Para obispos y todos los demás. LII EN NIDO AJENO Comienza la crisis

 La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía

LII EN NIDO AJENO

LA SEÑORA Agapita me acogió en su casa. Mujer mayor, dinámica, dos veces esposa. Su segundo marido, el señor Jonás, era un recuerdo de persona. Semiparalizado por una hemiplejía, tomaba el sol continuamente a la puerta de la casona, acompañado por una nube de moscas. Su cerebro funcionaba a medio rendimiento. Familia numerosa, de buen corazón. Rubén, obrero de Pamplona, acudía de visita y me contaba su conversión en el santuario de Lourdes, después de ser curado de eccema en la mano. Justo, condenado a la soltería por las circunstancias del hogar, ayudaba a su hermano mayor, el heredero según la costumbre navarra. Anselmo, muchacho impulsivo, hacía honor a su nombre. Un hermano intermedio, muy alocado, cuyo nombre me ha costado recordar: Jonás Alberto. Rubén, el mayor, muy sensato, hijo del primer matrimonio, heredero universal de la no muy pingüe hacienda. En medio de aquella estirpe masculina, emergía tímida una florecilla tímida de veinte años: Amaya. Ama la llamaban todos.

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Tierras navarras

"No hay veinte años feos", dice un refrán. Zagalilla del hogar, ella se encargaba de proveer de agua a la casa desde la lejana fuente. Belleza rural, destellaba delicadamente por callejas, caminos y muros en ruinas. Casi resultaba imposible no tomarle cariño. Fina; un poco reservada, suavemente coqueta, pintaba sus labios de carmín a la hora del Angelus. A mediodía, a mi vuelta del pastoreo espiritual, la encontraba descansando del rudo laborar, leyendo en el periódico ecos de sociedad. Las bodas era lo único que le interesaba del diario.

Terminaban las fiestas de navidad. Aquella chica joven ocupaba ya mi corazón con amor grande y sencillo a la vez, que advertía yo en progresivo crecimiento. Me preocupaba. Ella, tan atenta siempre conmigo... Comenzaron las sonrisas discretas. Yo dirigía contento su espíritu. Veía en ella un alma angelical. Y en marzo crecía mi cariño. Aquello debería descubrirlo a alguien. Lo comuniqué a mi amigo Crescencio, el párroco de Dauta. Ama me quería; yo la adoraba; pero nunca nos dijimos nada de nuestro amor. Casto del todo era nuestro sentimiento. Pero a un sacerdote le están prohibidos hasta los castos amores. De ellos a la carne, dicen que sólo hay un paso.

En abril me dirigí al Arzobispo y le conté todo, como un hijo a su padre amigo. Me prometió que me cambiaría de parroquia. Así viviría con mi madre en un pueblecito cercano a Estella. - Entretanto, me decía, baje todas las tardes a pasear con el cura del pueblo vecino. No se preocupe. Todo se va a solucionar. Alabo su sinceridad.

Pasan los meses. Recibo carta de secretario de Cámara, Sixto Iroz. Me comunica que de párroco, nada. Vuelo a entrevistarme con aquel señor que me daba la impresión de jugar al ajedrez con los sacerdotes, considerándolos como piezas, como peones del juego. - Ya me ha dicho el señor Arzobispo tu problema. Por ahora no te podemos dar parroquia, sino solamente serás coadjutor. - ¿Es posible que le haya contado el prelado lo que confidencialmene le expuse? - No te preocupes; el secreto no saldrá de nosotros. - Pero es que me prometió una parroquia. Necesito una casa para vivir con mi madre que se ha quedado viuda. - Tú irás de coadjutor a Oteiza. Si después de algún año, el vicario nos informa bien de ti, más adelante te ofreceremos un curato. - ¿Qué hago con la moto que la tengo sin pagar? - La vendes; y cancelas la deuda con el importe. - Que conste que en esto no habíamos quedado el Arzobispo y yo. He sido sincero y noble. ¿Por qué me dice: "Si el vicario nos informa bien de ti?" - Marché con ira. Lloré de rabia. En adelante no seré sincero si algo parecido me ocurre. Jamás se enterarán estas gentes.

