El Dalai Lama en la Universidad Pontificia ¿En qué convergen el budismo y el cristianismo?



Guillermo Gazanini Espinoza / 12 de octubre.- Es la cuarta visita del Dalai Lama a México. Y qué mejor manera de recibir al líder espiritual del pueblo tibetano y representante de esta tradición religiosa oriental en un encuentro con la cultura cristiana y católica en la Universidad Pontifica de México, recinto del conocimiento que ha fulgurado, desde su fundación en 1551, como el lugar donde se escrutan las ciencias del pensamiento cristiano.

Con la presencia de representantes de distintas confesiones religiosas y de las tradiciones cristianas, de los obispos Raúl Vera López, pastor de la diócesis de Saltillo y del emérito de la diócesis de Ecatepec, monseñor Onésimo Cepeda Silva y recibido por el rector de la Universidad, el Dr. Mario Ángel Flores Ramos; monseñor Crispín Ojeda Márquez, obispo auxiliar de México y representante del Gran Canciller de la Universidad, el cardenal Norberto Rivera y el secretario de la Conferencia del Episcopado Mexicano, Monseñor Eugenio Lira Rugarcía, la Universidad de los obispos acogió al Premio Nobel de la Paz cuya persecución de la igualdad entre todos los seres humanos ha sido una convicción que le anima a pregonar un mensaje donde la religión y la espiritualidad afirman la necesidad de emprender acciones por el bien de los demás y por el cuidado del mundo. (Cf Discurso del Dalai Lama en la aceptación del Premio Nobel de la Paz, 10 de diciembre de 1989).

La primera visita del Dalai Lama tuvo lugar en 1989 cuando el cardenal Ernesto Corripio Ahumada fue anfitrión en la Iglesia Catedral de la Plegaria Ecuménica e Interreligiosa para unir anhelos y esperanzas, alegrías y tristezas de una sociedad distinta, pero en búsqueda de un camino ético. Esa ocasión selló un encuentro muy especial cuando el líder del budismo tibetano visitó la Basílica de Guadalupe, recinto de fe e identidad, lugar donde se resguarda la imagen de Santa María de Guadalupe, Madre del Verdadero Dios por quien se vive y que se quedó en México, en su historia no fácil dramática y también presente en la vida de otros pueblos y naciones de América Latina, presidiendo y guiando no sólo su pasado remoto o reciente, sino también el momento actual, con sus incertidumbres y sombras, pero en la certeza de que en la Morenita, los pueblos de Latinoamérica viven su unidad espiritual gracias a que Ella es Madre, con su amor, crea, conserva, acrecienta espacios de cercanía entre sus hijos. (Cf Juan Pablo II. Homilía en ocasión de la inauguración de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano. Basílica de Guadalupe, 27 de enero de 1989).

La visita de 1989 fue de diálogo con la mentalidad secular para transmitir las enseñanzas del budismo y conocer los preceptos del amor, la compasión y la responsabilidad, cuestiones profundas y latentes en el corazón de cada ser humano en búsqueda del sentido de su vida y del por qué de todas las cosas, particularmente en esta nación que se esfuerza en superar el cansancio de la fe y recuperar la alegría, sostenidos en la felicidad interior que permita la generación de las energías para servir en las situaciones agobiantes del sufrimiento humano, para ponerse a la disposición del prójimo, sin replegarse en el propio bienestar (Cf. Benedicto XVI. Homilía en el Parque del Bicentenario, Silao, marzo de 2012).

El Dalai Lama ha llevado este mensaje de paz y de fraternidad a lo largo y ancho del mundo occidental. Su peregrinar lo trajo de nuevo a México en septiembre de 2004. En esa ocasión, de nuevo en Catedral, el Arzobispo Primado de México, el cardenal Norberto Rivera Carrera, fue anfitrión de los representantes de las distintas confesiones en diálogo ecuménico e interreligioso. La ocasión fue propicia para indicar la oportunidad de las religiones en la promoción de la paz, la compasión y la tolerancia, valores en los que se basa la felicidad de cualquier ser humano.

En estos encuentros con la jerarquía y la cultura católica, destacan las singulares reuniones del Dalai Lama y el beato Juan Pablo II. En cinco ocasiones pusieron en común el gran patrimonio de las milenarias creencias como muestra de fe y de esperanza por la paz del mundo. Sin embargo, ya el Dalai Lama se había encontrado en 1973 con el papa Paulo VI teniendo como marco el escenario del mundo en tensiones por un conflicto nuclear capaz de destruir al género humano y en pleno exilio del líder tibetano en la India. Resaltan las palabras del papa Montini al advertir que hoy más que nunca la humanidad debe darse cuenta que no es posible amar con armas ofensivas en las manos; la paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres (Cf. Paulo VI. Carta Encíclica Populorum Progressio, No. 76), paz no sólo entre las naciones, también entre las familias, los hombres y mujeres quienes diariamente, trabajan y viven arduamente por su felicidad y bienestar como objetivos nobles del espíritu humano.

