Fuera de la Iglesia también hay salvación Volver a las fuentes del amor primero

Volver a las fuentes del amor primero
Volver a las fuentes del amor primero

El concepto más originario de conversión en la Biblia y en el propio Jesús se mueve en el contexto de la vuelta y del cambio de vida. En hebreo, la conversión significa metafóricamente “volver a dar la cara”. Los llamados y denuncias de los profetas exigen al pueblo que, tras sus infidelidades con su Dios, “vuelva a las fuentes del amor primero” (cfr. Os 6,1-3; 2 Cro 30,9; Is 55, 7). En el evangelio encontramos también un relato de vuelta: la emblemática parábola del padre de la misericordia. El hijo ha de volver a la casa para recuperarse en la verdadera identidad de hijo (cfr. Lc 15,11-32).

Una Iglesia que no es capaz de celebrar con la alegría, aún en medio de las dificultades, no puede ser un signo de la resurrección que da sentido a nuestra fe. Muchas veces la vemos refugiada en unos ritos que transmiten contradictoriamente el mensaje: proclaman la pascua de Jesús, pero lo expresan y lo cantan con monotonía y con una sensación de tristeza; hablan de amor y libertad al comentar los textos bíblicos, pero lo hacen con una impronta moralizante y culpabilizadora. Es como si vivieran en un mundo distinto al que no pertenece el pueblo.

La Iglesia como institución tiene la misión de incluir lo diferente y de fomentar la pluralidad, algo que va más allá de creer que asumir la diversidad consiste simplemente en tolerar a las personas diferentes.

“En el tema de la comunión, lo que es error en la doctrina sobre la Trinidad no puede ser verdad en la doctrina sobre la Iglesia. En la Trinidad se enseña que no puede haber jerarquía. Todo el subordinacionismo es allí herético, las personas divinas son de igual divinidad, de igual bondad, de igual poder. La naturaleza íntima de la Trinidad no es soledad sino comunión. Pero de la Iglesia se dice que es esencialmente jerárquica y que la división entre clérigos y seglares es de institución divina”

La Iglesia tiene una tarea pendiente para su verdadera conversión y de la que poco se habla: Reconocer sus pecados y delitos a causa de su silencio y, en algunos casos, por su complicidad con las violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos de personas, grupos y pueblos perpetradas por Estados y gobiernos defensores de la religión entre los que algunos se declararon “católicos”. Solo toda la verdad podrá hacer libre y creíble a nuestra Iglesia.

El concepto más originario de conversión en la Biblia y en el propio Jesús se mueve en el contexto de la vuelta y del cambio de vida. En hebreo, la conversión significa metafóricamente “volver a dar la cara”. Los llamados y denuncias de los profetas exigen al pueblo que, tras sus infidelidades con su Dios, “vuelva a las fuentes del amor primero” (cfr. Os 6,1-3; 2 Cro 30,9; Is 55, 7). En el evangelio encontramos también un relato de vuelta: la emblemática parábola del padre de la misericordia. El hijo ha de volver a la casa para recuperarse en la verdadera identidad de hijo (cfr. Lc 15,11-32).

Muchos de los relatos de las personas que abandonaron su pertenencia a la Institución-Iglesia apuntan a la necesidad de que la Iglesia recupere en la práctica la dimensión comunitaria efectiva y real para crear los espacios de acogida y seguridad imprescindibles en todo crecimiento humano y de fe. Cuando las personas perciben distancia, frialdad y prepotencia, toman distancia de las comunidades.

Por su parte, Ignacio Ellacuría apunta en una clara dirección que sirve para comprobar en la práctica si la necesaria conversión eclesial es efectiva o no, cuando identifica el “verdadero pueblo de Dios” que está caracterizado por cuatro notas eclesiológicas: la opción preferencial por los pobres, la lucha por la justicia y la libertad, la presencia de la gracia de Cristo y la persecución por causa del reino de Dios[1].

La opción preferencial por los pobres es sociológica y es teológica a la vez, ya que no se puede “orar a Dios si se oprime al pobre” (Sal 14,4).

La lucha por la justicia y la libertad es donde se expresa la interioridad cristiana a través de una exterioridad histórica. Y ante la injusticia y el pecado social surge una urgencia cristiana en los y las seguidoras de Jesús, que les impulsa a la acción, les abre a Dios y les vincula en comunidad.

La presencia de la gracia de Dios destaca la importancia de tomar en cuenta que es importante el “qué” hacer (opción por los pobres, lucha por la justicia), pero más importante aún será el “cómo” hacerlo (el ethos cristiano), y ahí está la gracia de Dios presente, una gracia que nos capacita para la apertura al otro.

