Cincuentenario de la Rosa de Oro de Paulo VI

Guillermo Gazanini Espinoza / 30 de mayo.- La tarde del 31 de mayo de 1966, la Basílica de Guadalupe recibió un premio a la fe de los mexicanos y viva expresión del amor de un Papa a la Madre de Cristo; las crónicas de ese día describen la fiesta de la Iglesia en ocasión de un regalo singular en el Pontificado del beato Paulo VI para México: la Rosa de Oro, don otorgado a Santa María de Guadalupe.
El 25 de marzo de 1966, Paulo VI dispuso la entrega de la Rosa al Santuario del Tepeyac. La bendijo en el Domingo del “Laetare”, en la Capilla Sixtina; la pieza fue obra del escultor italiano Giusseppe Pirrone (1898-1978). El Papa admitió que el obsequio era muestra de “Nuestro cariño y predilección a México”.
Fue depositada al encargo del Decano del Colegio Cardenalicio, monseñor Carlo Confalonieri (1893-1986), secretario del Papa Pío XI, para llevarla a Basílica como Legado papal con el personalísimo saludo del Romano Pontífice a la nación mexicana entera.
Paulo VI dio a Confalonieri dos encomiendas. Transmitir, por ese regalo, el invaluable amor del Papa a México, un reconocimiento merecido a la fe de los mexicanos, premio por su ternura y devoción a la Madre del Cielo. Diría del pueblo mexicano que “en horas de prueba y dolor, los nombres de Cristo Rey y de María de Guadalupe han templado la fibra católica de un pueblo que no ha retrocedido ante heroísmos impuestos por la fidelidad al Evangelio”.
En segundo término, el Santo Padre garantizó su oración, prenda de paz y concordia para México y el continente americano. Rogó pues por la fe y asistencia de la Virgen para el “amadísimo Cardenal Arzobispo de Guadalajara, al venerado Señor Arzobispo de México y a todo el celoso Episcopado” a quienes envío su bendición. El Papa Paulo sólo había dado un reconocimiento similar a dos Santuarios notables de la cristiandad entregándoles una Rosa de Oro: La Basílica de la Natividad de Belén en 1964 y la de Fátima, Portugal, en 1965.
El regalo llegó a México a finales de mayo de 1966. El 31, festividad de la Visitación, tuvo lugar la increíble manifestación de fe y devoción reuniendo a todo el Episcopado mexicano en torno al ayate de Juan Diego para dar un recibimiento excepcional al Legado pontificio. Cerca de setenta mil fieles atestiguaron la entrega de la primera Rosa de Oro después del Concilio del aggiornamento, el Vaticano II.
Horas antes, el Cardenal Confalonieri tuvo diversos encuentros que fueron antesala a la celebración de esa tarde del 31 de mayo. Se hospedó en el Seminario Conciliar de México atendido por el rector, el Padre Abelardo Alvarado Alcántara y el vicerrector, el Padre José Álvarez Barrón. Durante la mañana, los pasillos del magnífico edificio de Casa Tlalpan fueron testigos del desfile de prelados quienes se encontraron con el Legado papal. El Cardenal José Garibi Rivera, Arzobispo de Guadalajara, mantuvo una charla de media hora y, después, el visitante se reunió con los seminaristas.
El hospedaje fue propicio para la bendición de la recientemente concluida parte de sur del Seminario. Confalonieri dirigió un discurso a los estudiantes de forma breve, en él manifestó el amor de Paulo VI hacia México “esperanza de Iberoamérica”. Las crónicas de la época revelan el particular gesto que el Decano del Colegio Cardenalicio tuvo hacia un seminarista, Manuel Castelló, quien sufrió una fractura que le obligó al uso de muletas. Al verlo en tal condición, el Legado papal manifestó su deseo de pronta recuperación obsequiándole la medalla de San Cristóbal, patrono de los caminantes.
Carlo Confalonieri recibió las salutaciones populares a bordo de vehículo que le llevó por la Ciudad de México de los sesenta. La segunda etapa de esa mañana fue en la sede de la delegación apostólica, lugar de la residencia de monseñor Luigi Raimondi. Ante diplomáticos, el Cardenal Garibi Rivera y monseñor Miguel Darío Miranda, Arzobispo de México, obispos, empresarios y periodistas, se presentaba, por primera vez, la magnífica Rosa de Oro de Paulo VI. Confalonieri así lo expresó: “El don pontificio está aquí, delante de vuestros ojos, con la gracia del arte, la sugestividad del símbolo, con la belleza del homenaje rendido a nuestra Madre común que ha traído a estas regiones la sonrisa del cielo. Es por su intercesión ante el trono de Dios por la que cordialmente invoco para vuestras dignas personas, para los países que aquí altamente representáis y para vuestra actividad ante esta noble y querida nación mexicana, las más selectas bendiciones de Dios”.
Enseguida, no sólo el sentido de la vista se gozó ante la belleza de la artesanía, el Cardenal Confalonieri depositó entre los pétalos una pequeñísima cápsula de fragancia de rosas que, según esos testigos, inundó inmediatamente el lugar en la sede de la delegación apostólica. El encuentro se clausuró con una comida ofrecida por monseñor Raimondi y, después de un descanso en la sede del Seminario Conciliar de México, el Cardenal Decano fue a la Basílica para entregar el don y mensaje del Papa peregrino.
