Hablamos a Dios en plural
En cierta ocasión cuando Jesús estaba orando solo ante Dios, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Hay que fijarse en el hecho de que la petición no dice simplemente: “enséñanos a orar”, sino que se le añade una comparación: “como Juan enseñó a sus discípulos”. Toda oración es una palabra, una locución, un discurso dirigido a Dios. Pero los discípulos intuían que Jesús no sólo hablaba a Dios y con Dios, sino que su manera de ubicarse ante Dios, su manera de dirigirse a Dios era del todo singular y propia. Juan el Bautista tenía un modo de orar, un modo de situarse frente a Dios. Recordemos que algunos de los discípulos de Jesús habían sido antes discípulos de Juan. Ellos habían aprendido de Juan un modo de orar. Pero al ver a Jesús, se dieron cuenta de que Jesús tenía un modo especial de orar: Jesús se dirigía a Dios con confianza de hijo y llamaba a Dios Padre; Jesús se acercaba a Dios como a un Padre misericordioso, y no como al Juez justiciero; Jesús pedía y esperaba de Dios la salvación de los pecadores más que su castigo y condena. Detrás de la pregunta del discípulo está quizá la inquietud: ¿podemos nosotros también orar como tú o sólo tú puedes orar así? Enséñanos a orar como oras tú. Nosotros queremos aprender a orar, queremos aprender a relacionarnos con Dios como te relacionas tú.
Jesús, entonces, les enseñó unas palabras para que pudieran hablar con Dios. Pero en esas palabras se expresa una actitud, una manera de situarse ante Dios. Esas palabras que Jesús enseñó a sus discípulos se han convertido para nosotros en la oración del Padrenuestro, en la versión que nos transmitió san Mateo. Varias cosas podemos destacar en la oración de Jesús, que nos enseñan a relacionarnos con Dios del modo propio de los discípulos de Jesús. En primer lugar, Jesús nos enseña a llamar a Dios Padre. Eso de inmediato significa que nosotros, los que oramos, nos situamos y nos relacionamos con Dios como hijos. Somos hijos de Dios por la creación y nuestro nacimiento natural; pero sobre todo somos hijos de Dios en unión con Jesús, porque hemos nacido de nuevo como hijos de Dios por medio del bautismo. Como nos enseña san Pablo hoy en la segunda lectura: Por el bautismo fueron ustedes sepultados con Cristo y también resucitaron con él. Si somos hijos, hablamos con Dios con confianza, seguros de su misericordia y de su bondad. Le hablamos a un Dios que quiere nuestro bien, que busca nuestra felicidad, que es nuestra plenitud.
En segundo lugar, le hablamos a Dios en plural. Aunque sea uno solo el que habla con Dios, no dice yo, sino nosotros. Danos hoy nuestro pan y perdona nuestras ofensas. Aunque estemos solos ante Dios, y Jesús por lo general se retiraba en solitario para orar, en nuestra mente, en nuestro afecto, en nuestra preocupación están los otros hijos de Dios, que son nuestros hermanos. Oramos no solo por nuestras necesidades, sino por las de nuestros hermanos. No nos presentamos ante Dios en solitario, sino como parte de una familia, en la que Dios es el Padre y en la que la Iglesia es nuestra Madre. De esa manera reconocemos que no vivimos en aislamiento, ni pretendemos vivir cada uno sólo para sí mismo, sino que vivimos en fraternidad y vivimos cada uno para los demás.
En tercer lugar, Jesús nos enseña a situar nuestra vida y nuestras necesidades dentro del designio de Dios. Por eso en nuestra oración, pedimos primero por la realización del plan de Dios: santificado sea tu nombre, venga tu Reino. El nombre de Dios se santifica cuando más y más personas lo reconocen como al único Dios. Pero no basta con que Dios sea reconocido como tal. Hace falta también acoger su designio de amor hacia nosotros y dejarnos implicar en él. Entonces también viene y se realiza en medio de noso-tros el reinado de Dios, cuando más y más personas sometemos a Dios nuestra obediencia y decidimos vivir nuestra vida en la dinámica del proyecto amoroso de Dios. Decir que venga el Reino de Dios es pedir que crezca nuestra fe. Nuestra salvación, el logro del propósito de nuestra vida es posible sólo en el contexto de la realización del plan de Dios en nosotros. Pedir primero por la realización del plan de Dios significa reconocer que no es posible la vida con sentido y plenitud al margen de Dios.
