Francisco y Mons. Luis María Martínez, “Llevar a todos a Cristo”.
Guillermo Gazanini Espinoza / 09 de febrero.- La pregunta del amable lector es conducente ¿Qué relación podría tener la visita del Papa Francisco y el aniversario del fallecimiento de un Arzobispo, Siervo de Dios? Bien se dice que la historia no se repite, pero las coincidencias marcan los designios de la Providencia que asiste a la Iglesia y a la humanidad. En víspera de la llegada del Pontífice argentino, la Iglesia de la Arquidiócesis de México recuerda a Luis María Martínez, celoso Pastor cuyo deceso conmovió al país entero, literalmente, cuando después de días de agonía, la muerte lo encontró en la madrugada del 9 de febrero de 1956.
Y es coincidente también porque en el primer día de actividades del Papa Francisco en México, el sábado 13 de febrero, al encontrar a todos los obispos del país para exhortarles sobre la tarea, ser y quehacer del obispo con olor a oveja, sesenta años atrás, el sábado 11 de febrero de 1956, los nueve arzobispos y 33 obispos que regían a la Iglesia en ese año, se unieron en Catedral metropolitana para honrar al Arzobispo sabio, prudente, fuerte y celoso que, en nuestros días, el Papa Francisco quiere para cada diócesis y Arquidiócesis de la Iglesia.
Quizá el Santo Padre Francisco esté enterado del talante de Monseñor Luis María Martínez y de cómo la Iglesia de México se volcó literalmente al último adiós. Sesenta años atrás, desde el 10 de febrero y hasta el 12 de febrero de 1956, más de cien mil personas ocuparon el Zócalo para desfilar ante los restos mortales del Pastor que había entrado en agonía desde finales de enero cuando la anemia y las hemorragias internas comenzaron a eclipsar la salud del venerable anciano de 75 años de edad. Como en estos días, la visita papal ocupa las principales planas de los diarios creando la expectativa sin precedentes sobre la presencia del Pontífice argentino; en un México distinto, devoto y fiel, la prensa dedicó largos y extensos reportajes, homenajes, primeras planas y epitafios al Arzobispo pacificador.
Es cierto que México era diferente. Y en las cosas de la Iglesia y estado laico, comenzaba la paz después de turbulentos años. Sin embargo, Luis María Martínez supo negociar, congregar, acordar, unir. Previo a su deceso, los obispos de México llegaron a la casa de la calle de Córdoba 56 para rogar por el restablecimiento del Arzobispo nacido en Michoacán en 1881. Actitudes que parecían presagiar las palabras del Papa Francisco cuando advierte que cualquier obispo de la Iglesia debe procurar la misión de unidad y colegialidad, sin divisiones, enfrentamientos y agresiones. A diferencia de quienes tratan de rasgar la túnica de Cristo desde el episcopado, Luis María Martínez afrontó las agresiones, calumnias y acusaciones, desprecios y desprestigios con valentía y humildad.
Como administrador de Chilapa, obispo auxiliar de Morelia y Arzobispo Primado de México, comprendió la esencia de la cohesión y unidad entre los obispos como la mejor demostración de la voluntad de Cristo para su Iglesia. En su agonía y muerte, jamás dejaron de desfilar los obispos mexicanos, como el de Tabasco, Monseñor José del Valle, haciendo las últimas recomendaciones del alma o del Arzobispo de Yucatán, Monseñor Fernando Luis Solórzano, aplicando las rogativas y orando con el pueblo a los pies del lecho del moribundo Arzobispo; del primer cardenal mexicano, José Garibi Rivera y del controvertido y poderoso cardenal Francis Spellman como representante personal de Pío XII en los funerales de Luis María Martínez o de campeones de la opción preferencial por los pobres como el brillante y carismático Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca.