Las enseñanzas del Dalai Lama convergen en un propósito común: la obtención de la felicidad, movimiento primordial por el cual se existe. En esto, la tradición cristiana se enriquece por la enseñanza de los padres en la fe. La felicidad no es una situación de presunto bienestar lo cual podría resultar simplemente en allegarse de cosas materiales para que ocupen un lugar en el corazón; al no saciar, provocan desolación en el alma. La persona debe saber cómo, de qué manera bebe de las fuentes de la felicidad. En las enseñanzas del budismo, el estado perfecto radica en el “nivel de calma” de la mente como desencadenante de las capacidades y de la vida feliz que no es apatía e insensibilidad, no es vaciedad o distanciamiento; la serenidad tiene raíces en la compasión y en el afecto lo que supone elevados niveles de sentimiento y de sensibilidad gracias a la calma de la mente. Esto llevaría al ejercicio de las virtudes, hábitos operativos buenos que harían de todos los hombres y mujeres, seres dichosos e iluminados.

En la tradición cristiana, los padres de la Iglesia escrutan sobre el sentido de la vida bienaventurada, feliz y dichosa. San Agustín explora quiénes y cómo han llegado a esta vida realizada en la felicidad. ¿Cómo el hombre puede ser feliz? El santo de Hipona señala que lo excesivo y defectuoso carecen de medida y en esto hay indigencia; por lo tanto el hombre feliz es el sabio y la sabiduría es mesura del alma contrario a la estulticia y la estulticia es pobreza porque es indigencia y desdicha incompatibles con la felicidad. Quien es feliz no padece necesidades y el alma asentada en la sabiduría, la hace objeto de la contemplación, esa quietud de la mente sin temor a la inmoderación. Lo que hace feliz al hombre son los bienes que perennes, los bienes imperecederos, el hombre es feliz cuando posee el Bien Absoluto (Cf San Agustín, Diálogos De Beata Vita, No. 34).

En esta dinámica no se pueden ignorar las grandes crisis de los sistemas humanos. Desdicha e indigencia podrían ser traducidos en las graves carencias de seguridad y armonía. Las reuniones sostenidas con representantes y líderes mundiales tienen por motivo el intercambio de ideas, no sólo de buenos propósitos, y abrir la puerta de la paz eslabonando el anhelo de felicidad. Y aquí es propia esta pregunta, ¿qué es necesario para evitar la desdicha e indigencia? En el budismo, la felicidad de cada individuo es oportunidad para el desarrollo de la humanidad entera porque en todos hay necesidad de amor. La remoción del egoísmo para formar corazones sinceros y abiertos es clave en la práctica de la compasión. Una vía ética es posible entonces.

El individuo indigente e ignorante está como en un sueño, embotado por el sopor que no le hace despertar a la iluminación. En el camino del budismo la purificación de las mentes priva de cualquier emoción perturbadora y elimina la ignorancia como raíz de aquélla motivando la paz y felicidad. Hacia fuera, el camino seguido en esta ética sugiere las práctica moral para evitar actos perjudiciales para sí mismo y el pensamiento: respetar la vida y las propiedades del otro; evitar inmoralidades sexuales, el engaño y la mentira; evadir disensos, respetar a los demás, la moderación de las palabras, dejar a un lado la codicia, la envidia y el deseo de poseer lo que no es nuestro, no hacer daño, mucho o poco, al prójimo y fundar las opiniones propias. En el fondo, es el noble sentimiento deseoso de la felicidad y el bien para todos.

En la tradición del Pueblo del Antiguo Testamento parece haber una similitud con esta vía ética. En el inicio del año nuevo, el sonido del shofar es el anuncio del tiempo para hacer cuentas y un balance de la vida moral. Como en la enseñanza del budismo, la mente es sacudida para ser conscientes de nuestras debilidades y repensar en la reconciliación y no volver a esos actos perjudiciales. El gran rabino y sabio Maimónides (1135-1204) describe este sentido cuando el cuerno ritual impacta como un grito penetrante del pensamiento: “Despierten ustedes que están en sopor, y ustedes que están hundidos en el profundo sueño. Examinen sus obras, conviértanse y piensen en el Creador. Ustedes, que en a vaciedad del tiempo han olvidado la verdad; ustedes que han errado todo el año tras la nada y que nada les ha aportado, miren dentro de usted mismos y analicen sus acciones y su conducta. Quiera Dios que cada uno al que esto le atañe pueda abandonar el camino falso, pueda abandonar todos los pensamientos perversos, como también tomar distancia de los propósitos de Dios”.