En cuarto lugar, Jesús nos enseña a presentarnos ante Dios como indigentes, como pobres, como necesitados. No somos autosuficientes como para decirle a Dios que sólo lo reconocemos y lo alabamos pero que no esperamos nada de Él. En realidad lo esperamos todo. Jesús nos enseña a pedir tres cosas: el pan de cada día, el perdón de los pecados, la perseverancia hasta el final en la prueba y la tribulación. En la petición del pan de cada día quedan incluidas todas las necesidades temporales: la comida, la salud, la vivienda, el trabajo. Pedirlas en la oración no significa que debemos esperar que nos caigan del cielo, sin que hagamos nada para alcanzarlas. Hay que trabajar para comer, hay que alimentarse para tener salud. Los bienes materiales, necesarios para la vida, son el logro de nuestro esfuerzo y de nuestro trabajo. Pero son también un don de Dios, que recibimos con agradecimiento y con voluntad de compartirlos con el que tiene menos que nosotros. En la petición por el perdón de los pecados reconocemos nuestras limitaciones, nuestra maldad, nuestras deficiencias. Hemos errado y fallado en nuestras decisiones para construir nuestra vida. Podemos estar ante Dios porque él nos sostiene, y no porque nos hemos ganado el derecho. Nuestra vida ante Dios y con Dios es gracia y bondad. Por eso también esta petición añade una medida. Perdónanos como nosotros perdonamos a nuestro prójimo. En la petición nos obligamos a ser también nosotros agentes de gracia, de perdón, de generosidad, de bondad con nuestros hermanos, con nuestro prójimo. Queremos ser tratados por Dios del mismo modo como tratamos nosotros a los demás. Por último, la petición para que Dios no nos deje caer en la prueba, expresa nuestra voluntad de mirar al futuro con la confianza puesta en Dios. En la adversidad a veces dudamos de la bondad de Dios; en los problemas y contrariedades, pensamos que la vida ya no tiene sentido; en las frustraciones cuando no se realizan nuestros planes y proyectos, pensamos que ya no vale la pena seguir viviendo. No nos dejes caer en la tentación. Que la fe y la confianza en Dios siempre permanezcan como fuerza que nos sostiene, como luz que nos guía, como impulso que nos motiva hasta el final.
Así nos enseña Jesús a orar. Pero Jesús añade todavía dos instrucciones más. Con una parábola nos enseña a orar sin desfallecer. La parábola sin embargo es ambigua y nos puede llevar a entender mal la oración. Jesús cuenta la historia de un hombre que llega a donde su vecino a media noche para pedirle tres panes, y sigue tocando a su puerta hasta que se los da. Entendemos mal la parábola si nos fijamos en el vecino, que está dormido en su casa y no quiere acceder a la petición de su amigo y deducimos que así también es Dios. Si agarramos la parábola por ese lado, llegamos a la conclusión de que a Dios le gusta hacerse de rogar, que Dios es mezquino en sus dones, que es necesario convencer a Dios e importunarlo hasta impacientarlo. Pero Jesús cuenta la parábola para que nos fijemos en el hombre que llega a una hora inoportuna, que permanece a la puerta, porque confía en la bondad de su vecino que no le negará los tres panes que le pide. Así tenemos que acercarnos también nosotros a Dios: todos los días, con confianza y perseverancia. Como Abraham que pidió con confianza la salvación de los pueblos de Sodoma y Gomorra, y conversó con Dios con perseverancia e insistencia. Oramos con perseverancia e insistencia no para convencer a Dios, sino para ensanchar el deseo de Dios y reafirmar la voluntad de vivir a su amparo.
Por eso, la segunda instrucción nos invita a la confianza en la oración. Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Si nuestra oración se ajusta a pedir lo que Jesús nos enseña a pedir, y a buscar lo que Jesús nos enseña a buscar, Dios nos dará lo que le pedimos y lo que buscamos. Jesús también nos enseña a ajustar nuestros deseos a los de Dios. La oración también es disciplina para moderar la ambición, es pedagogía para refrenar la codicia, es escuela para orientar el deseo, es ascesis para aprender a centrarnos en lo único que importa. Dios está más que dispuesto a darnos de su riqueza, pero nosotros tenemos que educar el deseo. Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?
Aprendamos a orar con Jesús y como Jesús, para vivir con agradecimiento, confianza y alegría.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango-Totonicapán