Y asumir la persecución por causa del reino de Dios surge de la confrontación objetiva de dos contrarios: la gracia de Dios y el pecado estructural. Por ello, la persecución tiene dos dimensiones: la política, que cuestiona y se enfrenta a la violencia estructural; y la teologal, que sostiene en la prueba.

IGLESIA POBRE

En sintonía con estos planteamientos, monseñor Óscar Romero señaló en su carta pastoral La Iglesia, cuerpo de Cristo en la historia, del 6 de agosto 1977, que la Iglesia está en un mundo que es mundo de pecado. Y lo describe así: “La falta de solidaridad, que lleva en el plano individual y social, a cometer verdaderos pecados cuya cristalización aparece evidente en las estructuras injustas”[2]. En ese mundo de pecado es necesaria la conversión, y “en primer lugar, la conversión de la propia Iglesia”[3]. La Iglesia no solo reza a Cristo o recuerda su sacrificio en la eucaristía, sino que “la Iglesia es ella misma el cuerpo de Cristo en la historia”[4], y ese Cristo es Jesús de Nazaret. Por eso, la Iglesia está llamada a padecer, alegrarse, actuar y ser como Jesús. Pero seamos sinceros: ¿la Iglesia responde hoy a esa llamada?, ¿toma decisiones, construye y vive referida al “amor primero”? ...

Aún estamos a tiempo de volver a crecer con la fuerza de ese amor primero si la Iglesia se dispone a recuperar y potenciar algunas dimensiones básicas:

  • - Fomentando lo celebrativo, lo popular y lo festivo,
  • - Recuperando la cercanía, la escucha y la valoración de la diversidad
  • - Ejerciendo la autoridad como servicio y búsqueda de la unidad
  • - Haciendo vida el compromiso comunitario con los pobres y las víctimas.

Una Iglesia que no es capaz de celebrar con la alegría, aún en medio de las dificultades, no puede ser un signo de la resurrección que da sentido a nuestra fe. Muchas veces la vemos refugiada en unos ritos que transmiten contradictoriamente el mensaje: proclaman la pascua de Jesús, pero lo expresan y lo cantan con monotonía y con una sensación de tristeza; hablan de amor y libertad al comentar los textos bíblicos, pero lo hacen con una impronta moralizante y culpabilizadora. Es como si vivieran en un mundo distinto al que no pertenece el pueblo.

CEB

La capacidad de gozo es una cualidad muy importante para las personas y debe serlo también para la Iglesia, ya que su misión fundamental consiste en proclamar una buena noticia que provoque alegría. Y este gozo se celebra por medio de gestos sencillos y populares que son signos eficaces y contagiosos de que la vida merece la pena ser vivida y de que solo en comunión con los otros los podemos disfrutar.

También es preciso potenciar el camino personal y comunitario en las pequeñas comunidades frente al institucional será la forma y la estructura más adecuadas para crecer en igualdad y dignidad. Reconocer la igualdad que nace de la fraternidad de los diferentes significa que, aunque en la institucionalidad se establezcan categorías de personas, en la comunidad nadie se siente minusvalorado.

La diversidad es enriquecedora y fuente de creatividad cuando todas y todos se encuentran con la misma dignidad y en igualdad de derechos. Entonces, asumir la diversidad es, al mismo tiempo, comprometerse con no hacer diferencias, porque si bien la diversidad es un hecho, la igualdad es un derecho.

Este planteamiento es, siguiendo a Ellacuría, una nota de autenticidad de la Iglesia, porque donde no hay diversidad, no puede haber Iglesia verdadera. La Iglesia como institución tiene la misión de incluir lo diferente y de fomentar la pluralidad, algo que va más allá de creer que asumir la diversidad consiste simplemente en tolerar a las personas diferentes.

La tercera “conversión eclesial” reconoce que, para ejercer la autoridad en la Iglesia desde Jesús, se necesitan personas que, en vez de mandar, sepan sugerir y convencer, que primero escuchen y luego orienten, porque las palabras deben tener autoridad moral por sí mismas y no por los cargos y los títulos desde los que las pronuncian. El significado etimológico de la palabra autoridad es el de “ayudar a crecer o a pujar”. Por eso, la autoridad, en la Iglesia, al menos, ha de entenderse como servicio ejercido desde un talante humilde en la relación con las personas.

