El enfermo pida el don de oración

Enfermos y debilidad

El enfermo pida el don de oración  

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Se hallaba muy enfermo aquel hombre de Dios. Era un frailecico bueno, santo, que había pasado la mayor parte de su vida ayudando a los seminaristas a ser santos sacerdotes.” Manúa” le llamaban de pequeño. De mayor, todos lo conocieron como a “Padre Nieto”. Era dulce y tierno por virtud. Su fina simpatía se derramaba en suave bálsamo sobre enfermos, marginados, deprimidos e indefensos. Los futuros ministros del Altar recibieron lo mejor de su alma. Entregaba a manos llenas sus cortos ingresos monetarios para remedio de de miserias ajenas. Y era cauce de la generosidad de sus amigos. Y todos los días pedía por medio de Jesucristo el don de oración.

Pero ahora, con sus más de ochenta años, con una enfermedad muy grave, no podía salir de casa. Vivía en una residencia de jesuitas muy cerca de su Sagrario. Él seguía pidiendo siempre al Padre el don de oración. Y lo consiguió. Pasó por este mundo animando a todos a la santidad en plena acción apostólica. Arrastró con su ejemplo hacia el amor de Cristo Eucaristía y de los pobres, las niñas de los ojos de Dios. Su corazón estuvo siempre en el cielo.

Yo también he suplicado al Señor el don de la oración continua. Y practico junto al Tabernáculo, la morada de Jesús, mi súplica y adoración de todos los días y más en mi ancianidad. Pero estoy lejos de aquel gusto por Dios del Padre Nieto. ¿Verdad, querido hermano enfermo, que tú también tienes esos deseos?

Vamos a pedirle a Dios junto a este santo fraile su favor: “¡Dadme, Señor, el don de la oración!” Si estás en tu ancianidad de vida consagrada en un convento con Sagrario tienes un gran don, la mejor compañía. Si eres seglar pero tienes la fortuna de una iglesia cercana, también es grande tu dicha. Cuando al caer de la tarde entres en el recinto silencioso de tu parroquia o en la capilla de tu convento; cuando todavía el aroma del culto eucarístico no ha subido hacia el cielo en volutas de incienso, adéntrate en el regazo de tu Dios. Dale veinte o treinta minutos diarios de oración solitaria al Huésped divino de nuestras iglesias. O dale aún más. Jesús que nos ha de recibir en su gloria, nos acoge todos los días junto al sagrario.

Y si tu mente vaga por los campos del quehacer cotidiano, no te enojes por tu disipación interior. Cristo desea que tú le hables de ello. No dudes en convertir tu “basurilla” en fértil abono de tu relación con Dios. Y pídele una y mil veces como el santo padre Nieto: “Dadnos, Señor, el don de la oración.”

Tal vez el hecho de pedirlo con insistencia, es signo de que el Señor te lo ha concedido. ¡Alégrate! Y recuerda al santo Padre Nieto que todos los días pedía este don y lo obtuvo. Hoy goza de Dios en el Cielo. Cuando el Señor nos llame, también nosotros.

José María Lorenzo Amelibia

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