"En el corazón de la cultura digital, por tanto, resurge la cuestión religiosa" El cónclave, entre la inteligencia humana y la frontera digital

Humanizar la tecnología
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"Francisco no vivió la cultura de la sospecha contra el laicismo y el secularismo"

"El próximo pontífice heredará de Francisco una Iglesia ya en camino, sinodal y atenta al mundo. Pero tendrá que conducir este camino en una época en la que la inteligencia artificial ya no es solo una herramienta, sino un ecosistema"

"Esto es lo que está en juego para la fe. Ya no es —o no solo— la defensa de la doctrina, sino la salvaguarda de lo humano"

"El papa Francisco ha captado el sentido profundo del desafío. No se ha opuesto a lo digital, no ha cedido al encanto ideológico del tecnorechazo"

Comienza el cónclave. Los nombres de los papables rebotan de un periódico a otro, con análisis que a menudo se encasillan en categorías trilladas: progresistas contra conservadores, teólogos contra pastores, globalistas contra «papables italianos». Pero un punto fundamental que caracterizará al nuevo Papa será su relación con el mundo. Este es un gran tema del Concilio Vaticano II que cada pontífice ha interpretado a su manera.

Francisco lo ha hecho, quizás por primera vez, de manera decidida. No ha vivido los tormentos de Pablo VI. Ha detestado cordialmente las poses de «guerreros culturales» que, a sus ojos, convertían a los pastores en soldaditos de plomo. No vivió la cultura de la sospecha contra el laicismo y el secularismo. Pero uno de los temas fuertes de esta relación con la que Francisco ha tenido que enfrentarse y con la que su sucesor tendrá que enfrentarse de manera aún más directa es el de la cultura digital, y en particular el de la inteligencia artificial.

Especial Papa Francisco y Cónclave

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Fue el papa Benedicto quien asestó un golpe decisivo a la distinción entre lo real y lo virtual, postulando que no tenía sentido hablar en estos términos, sino que había que distinguir entre lo físico y lo digital, ambas dimensiones reales. Siguiendo esta línea, Francisco, a pesar de no tener ninguna experiencia previa en el ámbito digital, no ha tenido ningún problema en interactuar con teléfonos móviles, vídeos virales, pero también con videoconferencias, incluso realizadas en conexión con el espacio.

No será solo una cuestión tecnológica. Ya es una cuestión espiritual, antropológica y cultural. El próximo pontífice heredará de Francisco una Iglesia ya en camino, sinodal y atenta al mundo. Pero tendrá que conducir este camino en una época en la que la inteligencia artificial ya no es solo una herramienta, sino un ecosistema: impregna la vida cotidiana, condiciona el pensamiento, modela el deseo. Y pone en tela de juicio lo humano mismo.

Los motores de búsqueda —y en particular, desde hace un cuarto de siglo, Google— ya han tenido un impacto gigantesco en nuestra forma de entender la investigación. Y, por tanto, también en la búsqueda de Dios. Se trataba de una búsqueda desprovista de la sintaxis de la pregunta: bastaba con poner palabras una tras otra, sin signos de interrogación, para recibir como respuesta una lista de enlaces. En un momento dado, el motor se volvió predictivo y empezó a completar las palabras por nosotros. Hoy, con la inteligencia artificial, hemos dado mil pasos adelante, pero también uno fundamental hacia atrás: hemos redescubierto la sintaxis de la pregunta, el prompt. Si no se pregunta bien a la inteligencia artificial, la respuesta será extraña, incongruente; y el riesgo de las llamadas «alucinaciones» —como se definen en términos técnicos— aumenta exponencialmente.

El papa Francisco ha captado el sentido profundo del desafío. No se ha opuesto a lo digital, no ha cedido al encanto ideológico del tecnorechazo. Recuerdo que en Filipinas, hablando con un estudiante de ingeniería que le preguntaba cómo vivir en la era de la «sobrecarga de información», dijo de improviso que corríamos el riesgo de convertirnos en «museos» llenos de datos pero sin sabiduría, en definitiva, en humanos reducidos a «bases de datos». Y el pasado mes de enero quiso que uno de los últimos documentos dicasteriales de su pontificado, Antiqua et nova, firmado por los dicasterios para la doctrina de la fe y para la cultura y la educación, estuviera dedicado precisamente a la relación entre la inteligencia humana y la artificial.

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Pero ahora entramos en otra fase. Ya no se trata solo de adaptarse a la cultura digital, sino de discernir la forma que adoptará la inteligencia humana en la confrontación —y a veces desigual— con las máquinas. Gunther Anders hablaba de la «vergüenza prometeica» que nos invade a los seres humanos ante los prodigios poderosos que somos capaces de producir: nos sonrojamos por envidia.

Ya en 1964, Pablo VI hablaba, con extraordinaria visión de futuro, de la necesidad de que el «cerebro mecánico» estuviera al servicio del «cerebro espiritual». Y continuaba: «¡Este esfuerzo por infundir en los instrumentos mecánicos el reflejo de las funciones espirituales se eleva a un servicio que toca lo sagrado!». ¡Lo sagrado, dijo! Hoy el riesgo es el contrario: que el cerebro espiritual sea moldeado por el mecánico, que asuma su lógica y sus ritmos, hasta confundir el discernimiento con la eficiencia, el pensamiento con el rendimiento.

