La amenaza del individualismo. La revolución del amor.

Alfredo Quintero Campoy - Alejandro Fernández Barrajón

Podemos decir que el amor dibuja a la perfección nuestra diversidad y la une.

La antítesis del  amor es el individualismo y la soledad.

De vez en cuando tenemos que atravesar desiertos en la vida poco habitados. Tenemos la experiencia de que una soledad tremenda se nos arrima, nos acompaña a todo lugar y no hay manera de expulsarla de nuestro lado y de nuestro corazón. Nos agarra la garganta y nos aprieta. Nos sentimos huérfanos en la inmensidad del espacio.

    La soledad en sí misma no es mala ni buena; es sólo soledad. Todo depende de cómo la vivamos y de qué expectativas la rodeemos. Hay una orfandad o soledad dañina que tenemos que desterrar cuanto antes de nuestras vidas. Es esa soledad que se experimenta en el cementerio; una soledad cerrada a la vida, como si ésta fuera simplemente una cárcel. Una soledad que nos aísla del entorno, de los otros, del dolor del mundo y de la injusticia. 

Empecemos parafraseando a Teresa de Ávila: Sólo el amor basta. Es un lenguaje universal que todos entendemos. El amor es el lenguaje que rompe fronteras y nos hace acercarnos a Dios y a nuestro prójimo y abre los caminos para relacionarnos con principios y valores que tejen relaciones sanas, más allá de las diferencias de cultura, religión, color y geografías. Podemos decir que el amor dibuja a la perfección nuestra diversidad y la une.

Hoy, en nuestros tiempos de Pandemia, podemos abrirnos a la revolución del amor en todos los ámbitos de la existencia humana y su relación con los seres que nos rodean y el entorno natural para tocarlo todo y acercarnos a todos desde el amor. El amor siempre será dulce como la ternura que lo caracteriza, será luz con la fuerza de la verdad que late como un corazón dentro del amor.

La experiencia de Dios y de Cristo resucitado significa amor y compañía, comunidad. Y la compañía significa alegría y fiesta. Esto es lo que hemos celebrado a lo largo de estos cincuenta días de Pascua que ya culminamos. Y esto es lo que anuncia la inminencia de Pentecostés: "Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad".

  Estamos, pues, invitados a la compañía de Dios en su Espíritu, que es al mismo tiempo la compañía de los hermanos y hermanas.

La mejor forma de ser iglesia y de participar como iglesia con vínculo perfecto a lo divino y plena comunión de fraternidad con el prójimo es vivir el amor como Jesús nos traza la ruta en el evangelio de Juan de este sexto domingo de pascua: Para que vuestra alegría sea plena.

  Por eso al Espíritu se le llama “dulce huésped del alma”. Tenemos por delante una invitación viva a sentir esa presencia, a mirarnos dentro para descubrir al Espíritu de Dios que es más íntimo que nosotros mismos. Explorarnos por dentro para ver como Él nos ve, para mirar como Él nos mira, para experimentar su dulzura y su consuelo sin límite, para sentirnos fuertes en nuestra debilidad. ¡Qué inmenso consuelo!

Podemos afirmar que tenemos hoy la gran oportunidad de hablar de una eclesialidad del amor. Sólo el amor configura la iglesia en su perfección donde se une lo divino y lo humano como sacramento que experimenta la belleza del Creador que se deja sentir por su espíritu divino al interior de la vida de la misma iglesia.

Desde aquí nos sentiremos impulsados a la entrega, al servicio a la caridad sin límite como el mismo Jesús: «Por eso el Padre me demuestra su amor, porque yo entrego mi vida y así la recobro. Nadie me la quita, yo la entrego por decisión propia. Está en mi mano entregarla y está en mi mano recobrarla.”

 La vida se llena así de sentido y de horizonte.

 Más allá, de la institucionalidad que ofrece formas, caminos, normas que disciplinan y organizan, está ese amor que supera barreras y nos hace volar hacia la trascendencia porque sabe superar las dificultades y las diferencias que muchas veces no permiten integrarnos en plenitud ni aceptarnos en convivencia de diversidad.

Una eclesialidad donde superemos contiendas, luchas, traiciones, lenguas serpentinas que en la murmuración dañan en su dignidad al otro como persona y socavan una posible buena relación porque se abre espacio al juicio murmurador de acusar al otro actuando así fuera del escenario de Dios donde Dios no participa más porque no es un espacio para la comunión en un amor abierto al prójimo.

Tanto el evangelio de Juan como la segunda lectura de la primera carta del apóstol Juan de este domingo de Pascua nos invitan a hacer un recorrido en la importancia que es esa comunión en el amor. Podemos afirmar que si no hay amor no hay comunión. Y con razones sencillas podemos mirar el espacio de la humanidad y de la iglesia y vemos la carencia de amor y en esta carencia de amor nuestro distanciamiento con la divinidad y la gran esterilidad de nuestras relaciones humanas. Vemos ante la falta de amor en la iglesia, en la vida cotidiana, una gran falta de vitalidad y de armonía dinámica que nos haga caminar en conjunto y con esa luz que es el amor. Donde hay amor está Dios y se teje la comunión y se hace posible la gracia.

La iglesia, como discípula de Jesús, está llamada a ser portadora del amor en gestos concretos de integración sin exclusiones, como artífice de integración. Un mundo que deja ver sus odios y divisiones está gritando la gran necesidad del amor. No dejemos en la iglesia de ser esos promotores del amor como Jesús nos recuerda hoy en el evangelio: Amaos unos a otros como yo los he amado. Nuestro guía en el horizonte del amor, en su ejercicio mismo, es Jesús. El verdadero discípulo de Jesús se identifica desde el mismo amor.

Hay que ser artífices de un mundo renovado desde un amor creativo y revolucionario que venza fronteras, que se sepa comprensivo, sin rencores, dando oportunidad y quitando la exclusión.

Vivamos hoy configurando a la iglesia y al mundo con el lenguaje revolucionario del amor para lograr la fraternidad de la que hoy nos habla Jesús en el evangelio de este domingo y que el Papa Francisco nos recuerda en su Encíclica Fratelli Tutti.

 Mirad cómo lo expresa el poeta sacerdote Martín Descalzo en unas líneas en prosa:

"Ahora, Padre, que se acerca el momento de volver a tus manos, déjame agradecerte este don de ser hombre que tú me regalaste durante treinta años. Ha sido hermoso ¿sabes? Hermoso y doloroso, es bien cierto, mas, sobre todo hermoso: tener carne, sentirme débil, conocer el paso del tiempo por tus horas, amar desde más cerca y uno a uno, tender la mano a los amigos, comer con ellos en la misma mesa y ver sus ojos líquidos que tratan de decirte que te quieren, aunque luego mil veces el corazón se descarríe. ¿Sabes, Padre? Siempre quise a los hombres, pero ahora se diría que me he enamorado de ellos, precisamente porque son tan pequeños y necesitan tanto. Ahora ya no sabría vivir sin el ser humano y por eso te pido -es mi último deseo en este mundo- que me permitas seguir siéndolo en las anchas praderas de lo eterno. Déjame que me lleve este cuerpo, y estas manos, y estos ojos que en la Tierra aprendieron a reír y llorar, y estos pies caminantes, y el pobre corazón que fue lo que mejor nos salió en los siete días iniciales.”

                                   (Fragmento extraído de "Hablan Jesús y el Padre. Martín Descalzo)

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