El médico de Mencía me atendió; gozaba de gran prestigio en toda la zona. Le cuento al detalle todo mi problema y lo sigue con interés.
- La única receta que a usted le curaría es el matrimonio.
- Pero es imposible.
- He conocido varios casos de sacerdotes con problemas agudos; sobre todo en la guerra. Le recomendé a uno algo que le calmó: el electro shock. Es un poco duro el tratamiento, pero creo que merece la pena. Entretanto tome estas grajeas antidepresivas.
Nada solucionaron las pastillas.
Marché a Lequeitio. El padre Samuel, buen amigo, natural de Almarro, me brindó la ocasión. Él permanecería en mi pueblo, y yo le supliría en su capellanía de monjas.
Pensaba yo que este cambio veraniego me distraería de tal manera que podría tomar fuerza para olvidarme del todo. Resultó una experiencia gratificante: bañarme en el Cantábrico; estudiar sobre una roca mirando al mar; conocer aquella zona de Vizcaya; atender a las monjas, con problemas muy serios a veces.
Algún día olvidé en parte mi situación, pero la angustia seguía minándome implacable. Tedio de vivir. Nada hay que apetezca más mi naturaleza que el matrimonio Hubiese preferido morir para ir ya a Dios. Él será el único que llenará del todo nuestro corazón. ¿Por qué habría abrazado aquella ley inhumana?
Regresé de Lequeitio igual. No; peor. La chica seguía sonriendo y deshaciéndose en cumplidos. Yo no podía aguantar.
Tenía que luchar directa e indirectamente. Me quedaba el recurso del psiquiatra. Una noche, después del rosario estando yo solo, me caí en la sacristía, dentro de una crisis de angustia. No llegué a perder el sentido. Mi deseo era que nadie se percatase de cuanto me ocurría.
Tuve que ponerme en tratamiento psiquiátrico. Quería vivir feliz mi sacerdocio, pero no lo conseguía. Mi depresión era muy profunda. Hubo algo que me ayudó indirectamente en todo esto: Don Luciano, el cura de Rumos, iba a marchar pronto a Roncesvalles como beneficiado. Me encomendaron del obispado el servicio de aquel pueblo. Tenía una casa parroquial nueva, con salón para reuniones y todo; era un pequeño chalé. Poco tiempo me quedaba para residir en el pueblo de Almarro.
Con la perspectiva de más de cincuenta años no juzgo a aquella chica con dureza ¡pobre! En aquellos días no podía comprender su alma. Hoy la juzgo como llena de represiones y ¡cuánto tuvo que sufrir! A fin de cuentas, si ella llegó a quererme, había de renunciar también a un amor imposible.
José María Lorenzo Amelibia
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