La recepción en Basílica fue apoteósica. El Arzobispo Miguel Darío Miranda y el abad Guillermo Shulemburg Prado recibieron al Prelado romano mientras el Himno Guadalupano retumbó en la Antigua Basílica. Los relatos periodísticos describen los vítores a Confalonieri, gritos y aclamaciones a Cristo Rey y a la Virgen de Guadalupe aderezados con condenas y muerte al comunismo. El encuentro de oración entre el Legado y la sagrada tilma fue prolongado antes de disponerse para el sacrificio eucarístico presidido por él y concelebrado por trece obispos. Guillermo Shulemburg recibió la Bula consignada en un pergamino cuyas letras disponían la entrega de la Rosa por voluntad del Romano Pontífice.
El momento más trascendental fue la entrega de la Rosa al Arzobispo de México quien, de rodillas, aceptó el obsequio. Tras poseerlo por algunos minutos, lo depositó en manos del abad quien elevó el trofeo para beneplácito del Pueblo de Dios reunido en tan solemnísima ocasión. Monseñor Miguel Darío Miranda, dirigiéndose a los fieles, reconoció la emoción al recibir el exquisito tributo áureo. Diría: “En estos momentos, los profundos y nobilísimos motivos que han guiado al Soberano Pontífice para otorgarnos este honor, nos llenan el alma de júbilo… El Santo Padre eligió la Basílica de Guadalupe para otorgar la Rosa de Oro con el propósito de tocar directamente el corazón de los mexicanos y por ello es México entero quien agradece a Su Santidad la distinción tan especial”.
Inició de esa forma el sacrificio de la eucaristía, ocasión especial hecha en la lengua del pueblo y no en idioma extraño gracias a la gran intuición profética del Concilio Vaticano II y de Paulo VI. La homilía del Cardenal Confalonieri no dudó en definir este evento como uno “de los más gratos y solemnes” de su vida y reiteró el por qué Paulo VI tuvo especial deferencia por la nación mexicana: “Es el Papa quien ha pensado en vosotros. El Papa Paulo VI, que después de haber conmovido al mundo trasladándose con admirable arrojo de caridad apostólica y, en breve espacio de tiempo, como peregrino de la religión, de la caridad y de la paz a tierra santa, a la India y a la ONU, ha vuelto sus ojos hacia vuestra patria y viene hoy, peregrino intencional, es decir, con su pensamiento, con su afecto, con su deseo, con su oración, con su bendición, en medio de vosotros, para rendir honor a vuestra Virgencita, celestial patrona de México y de Iberoamérica y, precisamente, cuando toda la Iglesia celebra la fiesta litúrgica de la realeza de María”.
La importancia del tributo no era menor. Los tiempos de apertura movieron a Paulo VI a ponerlos bajo el cuidado maternal de Santa María de Guadalupe quedando de manifiesto en lo que, se afirmó, fue elocuente homilía del Cardenal Confalonieri: “No carece, en efecto, de particular significado el hecho de que la primera Rosa de Oro bendecida por el Papa después del histórico acontecimiento del Concilio Ecuménico Vaticano II… haya sido destinada a este santuario, príncipe del continente americano”.
El broche de oro de la celebración la puso el mismo Papa al enviar su saludo grabado en cinta magnetofónica y que fue escuchado en el recinto guadalupano. La prosa de Paulo VI estuvo salpicada de alegorías y líneas poéticas que enlazaron los eventos bíblicos con el hecho guadalupano y citas de los padres de la Iglesia. Y la encomienda del Sucesor del Pedro a México entero fue el colofón del discurso del peregrino espiritual a nuestra tierra: “Veneradla, amadla siempre. Que Ella os bendiga y obtenga a México las gracias que por su intercesión imploramos del Cielo con Nuestra Bendición Apostólica”.
En noviembre de 2013, el Papa Francisco dio una Rosa de Oro a la Virgen morena en ocasión de la vigilia mariana continental. Como su predecesor, siguió las huellas para enlazar en el tiempo el 50 aniversario de la Rosa de Oro de Papa Montini, tributo y reconocimiento a la fe de los mexicanos por su amor a Santa María de Guadalupe. Esa ocasión también se enlaza en nuestros días con el 50 aniversario de ordenación sacerdotal del Cardenal Norberto Rivera Carrera por la imposición de manos del Santo Padre Paulo VI.
Hechos de fe y devoción, medio siglo atrás, como lo dijeron los cronistas testigos de lo que se definió como la más importante celebración en toda Iberoamérica. El 31 de mayo de 1966, como escribió un periodista de El Excélsior, fue el día que “los mexicanos no querían que finalizara nunca”.
Y para perpetua memoria, la inscripción a los pies de la Rosa: “Paulo VI, Pontífice Máximo. A la Sagrada Casa de la Bienaventurada Virgen María de Guadalupe. Dada el 25 de marzo de 1966”.
Gracias Santo Padre.