En la tradición cristiana este camino mostrado desde el Antiguo Testamento tiene plenitud en la persona de Cristo, Luz del Mundo. La senda de la paz es trazada por el mandamiento máximo del amor, recuerdo del Shemá escrito en el Libro del Deuteronomio (6, 5-15). ¿Cuál es el más grande de los mandamientos? “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primer mandamiento y el más importante. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo…” (Mt 22, 34-39). La esencia ética de este mandamiento compele a la evasión de los actos perjudiciales con los que se lesiona la paz del prójimo confrontando a las naciones.

Todos los días llegan a nuestro conocimiento las noticias que afligen a la humanidad entera. Nuestro país, en sus problemas y rutas complejas, vive en el luto y la zozobra. Las promesas de desarrollo y de progreso quedan en el terreno de la duda, poniendo en tela de juicio estos criterios de compasión y ética. Los problemas parecen perdurar y los hombres y mujeres preguntan dónde es posible la bondad para erradicar la violencia. A pesar de los esfuerzos por defender los derechos humanos, nuestro tiempo es testigo de los embates, a veces incruentos, contra la vida. El beato Juan Pablo II no dudó en denunciar la impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos.

El Dalai Lama ha interpelado la conciencia de los responsables de los destinos de los pueblos quienes tienen la delicada tarea de defender la vida y respetar la dignidad de la persona mencionando que todos los seres humanos buscamos la paz, el bienestar y la seguridad, a pesar de las paradojas donde nos esforzamos por ser felices, pero hay conductas y actos impropios de la condición humana, de seres irracionales ocasionando el sufrimiento deliberado. El beato Juan XXIII también vislumbró esta condición afirmando, en primer lugar, que en los seres vivos y en las fuerzas de la naturaleza impera un orden maravilloso (Cf. Pacem in Terris, No. 2); sin embargo, es sorprendente el contraste que con este orden maravilloso del universo ofrece el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran regirse más que por 1a fuerza. (Pacem in Terris, No. 3).

Entre budismo y cristianismo hay un punto convergente. Las religiones del mundo deben empeñarse en defender la vida, evitar la desgracia y alcanzar la felicidad pregonando incansablemente que el Esplendor de la Verdad brilla en todas las obras de la creación y, de modo particular, en el hombre, (cf. Gn 1, 26) porque la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad de todos los seres humanos… (Veritatis Splendor, No.1). Y también es tarea de las religiones que, en el descubrimiento de la Verdad, se suscite y exija un compromiso coherente de vida, de perfección acogiéndola en un acto libre en la observancia de los preceptos morales y divinos que nos anuncian la libertad para caminar en quien ES la Luz y disipar las tinieblas de la ignorancia para iluminar las mentes. (Cf Veritatis Splendor, No. 89) La pasividad, la indolencia y la indiferencia serán vencidas al denunciar las injusticias y liberar a los seres humanos de las cadenas de la oscuridad para que nuestra compasión sea llevada a la acción a ejemplo de los profetas de la tradición veterotestamentaria judía y cristiana desatando las correas del yugo, liberando a los oprimidos, acabar con las opresiones, compartir el pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, proporcionar ropa al desnudo e indigente y jamás desentendernos de las necesidades de nuestros semejantes. Así brillará nuestra luz como la aurora. (Is 58, 6-8)

Esta visita del Dalai Lama, en los momentos donde México se mueve en turbulencias políticas, económicas y sociales, es un anuncio para que la paz comience en cada corazón. Y ese fue el mensaje de Su Santidad esta mañana en la Pontificia promoviendo los puntos comunes del cristianismo y budismo para el bien de la humanidad: amor, compasión, tolerancia, autodisciplina; entrega y servicio a los demás en donde, como mencionó el Dalai Lama, el cristianismo ha destacado contribuyendo a la humanidad a través de la educación, la salud y el servicio al prójimo conduciendo a la paz interior.

Pero además, las experiencias religiosa y de fe deben unirse en la coherencia. Predicar lo que se cree y demostrarlo, de forma personal y social, a fin de desterrar los conflictos interreligiosos y promover la armonía que harán posible la obtención de la felicidad.

Bienvenido a México, Santidad.
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