#retopascual2024 ANONIMATO FEMENINO

| Yolanda Álvarez

El primer encuentro con la persona de Jesús del que guardo memoria clara fue a través de la mujer que derramaba lágrimas a los pies de Jesús. Con una tremenda conciencia de mi fragilidad, de mis errores, de mis equivocaciones, de mi impotencia ante tantas situaciones. Eran mis primeros ejercicios espirituales. Recuerdo perfectamente el momento, el derrumbamiento interior, en la habitación de esa casa de ejercicios, a los pies de la cama, arrodillada; recuerdo cuánto lloré. Y la sensación era estar a los pies de Jesús como la mujer del evangelio, pecadora, impotente, desbordada, machacada, sola, sin nadie a quien recurrir. Literalmente deshecha en lágrimas a los pies de un Jesús que estaba ahí, que me soportaba o me sostenía con su presencia.
Jesús empezó a ser alguien y yo experimenté también ser alguien para Él. Y es que el anonimato es también algo que me ha acompañado muchísimos años: sentirme anónima entre los seguidores de Jesús.
Siempre que oía a la gente cuánto se sentía “elegida” y querida (o “amada”) por Jesús, yo pensaba que yo era bastante rara, o que mi relación con Jesús no llegaba ni por asomo hasta ahí. Yo me he experimentado siempre siguiendo a Jesús entre la multitud, muy pendiente yo de Él pero poco “vista” por Él, anónima. Con momentos en los que me he experimentado cerca o conectada, como durante ese mar de lágrimas a sus pies, pero volviendo siempre luego cada uno a su lugar: volviendo yo a mi anonimato y Jesús a su grupo, a su entorno. A un entorno masculino, dibujado por los evangelios, en el que yo no encontraba “seguidor” con el que identificarme y, por lo tanto, que me “facilitase el acceso” a ese círculo de cercanos a Jesús.
Porque los modelos de discípulos cercanos a Jesús, elegidos por Él, son modelos en los que nunca me he terminado de encontrar, reconocer, identificar. Modelos de hombres bravos, impetuosos, pescadores, recaudadores y sabe Dios qué más. Hombres que le siguen a todas partes, con los que comparte todo, a los que enseña y considera amigos, a los que reprende y reta. Algunos más bravucones, echados para adelante, orgullosos de ser sus compañeros, otros más desconfiados y también más desconocidos, pero, al menos, todos llamados por su nombre.
Las mujeres, en cambio, suelen aparecer situadas a distancia, sirviéndoles con sus bienes, curadas de enfermedades y espíritus malignos, cosa que no se dice de ninguno de los doce hombres. Solo algunas mujeres tienen nombre propio pero, además, casi siempre es el mismo nombre o aparecen en situaciones similares, hasta el punto de que hay quien apenas las distingue. Son mezcladas hasta el punto de identificar a María Magdalena con la prostituta de otro relato. Y me daría igual que lo hubiera sido, pero lo que se dice sobre ella es que Jesús “expulsó siete demonios” de ella. ¿Por qué hacerla prostituta? ¿Por qué cualquier mal o demonio en una mujer tiene que estar relacionado con la sexualidad y, por consiguiente, con la prostitución o el adulterio?
Mujeres miradas por Jesús, como la viuda en el templo. Mujeres “vistas” por Jesús.
Y es que cuando te niegan la mirada, es una forma de negarte la existencia, de manifestarte que preferirían que no existieras. Negar la mirada es una forma de castigo, un cierto modo de matar al otro.
Jesús mira, Jesús ve. Y su mirada crea, su mirada da Vida.
Jesús ve a la viuda echar sus moneditas en el arca del tesoro; y no solo la ve, sino que también la contempla, fija su mirada en ella, traspasando su situación, su gesto, su entrega. De alguna manera capta toda la carga afectiva que tiene para la viuda echar sus dos moneditas y nadie más que Él conecta con ella. No entra en contacto con ella, quizá la mujer nunca se supo mirada, contemplada, reconocida y, mucho menos, alabada.
Jesús decía que cuando orásemos o diésemos limosna, lo hiciéramos en lo escondido y no “mirando que nos miren”. Así debió de hacer esta viuda al acudir al templo y entregar su ofrenda: en lo oculto, en el silencio, ante Dios en su interior.
Pero Jesús sí que levanta la voz para que quienes tiene cerca le escuchen y “vean”. Alaba en alto a esta mujer por vivir dándolo todo, aunque ese “todo” pueda parecer muy poco o incluso nada.
Y quizá Jesús, con esa mirada y esa palabra alzada, siga abriéndonos los ojos a tantos como en muchos momentos esperamos grandes acciones, grandes cambios, grandes acontecimientos. Nos abre los ojos a la verdadera Vida, a la verdadera entrega que fluye silenciosa en medio de nosotros y a través de tantas buenas personas. ¿Qué es lo que marca la diferencia? ¿Qué es lo que carga de Bondad y de valor un gesto, una acción? El TODO… el estar haciendo con ello TODO lo que está en tu mano, en tus posibilidades, en tu corazón. El no reservarte nada, no guardarte nada de tu capacidad de amar, aunque la sensación sea de vergüenza por no poder hacer más, dar más, llegar más lejos.
Seguramente esta viuda vivía de cara a Dios en lo más profundo de su ser, pero ojalá se hubiera encontrado con la mirada de Jesús, con su cara de sorpresa, con su admiración, con su sonrisa, ojalá se hubiera sentido acariciada, sacada del anonimato, reconocida, “alguien” con inmenso valor.
Quizá ese paso nos queda a nosotros, para nosotros, para asumirlo o completarlo nosotros. Ojalá fuéramos capaces de fijarnos en los otros, contemplar su entrega, conectar con su esfuerzo por darlo TODO y levantásemos no solo nuestra voz, sino también nuestro cuerpo, para salir al encuentro y abrazarlos, agradecidos por mostrarnos el Amor, el Bien… el Reino de Dios entre nosotros.
Tu mirada salva, Jesús, nuestras miradas salvan. Salvar, liberar, consolar,… ¿cómo expresar lo que se experimenta cuando alguien conecta con lo que solo tú sabes que estás entregando, con el esfuerzo y la pasión que solo tú sabes (bueno, a veces ni tú misma eres consciente) que estás invirtiendo en cada cosa, en el día a día?
Porque los resultados, o los efectos, la mayoría de las veces se presentan más bien como esas dos moneditas, así lo sientes. A pesar de rozar la extenuación y el agotamiento, miras tus manos y ves “dos moneditas”.
Y la irrupción de esa mirada tuya, Jesús, salva de la tristeza por no llegar a más, por no poder más. Tu mirada y tu palabra nos salvan de nuestros esquemas de productividad, nos salvan de nosotros mismos y nos hacen caer en la cuenta de lo verdaderamente valioso… “estás dándolo todo, todo lo que tienes para vivir… y esto es válido, sirve... tu existencia tiene sentido y es fecunda”.
Ojalá pasemos por la vida como Jesús: viendo, acercándonos, haciendo que las personas se sientan “vistas”, reconocidas en sus grandes empeños, en sus profundas luchas, en sus totales entregas. Y nuestra mirada y nuestra palabra generen más vida, alienten esa llama de Amor que late en el otro… alienten y nunca apaguen y maten.