Esto es lo que está en juego para la fe. Ya no es —o no solo— la defensa de la doctrina, sino la salvaguarda de lo humano. Lo dijo Francisco en el G7: hablar de tecnología significa hablar de lo que significa ser humano. Si la inteligencia artificial se convierte en «mercancía» —como observó un empresario de Silicon Valley citado el pasado 31 de marzo por el Wall Street Journal—, será aún más urgente reafirmar el valor de la inteligencia espiritual: la que busca el sentido, la que reconoce la pregunta, la que no se conforma con respuestas predictivas. La admiración por la complejidad del cosmos, la angustia existencial ante la sobreabundancia de información, la sensación de impotencia ante la omnipotencia del algoritmo: todo ello nos lleva a preguntarnos qué distingue al hombre de la máquina. Y la respuesta, una vez más, pasa por la fe. Y el nuevo Papa no podrá ignorarlo porque el tema toca la misión misma de la Iglesia de una manera nunca antes experimentada.

Aquí es donde entra en juego una nueva etapa para la teología. Se necesita una «ciberteología» —como la definí en 2012 en un ensayo mío— que no banalice la fe en códigos éticos para emprendedores, sino que sepa cuestionar el sentido de la vida en una era de datos y algoritmos. El riesgo, como escribió Elizabeth Bruenig en The Atlantic, es que algunos entornos tecnológicos redescubran el cristianismo solo como una «utilidad»: un código moral para hacer más fiables a los líderes, una red para obtener crédito, una disciplina para orientar las decisiones empresariales. Pero el cristianismo, si es tal, no es un «life hack». Es, más bien, una entrega radical al amor divino, una verdad que transforma y desestabiliza, no que optimiza.

. Se ve en los signos de renovado interés espiritual, incluso en entornos insospechados. Así se puso de manifiesto, de forma emblemática, durante un encuentro celebrado en el Sheldonian Theatre de Oxford, donde dos fundadores de Twitter y Pinterest hablaron de la necesidad de «reconectarse con lo sagrado» en un mundo dominado por lo digital. La tecnología, dijeron, es solo una extensión del ser humano, no su fin. Y las religiones, con su sabiduría milenaria, siguen conservando hoy en día la «tecnología más preciosa de la tierra»: la del sentido, del límite, de la relación.

Francisco, el más importante para los más pequeños
Francisco, el más importante para los más pequeños IA

Y precisamente aquí podría residir la gran responsabilidad del futuro Papa: no solo comprender la época, sino ofrecer a la Iglesia —y al mundo— las herramientas para custodiar lo humano en la era de la inteligencia artificial. No se trata de demonizar la tecnología, sino de comprenderla como «inteligencia ampliada» de valor espiritual, como un recurso que hay que orientar, no como un poder que hay que sufrir. Sabiendo que gran parte de nuestra inteligencia espiritual y de sus productos estará ahí, entregada a los algoritmos. No debemos tener miedo: ya hemos vivido cambios bruscos de «inteligencia» a lo largo de la historia: pensemos en la revolución de la Ilustración (a la que respondió el romanticismo). La humanidad produce estos cambios y debe aprender a gestionarlos con sabiduría. La Iglesia siempre ha contribuido en este sentido, y las personas con las que su misión la llevará a encontrarse para anunciar el Evangelio estarán cada vez más formadas para dialogar a alto nivel con las máquinas.

Francisco ha intuido el alcance del desafío y ha puesto en marcha un grupo de trabajo sinodal, un laboratorio teológico y cultural que, también en línea, sigue explorando los nudos de este cambio. Probablemente será su sucesor quien recoja los frutos de nuestro trabajo y se enfrente a la pregunta decisiva: ¿la inteligencia humana, inmersa en la red, sabrá seguir siendo humana?

Para responder, se necesitará una fe capaz de habitar el futuro, de hablar al corazón del hombre hibridado con lo digital, de mostrar, incluso en medio de los algoritmos, la verdad de la pregunta que ninguna máquina puede generar por sí sola: ¿quién soy yo?

El impacto de la Inteligencia Artificial en la Teología
El impacto de la Inteligencia Artificial en la Teología

En una época que parece haber sustituido a Dios por el código, el nuevo papa será elegido en breve por los cardenales con los móviles apagados y las conexiones desactivadas por potentes sistemas de interferencia. Pero una vez elegido el papa, la señal se reactivará. Entonces, el pontífice deberá reafirmar que todo algoritmo, por muy sofisticado que sea, sigue siendo un hilo en la larga trama que nos une al Creador. Y que, tarde o temprano, todos sentiremos, como escribía Chesterton, el twitch upon the thread: el estremecimiento de ese hilo invisible que nos lleva, más allá de toda innovación, a la pregunta más antigua y más verdadera.

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