Pedro Fabro, nuevo y peculiar santo

Me sorprendió mucho que, al dar la noticia sobre la canonización algo extraordinaria de Pedro Fabro, un periódico normalmente bien informado en temas religiosos, ABC, la refiriese en francés a "Pierre Favre", como si este nombre no tuviese uso en español. El propio Papa Francisco, antes de hacerlo santo, se había referido a Pedro Fabro como "una figura que los jesuitas conocen, pero que no es muy conocida por lo general".

La canonización fue "algo extraordinaria" porque el Papa Francisco no siguió el lentísimo procedimiento ordinario normal en estos casos, sino el llamado "equivalente", según el cual y por la propia autoridad que le compete, el Papa establece para la Iglesia universal el culto y la celebración litúrgica de un santo, sin atenerse a otros trámites y sólo mediante la firma de un decreto. Este mucho más rápido procedimiento, con todo, cuenta con una rigurosa regulación de Benedicto XIV -data del siglo XVIII- y ha sido recientemente utilizado por el propio Papa Francisco para Santa Ángela de Foligno y por su antecesor para los casos de Juan Pablo II y Juan XXIII. La aplicación ahora a Pedro Fabro resulta del todo explicable conociendo el alcance impresionante de su vida.

Lo que más impresiona de la vida de Fabro es que, en los solos 40 años que vivió (1506-1546), pudiese completar aspectos tan importantes. Nació y tuvo su infancia en la región alpina de Saboya, y se sabe de esta época que guardó ovejas en aquellos altos montes y que tuvo un gran preceptor que orientó su vida hacia los estudios.

La segunda época de su vida la vive en París, en la Universidad de la Sorbona, donde pasa una decena de años adquiriendo una solida formación, que dará gran hondura a su corta actividad apostólica posterior. En París, comparte aposento estudiantil con los posteriormente santos Ignacio de Loyola y Francisco Javier y, durante 30 días, hace con Ignacio unos Ejercicios Espirituales que determinaron por completo el curso de su vida posterior. Cuando los siete primeros compañeros de Ignacio deciden formar grupo, con pobreza y castidad, es el único que ya es sacerdote y es por eso el que recibe los votos de sus compañeros.

A la actividad apostólica sólo dedica Fabro su última decena de años, desde los treinta hasta los cuarenta años con los que muere. Deslumbran sus documentados recorridos por toda Europa, sin medios rápidos de comunicación: de París, a toda la Italia del Norte y a Roma; luego, Alemania, asistiendo en Worms (1540) y Ratisbona (1541) a reuniones con protestantes; después funda los primeros colegios jesuíticos en España (Alcalá, Valladolid); de nuevo Alemania y Bélgica; vuelve a la península ibérica (Portugal y España), para volver a Roma, donde muere a los pocos días de su llegada. Confiesa él que vive "como perpetuo extranjero..., he cambiado de casa muchas veces. Seré un peregrino por todas partes a las que me conduzca la voluntad de Dios mientras viva". Le esperaban en el Concilio de Trento, y el gran teólogo y compañero suyo Laínez escribe de él: "El Maestro Fabro se halla en otro mejor Concilio, porque pasó de esta vida el primero de Agosto (1546)".

De Fabro dijo San Ignacio que era el que mejor llegó a dominar la técnica de los Ejercicios, "tenía el primer lugar en dar los Ejercicios". Pero lo que más sobresale de él era el encanto que tenía en el trato humano. El más huidizo de los siete primeros compañeros de Ignacio, el portugués Simón Rodríguez, dijo de Fabro muchos años después de su muerte, en 1577: "tenía una alegre dulzura y una cordialidad que yo jamás he encontrado en nadie; tuvo la más encantadora suavidad y gracia que he visto en mi vida para tratar y conversar con las gentes; con mansedumbre y dulzura ganaba para Dios los corazones de aquellos con quienes trataba".

Sus extraordinarias dotes para la conversación fueron utilizadas por san Ignacio, al enviarlo directamente "al núcleo de una Europa en conflicto". Como ha afirmado también de él el actual P. General de los jesuita, Adolfo Nicolás, "Fabro trabajó con intensidad por mantener la unidad y construir la paz en una Europa crispada teológicamente y enfrentada por cuestiones religiosas y conflictos político-eclesiales". Tal vez el secreto de su buen trato estuviese en lo que él demandaba: "quien quisiere aprovechar a los herejes de este tiempo ha de tener mucha caridad con ellos y amarlos in veritate, comunicando con ellos familiarmente". El complemento de su secreto estaba en su plena confianza en Dios, pues "es él quien obra todo en nosotros y por quien actúan todas las cosas y en quien subsisten todas".

Los entrecomillados son de Memorial, una obra aubiográfica suya que merece ser leída. La apacible y al mismo tiempo deslumbrante figura de Pedro Fabro merece que el comentario de hoy se haya extendido algo más de lo normal. Punto final, por tanto.
Volver arriba