Talante de estadista, negociador nato que concilió las divergencias con las autoridades, no para sí mismo ni para congraciarse con los poderes del mundo y sacar raja política y económica. Miguel Alemán Valdés lo vio con admiración e inclinó la cabeza por su muerte; el anticlerical y laicista Adolfo Ruiz Cortines solicitaba telefonazos diarios para reportar el estado de salud del agonizante; muchos políticos y embajadores se congregaron con el pueblo para dar los máximos respetos en el México de leyes contra la libertad religiosa y reductoras de la personalidad de las iglesias. Con razón, al ver cómo el pueblo se volcó a las calles, las autoridades respetaron el duelo, lo vieron como una consternación nacional y, según los testimonios de la época, los fieles se arrodillaban recordando la herencia de paz legada por el Padre y Pastor.
Cuando Francisco camine por Catedral hacia el altar de los Reyes, rendirá homenaje a toda esta historia y a la de un obispo en particular que vivió y murió pobre. El Papa argentino lo dice sin cesar y es la línea predilecta de un estilo de Iglesia distinto. El obispo llamado por Cristo a la vocación de servir, sin ambiciones de carrerismo y pectorales preciosos sobre vientres bien nutridos. En Catedral, sesenta años atrás, el Arzobispo de México dejaba testamento y constancia de la pobreza. Sólo cinco mil pesos de 1956 eran la masa patrimonial de quien había dispuesto que todo lo de su propiedad fuera repartido entre sus parientes adoptivos y personas que le habían hecho favores especiales. Fue obispo de los pobres, de los desamparados y los trabajadores, abrazó a todas las clases sociales y ¡cosa profética! entendió el problema de los migrantes mexicanos en los Estados Unidos urgiendo un trabajo pastoral a través del encargo específico hecho a jesuitas y Misioneros del Espíritu Santo.
Y en este recuerdo, como lo ha dicho el Papa Francisco, se honró al obispo que aprendió a ser como Jesús, manso y humilde. No era el obispo protagónico y todólogo, de relumbrón y apantallado por los reflectores, que busca congraciarse para exprimir el cargo o la encomienda especial y roer la canilla clerical. Luis María Martínez se valía de sacerdotes, contaba con sus obispos auxiliares, rechazaba los descontentos y tenía el don del gobierno. No picaba por aquí, no picaba por allá. Resolver con oración, sabiduría y prudencia para ganarse las simpatías del poderoso y el amor del pueblo. Dicen quienes le conocieron que el “gobierno de México simpatizó con su estilo”. Un hombre con el carisma del Espíritu Santo para tratar los negocios del mundo sin ser del mundo.
El 13 de febrero de 2016, los obispos de México se encontrarán con el Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo. Ahí el Papa será congruente con la tónica que ha dicho en otras ocasiones sobre el papel del obispo y sus responsabilidades en la Iglesia. Algunos afirman que moverá las conciencias de un episcopado aletargado, dividido y sin cohesión ante estos momentos complicados. Y aquí de nuevo remito a la pregunta inicial hecha al amable lector. Justamente sesenta años atrás, Luis María Martínez dejó de existir legando un testimonio que difícilmente se repite en nuestros tiempos. La tarea es escuchar al Papa y mirar las virtudes sobrenaturales del obispo cuyos restos reposan en la Bicentenaria Cátedra que acogerá a todo el Episcopado mexicano.
En 1956, los editorialistas del Excélsior escribieron estas vibrantes palabras elogiando a don Luis María Martínez, frases que resonarán por siempre cuando hoy, sesenta años después, el Papa clame por Pastores con olor a oveja dotados de santidad y sabiduría en esta hora dramática de la historia: “La muerte del gran Arzobispo ha dado base para que se efectúe el gran plebiscito cuya índole no es otra que la adhesión unánime al bien, a la verdad y a la virtud… Por encima de las cualidades de Monseñor Martínez había otras más extraordinarias… su caridad era una de sus prendas características y por eso vivió la generosa sentencia de san Pablo, “Ser uno para todos para llevar a todos hacia Cristo”.