Había que buscar solución indirecta. Don Miguel Sola, el de San Juan de Estella, era persona influyente. Le conté lo sucedido. Marchó al Arzobispo, y deshizo aquella mala jugada de ajedrez.En las curias no triunfa la razón y la nobleza. La recomendación y la amistad solían estar mejor cotizadas. Me prometieron un pueblecito, que no me resultaba grato para vivir con mi madre, pero disfrutaría de casa parroquial.

Empezaba a sentir el aguijón del amor esponsal. No imaginaba antes tan duro el sacerdocio. Barruntaba que la vocación de célibe no era para mí. Mi ser entero se adhería al sacerdocio. Mi persona íntegra se abrumaba con el celibato. Del seminario salí sin criterio propio. Mi modo de pensar se adecuaba al de los superiores.

Al menos los escrúpulos de conciencia no volverían a anidar en mi alma. Aplicaba la teología moral en el confesonario sin ningún quebradero de cabeza. Por supuesto que nunca opinaba por mí mismo, sino imbuido por ideas ajenas tomadas de libros. Pasarían dos largos años hasta desasirme de las andaduras del entendimiento, y comenzar a pensar por mi cuenta. Yo era un sacerdote estándar. El seminario resultó una máquina de hacer curas. La vida nos transformó en personas. Dejé los muros de la cárcel dorada, ansiando volar libre. Una vez en el aire, tenía cortadas las alas. Abandoné el seminario sin madurez psicosexual. En teoría sabía todo. En la práctica todo lo ignoraba.

Ahora no había remedio: las naves estaban quemadas. Pasaba horas enteras en oración ante el sagrario de mi parroquia. Allí estaba El. Sé que me comprendía. La postura de mi plegaria era como la de Cristo en el Huerto: postrado en tierra; tumbado. Le pedía amor a El solamente; vivir en virginidad, alegría en mi entrega. Procuraba acompañar mi oración con sacrificios. Luego, en casa, me encontraba con Amaya, que correspondía a mis sonrisas. Pero siempre huía yo de la ocasión de verme a solas con ella, porque tal vez...

Llegó julio y primeros de agosto. Ya tenía el nombramiento; pronto cambiaría de destino. Mi corazón lloraba; sangraba. Una tarde me encontraba solo en el despacho parroquial. Embalaba mis escasos muebles y equipaje, para transportarlos de aquel lugar, que había visto mis primeros fervores sacerdotales. Llamaron a la puerta. Horas calurosas del estío. Los pájaros revolotean en torno al campanario. Todo invita al amor. La brisa tibia de la sombra transporta el suave aroma de las mieses recién segadas. En el despacho, en penumbra, se presenta ella, Amaya, más pura que las azucenas de mayo. Quería ayudarme. Los hombres somos un poco zafios en estos menesteres. Pedía Dios fuerza. No huí como los santos. Ella se arrodilló para atar una caja. Nunca la había visto tan bella y delicada. Yo también me incliné; no pude más. El corazón me dio un vuelco. La besé con cariño y delicadeza. Ella casi de desmayó. Cuando retornó clara su conciencia le digo: - Sabes que te quiero mucho. Por eso me marcho.- Yo también. Mejor, sí, que se vaya. Aquí peligramos. Aquella misma parte, por si acaso, me confesé. Lloré al día siguiente en la Misa: "Señor, no soy digno de que entres en mi pobre morada... No permitas que jamás me aparte de ti."

Cuatro días después abandoné mi primera parroquia. Ama me preparó todo con cariño. La motocicleta me trasladaría de aquel pueblo bendito. Solo me marcharía; como ave sin pareja.La carretera de todo el trayecto era regada con lágrimas de dolor. ¿Qué será de mi vida? He triunfado huyendo del amor. ¡Ojalá triunfe más abrazándome al gran amor. Desde la altura de la montaña de Loiti divisé por última vez, perdido cual caminante en el desierto, aquel pueblecillo. Allí quedarían las golondrinas, vigías del aire, custodiando el secreto de mi oración, que al partir dirigí al Padre.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia


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