El autoritarismo unifica por la fuerza, y así malogra las relaciones y trata de infantilizar a las personas. El verdadero servicio a la comunión consiste en buscar y encontrar lo que hay de común a todos y colocarlo como referente compartido, de manera que se alcancen los consensos no por la imposición o la habilidad de unos pocos, sino por medio de un diálogo que ayuda a converger a todos. Porque la comunión genuina en la Iglesia se funda en el mismo ser del Dios cristiano.

A eso se refería Leonardo Boff cuando, después de que la Congregación para la Doctrina de la Fe le obligó a guardar en el año 1990 un “obsequioso silencio” por años como teólogo y le maltrató como persona y como religioso, finalmente, al dejar el ministerio sacerdotal, escribió que: “En el tema de la comunión, lo que es error en la doctrina sobre la Trinidad no puede ser verdad en la doctrina sobre la Iglesia. En la Trinidad se enseña que no puede haber jerarquía. Todo el subordinacionismo es allí herético, las personas divinas son de igual divinidad, de igual bondad, de igual poder. La naturaleza íntima de la Trinidad no es soledad sino comunión. Pero de la Iglesia se dice que es esencialmente jerárquica y que la división entre clérigos y seglares es de institución divina”[5].

Finalmente, es imprescindible hacer vida el compromiso comunitario con los pobres y las víctimas. Los grupos de poder que manejan la economía y la política fundan sus emprendimientos sobre la ficción de que los seres humanos somos autosuficientes y se resisten a aceptar la vulnerabilidad, la esconden y la marginan en los bordes de la sociedad donde habitan los empobrecidos. No se dan cuenta de que edificar cualquier institución de espaldas a la fragilidad de la condición humana es construir sobre la arena, y eso siempre generará dolor y será una fuente de estériles conflictos.

Lamentablemente la Iglesia también es deudora de esa mentalidad cuando se encierra en sí misma defendiendo su doctrina mientras se va alejando de la realidad de los pobres porque tal vez no responden al ideal de lo que tiene que ser un “buen cristiano” o porque es más adecuado derivarlos a los diversos servicios asistenciales del gobierno para que les den sus bonos y asignaciones que los mantienen en la pobreza.

Sin embargo, debería tener en cuenta que, como señala Ignacio Ellacuría: “La Iglesia no puede reducirse a un cuerpo legal y jurídico como si Cristo hubiera entregado una doctrina permaneciendo al margen. (…) La Iglesia es la “carne” de Cristo donde concreta su misión y su vida”[6].

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Los evangelios presentan a un Jesús que sale a los caminos, se relaciona y comparte la mesa con prostitutas, leprosos, endemoniados, cojos, ciegos y hambrientos, cuerpos vulnerados y vulnerables, a los que él responde con la práctica del cuidado, con el recuerdo de su filiación que les hace hijas e hijos del mismo Dios y con la experiencia de la fraternidad.

Esas prácticas eran un escándalo religioso y social para sus contemporáneos, incluidos sus propios discípulos (cfr. Lc 15,1), pero precisamente los marginados son los que “entrarán antes que ustedes en el reino de Dios” (Mt 21, 31) porque para Jesús, entre la disyuntiva religioso o humano, solo lo humano es fundamental.

La Iglesia tiene que atreverse a salir a la calle para encontrarse con la realidad-real y redescubrir con Jesús que la vulnerabilidad y la pobreza son interdependencia y, por lo tanto, se convierten en una oportunidad de relación humana. Por eso los pobres pueden salvar a la Iglesia si esta se deja lavar los pies por los pobres porque también ella está necesitada de hospitalidad y liberación.

Y aún con todo, la Iglesia tiene una tarea pendiente para su verdadera conversión y de la que poco se habla: Reconocer sus pecados y delitos a causa de su silencio y, en algunos casos, por su complicidad con las violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos de personas, grupos y pueblos perpetradas por Estados y gobiernos defensores de la religión entre los que algunos se declararon “católicos”. Solo toda la verdad podrá hacer libre y creíble a nuestra Iglesia.

[1] Cfr. Ellacuría, «La Iglesia como pueblo de Dios», p. 336. 

[2] Jon Sobrino, «Tres cartas pastorales de monseñor Romero en la fiesta del Divino Salvador», Cartas a las Iglesias, 2012. http://www.uca.edu.sv/publica/cartas p. 18.

[3] Ibid., p. 19.

[4] Ibid., p. 19.

[5] Leonardo Boff, «Carta pública», Revista Pastoral Popular, n.º 220 (julio 1992), p. 11.

[6] Ellacuría, «Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación», p. 458.

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