en clave heurística-analítica: la mujer como “el otro” o como “lo anómalo” (Simone de Beauvoir) debe ser clave de interpretación en textos que son profundamente patriarcales: 1. En el caso de la Misná y también en el del NT, es posible aplicar estas categorías puesto que son textos producto de un reducido número de hombres que expresan su punto de vista sobre la mujer: lo sagrado es el varón, lo profano que no se ubica en su “impureza” es la mujer. 2. Las mujeres sólo pueden entrar en el espacio sagrado si están ligadas a su referente masculino del que depende: padre o marido.

Finalmente, teniendo en cuenta lo dicho, los textos no deben considerarse de manera aislada de su contexto textual, socio-político, y menos aún leer algo como histórico cuando no lo es:

“Como textos androcéntricos que son, nuestras primeras fuentes cristianas deben ser consideradas como interpretaciones teológicas, argumentaciones, recomendaciones y selecciones enraizadas en una cultura patriarcal. Tales textos deben ser valorados históricamente en los términos de su propia época y de su propia cultura y teológicamente en los términos de una escala feminista de valores” (p. 98).
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